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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

La hija del Espantapájaros (16 page)

BOOK: La hija del Espantapájaros
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Tía Adina abrió mucho los ojos y se puso colorada.

—Sí, pequeña. Qué cosa tan rara…

—¡Tú me dijiste en tu carta que seguía estando ahí! ¿Pero qué te pasa? ¿Cómo te puedes reír?

—Oh, no, querida… Estoy segura de no haberme reído. Para mí también es un misterio. David y yo estuvimos aquí hace apenas una semana y estaba en el mismo sitio, tan tieso como siempre…

—Entonces… ¿quién se lo ha llevado?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Date una vuelta y mira… A lo mejor lo ha tumbado el viento.

—Imposible. Estaba muy bien sujeto. Y si aguantó todo el invierno no se iba a caer precisamente ahora. Aquí está pasando algo muy extraño.

Loella detuvo el carro y miró a tía Adina seria e interrogativamente.

—Aquí está pasando algo extrañísimo —repitió.

—No… no lo creo. ¿Dónde tengo las gafas?

La cara de tía Adina estaba más roja aún que antes y tenía una incomprensible expresión. Buscó nerviosamente sus gafas y acabó por encontrarlas en el bolsillo de su vestido. Se las puso con mano temblorosa y escudriñó los matorrales. Loella la observaba con el ceño fruncido. ¿Qué le pasaba? Tía Adina no parecía la misma. Estaba completamente cambiada.

—¡Mira, pequeña! —gritó de repente—. ¡Hay algo entre las matas! ¿Ves? ¡Lo que te estaba diciendo! Tu espantapájaros se ha venido abajo.

Loella miró hacia donde señalaba.

Sí, era verdad. Había algo en ese lugar. Sí, solamente se había caído… Pero aún no comprendía cómo.

—¿No vas a echar una ojeada?

—Sí.

Loella entregó las riendas a tía Adina y bajó de un salto.

—¿Dónde está la llave de la cabaña? Voy para allí con los mellizos y preparo algo de comer mientras tú te ocupas de ese viejo espantapájaros.

—La llave está en el fondo de mi maleta.

Tía Adina chasqueó la lengua vigorosamente para que Bella echara a andar de nuevo y se alejaron. Loella, sorprendida, se quedó mirándolos. ¿Por qué tanta prisa de repente? Por lo general, a tía Adina le gustaba hacer las cosas con calma. ¿Qué le pasaba? Luego lo pensaría. Ahora debía cuidar a Papá Pelerín, pobrecito. Lo vio tumbado en el suelo. ¡Vaya manera de recibirla! Corrió hacia el matorral.

Pero al llegar allí se puso terriblemente furiosa. No era Papá Pelerín, sino un hombre desconocido el que tomaba el sol, justo en el lugar donde Papá Pelerín solía estar firmemente plantado. Y de él, ni rastro. El extranjero hasta se había atrevido a quitarle su sombrero de ala ancha. Lo llevaba puesto, así que no podía negar su delito.

Loella estaba tan encolerizada que tiró el chicle y vociferó con su más tremendo tono:

—Flor venenosa, luna negra, nido de culebras… ¿Está loco o qué? ¿Se puede saber qué hace aquí?

El se limitó a mirarla. Seguía sentado, mirándola con una expresión divertida. Loella dio una patada en el suelo. Estaba tan furiosa que empleaba las palabras que había olvidado en la ciudad. Salían con la fuerza de un torrente de su boca.

—Tiene todo el bosque para usted, si quiere. ¡Pero no el sitio de Papá Pe…! ¡No éste sitio! ¿Y dónde ha metido a Pap…? Quiero decir, al viejo espantapájaros que estaba aquí. Porque me doy cuenta perfectamente de que usted se lo ha llevado. ¡Así que vaya a buscarlo y tráigalo en seguida! ¡Ahora mismo!

El hombre se puso de pie y abrió los brazos, igual que Papá Pelerín.

—¿Qué tal? ¿Lo hago bien? —preguntó.

Fueron las primeras palabras que pronunció. Querría escurrir el bulto haciéndose el gracioso; pero ella lo miró despectivamente y no se dignó contestar.

—¿Crees que puedo espantar a los pájaros? —dijo él.

—Aquí nadie ha querido espantar a los pájaros, sino a la gente, y usted no sirve para eso. ¡Déjese de bromas estúpidas y vaya a buscar a Pap… al espantapájaros!

El hombre bajó los brazos y se quitó el sombrero. Parecía triste. Dijo que no era agradable descubrir que hasta un espantapájaros valía más que él.

Loella lo miró, desconfiada.

—Me parece que usted está un poco chiflado —dijo, algo más amistosamente—. ¿Qué está haciendo en el bosque?

Entonces él le explicó que había estado viviendo un par de meses con Fredrik Olsson y que el bosque le gustaba. En otros tiempos había tenido allí su casa. Y cuando recibió una carta donde le decían que podía volver, se había puesto muy contento. Aseguró que nada en el mundo le hubiera hecho más feliz que aquella carta.

Ah, sí, pensó Loella. Debía ser aquel hombre que tía Adina mencionara cuando le escribió a la escuela. El que iría a buscarla si los demás no podían. Claro, tenía que ser el mismo. ¿Pero por qué se había llevado a Papá Pelerín? Era incomprensible.

Se calmó poco a poco y le preguntó si Fredrik Olsson había recibido el sobre lleno de sellos que ella le había mandado.

—Sí y se alegró mucho. Eran sellos muy bonitos y nada corrientes.

—Sí, ya sé —dijo Loella. Se sentía insegura. No sabía qué hacer en aquella situación. Ni cómo obligar al hombre a que fuera a buscar a Papá Pelerín. Quizás, si supiera lo útil que era para ella y para Fredrik Olsson, lo haría de buena gana.

Por eso empezó a explicarle para qué usaban al espantapájaros: como una especie de mensajero que se ocupaba del correo, los paquetes, la leche y toda clase de cosas. Y que mantenía lejos a los intrusos. Por lo general se detenían y no iban más allá cuando lo veían.

—Sí, ya lo sé —contestó él.

Ella se enfadó de nuevo.

—Entonces, ¿por qué no lo trae? —dijo con firmeza, clavando en él sus relucientes ojos negros.

No contestó en seguida. Iba y venía dando zancadas entre las matas, con aspecto pensativo. Loella aprovechó la oportunidad para examinarlo bien. Era alto, tenía la piel curtida y un pelo muy espeso y negro. Los ojos, marrones, como ya había notado antes. No parecía un delincuente. En aquellos momentos lo que parecía era triste y preocupado.

—¿Cómo llamas a tu espantapájaros? —preguntó.

Loella se sonrojó.

—¿Y a usted qué le importa? —contestó fríamente.

—No, nada… —dijo él suspirando. Y siguió hablando como si ella no estuviera allí. Dijo que quizás fuera demasiado tarde. Que quizás él no podría remplazar nunca a un viejo espantapájaros.

Loella lo miraba, pensando que le faltaba un tornillo.

El continuó diciendo que iba a dejar la casa de Fredrik Olsson.

—Tengo una hija y pensé que podría irme a vivir con ella —dijo.

—La echo mucho de menos y me gustaría saber si ella se acuerda de mí alguna vez.

Estas palabras pusieron en guardia a Loella de nuevo. Le hicieron mal efecto. Le recordaban algo que debía olvidar. ¿Qué tenía que ver ella con ese hombre y su hija? Nada, desde luego.

Dio media vuelta y se alejó de él.

—Adiós.

Pero él gritó:

—¡Espera! ¿No quieres saber cómo se llama mi hija?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no es asunto mío.

Loella hacía todo cuando podía por conservar una actitud indiferente. Hablaba con tono frío y cortante, pero aquel tema le resultaba tan doloroso, que en realidad estaba emocionada.

—No estés tan segura —dijo él.

Era demasiado. Loella se paró en seco y se volvió hasta enfrentarse con el hombre. Sus ojos echaban chispas y su voz resonaba como el chasquido de un latigazo.

—Lo que sé —exclamó— es que estoy harta de usted y de su hija. Lo único que me importa es que ponga a Papá Pelerín en su sitio… mi espantapájaros para espantar a la gente. ¡Y nada más! ¡Adiós!

Echó a andar. El profundo silencio del bosque la envolvió por completo. Apretó el paso. Entonces oyó una voz a sus espaldas.

—Mi hija se llama Loella… Loella…

Ella siguió andando.

—Su nombre es Loella…

Se volvió y anduvo despacio hacia el hombre sin atreverse a mirarlo. Era como si caminara en sueños. No pensaba nada, pero sus ojos y sus oídos estaban extrañamente alerta. Veía cada insecto en la tierra; se sentía capaz de oír cada paso que dieran en el bosque, cada aliento, cada soplo de viento. Todo se estremecía, lleno de vida, a su alrededor, arriba, abajo. Pero aún no se atrevía a levantar la mirada.

—¿Cómo se llama? —susurró débilmente.

—Loella.

Cuando, por fin, miró al hombre, él estaba de nuevo en el sitio de Papá Pelerín, con los brazos abiertos, igual que el espantapájaros.

—¿Lo hago mejor ahora? —preguntó.

Ella no contestó. Todavía no comprendía bien lo que estaba ocurriendo. Tuvo que preguntar otra vez:

—¿Cómo se llama su hija?

—Loella.

Por un momento, vaciló. Tenía que asegurarse de que no estaba inventándose historias. Que no iba a despertarse frente al espejo del Hogar. Cerró los ojos, los abrió, los volvió a cerrar. Y los mantuvo cerrados un buen rato. Luego los volvió a abrir. El seguía allí, igual que antes. No era una ilusión. Era real, y al comprobarlo se sintió confusa. Ella, tan fuerte siempre, no sabía qué hacer. Dio una vuelta completa alrededor del hombre, diciendo:

—Yo también me llamo… Loella.

El silencio en el bosque era total. No se oía ni el más pequeño paso ni el más suave aliento. Sólo se oía la voz del hombre.

—Entonces tú debes ser mi hija. Sí, entonces tú eres mi hija.

Los árboles y las flores que los rodeaban, los insectos que se deslizaban a sus pies y los pájaros que volaban por el cielo, todos pudieron oír esas palabras: Entonces tú eres mi hija…

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