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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (28 page)

BOOK: La Historia Interminable
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—Así es, señor, y sucedería aunque yo mismo lo lamentase. Porque eres el primero y el único que ha hablado conmigo jamás.

Bastián cogió el Signo.

—¡Gracias, Hija de la Luna! —dijo en voz baja.

Graógraman se enderezó otra vez, en toda su alzada, y contempló a Bastián desde arriba.

—Creo, señor, que tenemos muchas cosas que decirnos. Quizá pueda revelarte secretos que no conoces. Quizá puedas tú también explicarme el enigma de mi existencia, que me está oculto.

Bastián asintió.

—Si fuera posible, quisiera ante todo beber algo. Tengo mucha sed.

—Tu siervo escucha y obedece —respondió Graógraman—. ¿Quieres dignarte subir a mis espaldas? Te llevaré a mi palacio, donde encontrarás cuanto necesites.

Bastián se subió a las espaldas del león. Se agarró con ambas manos a la melena, cuyos mechones lo envolvían como lenguas de fuego. Graógraman volvió hacia él la cabeza.

—Sujétate bien, señor, porque corro mucho. Y otra cosa quisiera pedirte: mientras estés en mi reino o simplemente conmigo… ¡Prométeme que por ningún motivo y en ningún momento abandonarás la Alhaja protectora!

—Te lo prometo —dijo Bastián.

Entonces el león se puso en movimiento, al principio todavía lenta y majestuosamente, y luego cada vez más aprisa. Asombrado, Bastián veía como, en cada nueva colina, la piel y la melena del león cambiaban de color, de acuerdo siempre con el color de la duna. Pero finalmente Graógraman comenzó a dar saltos poderosos de una cima a otra, y corrió a toda velocidad sin que sus poderosas zarpas tocaran apenas el suelo. El cambio de su piel se produjo cada vez más velozmente, hasta que a Bastián comenzó a írsele la vista y vio todos los colores al mismo tiempo, como si el enorme animal fuera un sólo ópalo irisado. Tuvo que cerrar los ojos. El viento, caliente como el mismo infierno, silbaba en sus orejas y le daba tirones del manto, que revoloteaba tras él. Sentía el movimiento de los músculos del cuerpo del león y olía la maraña de su melena, que exhalaba un olor salvaje y excitante. Lanzó un grito de triunfo, que sonó como el de un ave de rapiña, y Graógraman le respondió con un rugido que hizo temblar el desierto. En aquel momento, los dos fueron uno, por grande que pudiera ser la diferencia entre ellos. Bastián estaba como borracho y sólo volvió a recuperar el sentido cuando oyó decir a Graógraman

—Hemos llegado, señor. ¿Quieres dignarte bajar?

De un salto, Bastián bajó al suelo de arena. Delante de él vio una escarpada montaña de roca negra… ¿o eran las ruinas de un edificio? No hubiera podido decirlo, porque las piedras, que yacían alrededor semicubiertas de arena multicolor o formaban arcos, muros y columnas, estaban llenas de profundas grietas y hendiduras, y erosionadas como si, desde tiempos inmemoriales, las tormentas de arena hubiesen pulido sus aristas y desigualdades.

—Éste, señor —oyó decir Bastián al león—, es mi palacio… y mi tumba. Entra y sé bienvenido, como primero y único huésped de Graógraman.

El sol había perdido ya su fuerza abrasadora y estaba, grande y amarillo pálido, sobre el horizonte. Evidentemente, la cabalgada había durado mucho más de lo que le había parecido a Bastián. Los pedazos de columna o agujas de roca, fueran lo que fueran, arrojaban ya sus sombras alargadas. Pronto sería de noche.

Cuando Bastián siguió a Graógraman, a través de un arco oscuro que llevaba al interior del palacio, le pareció que los pasos del león eran menos vigorosos que antes; incluso lentos y pesados.

A través de un pasillo oscuro, por diversas escaleras que subían y bajaban, llegaron a una gran puerta, cuyas hojas parecían hechas igualmente de roca negra. Cuando Graógraman se dirigió a ella, la puerta se abrió por sí sola, y cuando Bastián hubo entrado también, se cerró de nuevo tras él. Estaban ahora en una espaciosa sala o, mejor dicho, en una gruta iluminada por cientos de lámparas. El fuego que ardía en ellas se parecía al jugueteo de las llamas de colores de la piel de Graógraman. En el centro, el suelo, cubierto de mosaicos de colores, se alzaba escalonadamente hasta una plataforma redonda sobre la que descansaba un bloque de piedra negra. Graógraman volvió lentamente hacia Bastián su mirada, que ahora parecía como apagada.

—Mi hora está próxima, señor —dijo, y su voz sonó como un cuchicheo—, y no habrá tiempo para hablar. Sin embargo, no te preocupes y aguarda el día. Lo que siempre ha ocurrido ocurrirá también. Y quizá puedas decirme por qué.

Luego volvió la cabeza hacia una pequeña puerta situada al otro extremo de la caverna.

—Entra ahí, señor, y lo encontrarás todo dispuesto para ti. Ese aposento te espera desde tiempo inmemorial.

Bastián se dirigió hacia la puerta pero, antes de entrar por ella, se volvió otra vez. Graógraman se había echado sobre el bloque de piedra negra y ahora él mismo era negro como la roca. Con una voz que era casi un susurro, el león dijo:

—Escucha, señor: es posible que oigas ruidos que te espanten. ¡Pero no te preocupes! Nada puede ocurrirte mientras lleves el Signo.

Bastián asintió y atravesó la puerta.

Ante él había una estancia, decorada de la forma más espléndida. El suelo estaba cubierto de alfombras suaves y de vivo colorido. Las delgadas columnas, que soportaban una bóveda de muchos arcos, estaban cubiertas de mosaicos dorados que reflejaban en mil pedazos la luz de las lámparas, las cuales brillaban aquí también con todos los colores. En un ángulo había un ancho diván de colchas y cojines blandos de toda clase, cubierto por una tienda de seda azul. En la otra esquina, el suelo de piedra estaba excavado formando una gran piscina, en la que humeaba un líquido luminoso de color dorado. En una mesita baja había cuencos y platos con manjares y también una jarra con una bebida de color rubí y una copa dorada.

Bastián se sentó al estilo árabe junto a la mesita y empezó a servirse. La bebida sabía agria y salvaje, pero apagaba la sed de una forma maravillosa. Los alimentos eran totalmente desconocidos para Bastián. Ni siquiera hubiera podido decir si se trataba de pasteles, grandes guisantes o frutos secos. Algunos parecían calabazas y melones, pero su gusto era totalmente diferente: picante y aromático. Sabían sensacional y sabrosamente. Bastián comió hasta hartarse.

Luego se desnudó —lo único que no se quitó fue el Signo— y se metió en el baño. Durante un rato chapoteó en el raudal de fuego, se lavó, buceó y resopló como una morsa. Entonces descubrió unas botellas de extraño aspecto que había al borde de la piscina. Pensó que serían sales de baño. Despreocupadamente, echó en el agua un poco de cada clase. Algunas produjeron llamas verdes, rojas o amarillas, que borbotearon en la superficie haciendo un poco de humo. Olían a resina y hierbas amargas.

Finalmente Bastián salió del baño, se secó con suaves toallas que había dispuestas y se vistió de nuevo. Al hacerlo le pareció que las lámparas de la habitación ardían de pronto con menos fuerza. Y entonces llegó a sus oídos un ruido que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda: un crujido y un chasquido, como si estallara una gran roca de hielo, que se extinguió en un gemido cada vez más suave.

El ruido no se repitió. Pero el silencio era casi más espantoso aún. ¡Tenía que averiguar lo que había sucedido! Abrió la puerta dé la alcoba y miró dentro de la gran caverna. Al principio no pudo descubrir ningún cambio, salvo que las lámparas ardían más apagadamente y su luz empezaba a pulsar como el latido de un corazón, cada vez más lentamente. El león estaba todavía en la misma posición sobre el bloque de piedra negra y parecía mirar a Bastián.

—Graógraman —llamó Bastián en voz baja—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ruido era ése? ¿Has sido tú?

El león no respondió ni se movió, pero cuando Bastián se dirigió hacia él lo siguió con los ojos.

Bastián extendió titubeando la mano para acariciarle la melena, pero apenas la había tocado retiró la mano asustado. Estaba dura y helada como la piedra negra, y lo mismo pasaba con el rostro y las zarpas de Graógraman.

Bastián no supo qué hacer. Vio que los negros batientes de piedra de la gran puerta se abrían despacio. Sólo cuando estaba ya en el largo pasillo oscuro y subía por la escalera se preguntó qué buscaba allí fuera. No podía haber nadie en aquel desierto capaz de salvar a Graógraman.

¡Pero ya no había desierto!

En la oscuridad de la noche comenzaba a brillar y resplandecer por todas partes. Millones de diminutos brotes de plantas surgían de los granos de arena, que eran otra vez semillas. ¡Perelín, la Selva Nocturna, había empezado otra vez a crecer!

Bastián sospechó de pronto que la congelación de Graógraman, de alguna forma, tenía algo que ver con ello. Volvió otra vez a la caverna. La luz de las lámparas temblaba aún, muy débilmente. Llegó hasta el león, le pasó el brazo por el poderoso cuello y apretó su cara contra el rostro del animal.

Ahora también los ojos del león eran negros y muertos como la piedra. Graógraman estaba petrificado. Hubo un último estremecimiento de las luces, y luego todo se hizo oscuro como una tumba.

Bastián lloró amargamente y el rostro del león de piedra se mojó con sus lágrimas. Por fin se echó, acurrucado entre las poderosas patas delanteras del león, y se durmió.

XV

Graógraman, la Muerte Multicolor

yó la retumbante voz del león que decía:

—¡Señor! ¿Has pasado así toda la noche?

Bastián se incorporó rápidamente, frotándose los ojos. Estaba entre las zarpas delanteras del león, el enorme animal lo miraba y había asombro en la mirada de Graógraman. La piel del león seguía siendo negra como los bloques de piedra sobre los que descansaba, pero sus ojos centelleaban. Las lámparas, en lo alto, ardían de nuevo.

—¡Ay! —balbuceó Bastián—, pensé… pensé que estabas petrificado.

—Lo estaba —respondió el león—. Muero cada día cuando cae la noche, y cada mañana despierto de nuevo.

—Yo creí que era para siempre —explicó Bastián.

—Cada vez
es
para siempre —repuso Graógraman enigmáticamente.

Se puso en pie, se estiró y desperezó, y anduvo de un lado a otro de la caverna como hacen los leones. Su piel llameante comenzó a arder cada vez más luminosamente con los colores de las abigarradas baldosas. De pronto se detuvo en sus paseos y miró al muchacho.

—¿Has derramado lágrimas por mí?

Bastián asintió en silencio.

—Entonces —dijo el león—, no sólo eres el único que ha dormido entre las zarpas de la Muerte Multicolor, sino también el único que ha llorado su muerte.

Bastián miró al león, que volvía a andar de un lado a otro, y por fin preguntó en voz baja.

—¿Siempre estás solo?

El león se detuvo de nuevo, pero esta vez no miró a Bastián. Mantuvo la cabeza vuelta y repitió, con voz retumbante:

—Solo…

La palabra resonó en la caverna.

—Mi reino es el desierto… y el desierto es también mi obra. A dondequiera que vaya, todo se convierte en desierto a mi alrededor. Lo llevo conmigo. Soy de un fuego destructor. ¿Cómo podría tener otro destino que una perpetua soledad?

Bastián calló confuso.

—Tú, señor —siguió diciendo el león, dirigiéndose hacia el muchacho y mirándolo a la cara con sus ojos ardientes—, que llevas el signo de la Emperatriz Infantil, podrás responderme: ;por qué tengo que morir al caer la noche?

—Para que en el Desierto de Colores pueda crecer Perelín, la Selva Nocturna.

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