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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (42 page)

BOOK: La Historia Interminable
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—No quiero otra recompensa —contestó Yicha—; quiero seguir llevándote. ¿Qué otra cosa mejor podría desear?

—¿No dijiste —continuó Bastián— que te entristecía no poder tener hijos?

—Sí —dijo Yicha apenada—, porque me gustaría hablarles de estos días cuando sea muy vieja.

—Está bien —dijo Bastián—, entonces te contaré ahora una historia que se hará verdad. Y quiero contártela a ti, a ti sola, porque es la tuya.

Cogió una de las largas orejas de Yicha y susurró:

—No lejos de aquí, en un bosquecillo de saúcos, te espera el padre de tu hijo. Es un corcel blanco con alas de pluma de cisne. Sus crines y su cola son tan largas que llegan al suelo. Nos sigue en secreto desde hace ya días, porque está enamorado de ti para siempre.

—¿De mí? —exclamó Yicha casi asustada—. ¡Pero si soy sólo una mula y, además, ni siquiera joven!

—Para él —dijo Bastián suavemente— eres la criatura más hermosa de Fantasia, precisamente porque eres como eres. Y quizá también porque me has llevado. Pero es muy tímido y no se atreve a acercarse a ti con todas estas criaturas alrededor. Tienes que ir tú a su encuentro, porque de otro modo morirá de nostalgia.

—¡Santo cielo! —dijo Yicha desconcertada—. ¿Tan grave es la cosa?

—Sí —le susurró Bastián al oído—, y ahora ¡adiós, Yicha! Camina simplemente y lo encontrarás.

Yicha dio unos pasos, pero se volvió una vez más hacia Bastián.

—A decir verdad —declaró— tengo un poco de miedo.

—¡Ánimo! —dijo Bastián sonriendo—. Y no te olvides de hablarles de mí a tus hijos y nietos.

—¡Gracias, señor! —contestó Yicha a su estilo simple, y se fue.

Bastián se quedó mirando largo tiempo cómo se iba trotando, sin sentirse demasiado contento de haberse deshecho de ella. Entró en su espléndida tienda, se echó sobre los blancos cojines y miró al techo. Una y otra vez se dijo que había satisfecho el mayor deseo de Yicha. Pero aquello no disipó su humor sombrío. Importa mucho el cuándo y el cómo se hace algo por alguien.

Aquello, sin embargo, sólo se aplicaba a Bastián, porque Yicha encontró realmente al corcel blanco con alas y se casó con él. Y más tarde tuvo un hijo, que era un mulo blanco con alas llamado Pataplán. Dio mucho que hablar en Fantasia, pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Desde entonces, Bastián viajó en la litera de Xayide. Ella le había ofrecido incluso bajar y caminar a su lado para que tuviera todas las comodidades posibles, pero Bastián no quiso aceptarlo. De manera que los dos se sentaban juntos en la espaciosa litera de coral, que iba a la cabeza de la expedición.

Bastián estaba aún un poco disgustado, incluso con Xayide, que le había dado el consejo de separarse de la mula. Pero Xayide supo arreglarlo pronto. Las respuestas monosilábicas de él hacían difícil sostener una verdadera conversación.

Para animarlo, Xayide dijo alegremente:

—Quisiera hacerte un regalo, mi señor y maestro, si me concedes la gracia de aceptarlo.

Sacó de debajo de los almohadones una cajita riquísimamente decorada. Bastián se incorporó expectante. Xayide la abrió y extrajo de ella un estrecho cinturón que parecía una especie de cadena de elementos móviles. Cada uno de los elementos y también el cierre eran de cristal transparente.

—¿Qué es eso? —quiso saber Bastián.

El cinturón tintineaba suavemente en la mano de Xayide.

—Es un cinturón que hace invisible. Sin embargo, señor, debes darle un nombre para que te pertenezca.

Bastián lo contempló.

—Cinturón Guémmal —dijo.

Xayide asintió sonriendo.

—Ahora te pertenece.

Bastián aceptó el cinturón y lo sostuvo en la mano, indeciso.

—¿No quieres probarlo enseguida —preguntó ella— para convencerte de sus efectos?

Bastián se puso el cinturón en torno a las caderas y vio que le sentaba como hecho a medida. De todas formas, sólo lo sintió, porque ya no pudo verse a sí mismo, ni su cuerpo, ni sus pies, ni sus manos. Era una sensación muy desagradable, e intentó volver a abrir enseguida el cierre. Pero, como no podía ver ya sus manos ni el cinturón, no lo logró.

—¡Socorro! —balbuceó con voz ahogada. De pronto tuvo miedo de no poder quitarse ya nunca el cinturón Guémmal y tener que ser invisible siempre.

—Hay que aprender a manejarlo —dijo Xayide—; a mí me pasó lo mismo, mi señor y dueño. ¡Déjame que te ayude!

Asió el aire, abrió el cinturón Guémmal en un santiamén, y Bastián pudo verse a sí mismo otra vez. Dio un suspiro de alivio. Luego se rió, y también Xayide sonrió, chupando la boquilla de forma de serpiente de su narguile.

En cualquier caso, había conseguido distraer la atención de Bastián.

—Ahora estás mejor protegido contra cualquier daño —dijo ella suavemente—, y eso me importa más de lo que podría decirte, señor.

—¿Daño? —preguntó Bastián, todavía un poco confuso—. ¿Qué daño?

—Oh, nadie está a tu altura —susurró Xayide—, nadie cuando eres prudente. El peligro está en ti mismo, y por eso es difícil protegerte contra él.

—¿Qué quieres decir con eso… de que está en mí mismo? —quiso saber Bastián.

—Lo prudente es estar por encima de todo, no odiar a nadie ni amar a ninguno. Pero tú, señor, sigues concediendo valor a la amistad. Tu corazón no es frío e impasible como una cumbre nevada y por eso hay alguien que puede dañarte.

—¿Quién?

—Aquel a quien, a pesar de su arrogancia, sigues queriendo, señor.

—¡Habla claro!

—El pequeño salvaje insolente e irrespetuoso de la tribu de los pieles verdes, señor.

—¿Atreyu?

—Sí, y lo mismo el desvergonzado Fújur.

—¿Y dices que esos dos pueden hacerme daño? —Bastián casi tuvo que reírse.

Xayide mantuvo la cabeza baja.

—Eso no lo creo ni lo creeré jamás —continuó Bastián—, y no quiero volver a oír hablar de ello.

Xayide calló y bajó la cabeza más aún. Tras un largo silencio, Bastián preguntó:

—¿Y qué podría tener contra mí Atreyu?

—Señor —susurró Xayide—, ¡quisiera no haber dicho nada!

—¡Pues dilo todo! —exclamó Bastián—. No hagas sólo insinuaciones. ¿Qué es lo que sabes?

—Tiemblo ante tu cólera, señor —tartamudeó Xayide estremeciéndose realmente con todo su cuerpo—, pero aunque signifique el fin para mí, te lo diré: Atreyu tiene la intención de quitarte el signo de la Emperatriz Infantil, a escondidas o por la fuerza.

Durante un segundo, Bastián tragó aire.

—¿Puedes probarlo? —preguntó con voz opaca.

Xayide movió la cabeza y murmuró:

—Mis conocimientos, señor, no son de los que pueden probarse.

—¡Entonces guárdatelos! —dijo Bastián, mientras la sangre le subía al rostro—. ¡Y no calumnies al muchacho más leal y valiente que hay en Fantasia!

Bajó de la litera y se fue.

Los dedos de Xayide juguetearon pensativamente con la cabeza de serpiente, y sus ojos rojoverdes brillaron. Al cabo de un rato sonrió de nuevo y, mientras dejaba escapar por la boca un humo violeta, susurró:

—Resultará evidente, mi señor y maestro. El cinturón Guémmal te lo demostrará.

Cuando se montó el campamento para pasar la noche, Bastián entró en su tienda. Ordenó a Illuán, el yinni azul, que no dejara entrar a nadie, y en ningún caso a Xayide. Quería estar solo y reflexionar.

Lo que le había dicho la maga sobre Atreyu no lo consideraba siquiera merecedor de consideración. Pero había otra cosa que ocupaba sus pensamientos: las breves palabras que ella había sembrado en relación con la prudencia.

Bastián había vivido tanto… miedos y alegrías, tristezas y triunfos; se había apresurado a pasar del cumplimiento de un deseo al de otro y no se había tomado un momento de respiro. Nada de aquello lo había serenado ni contentado. Pero ser prudente significaba estar por encima de la alegría y el sufrimiento, el miedo y la compasión, el orgullo y las humillaciones. Ser prudente era estar por encima de todas las cosas, no odiar ni querer a nada ni a nadie, pero acoger también con indiferencia el rechazo total o el afecto de los otros. A quien realmente era prudente no le importaba nada. Era inaccesible y nada podía afectarlo. Sí, ser así ¡era algo deseable! Bastián estaba convencido de que, de esa forma, llegaría a su último deseo, a ese último deseo que lo llevaría a su Verdadera Voluntad, como había dicho Graógraman. Ahora creía comprender lo que eso quería decir. Deseaba ser un gran sabio, ¡el sabio más sabio de toda Fantasia!

Poco después salió de su tienda.

La luna iluminaba un paisaje al que antes apenas había prestado atención. La ciudad de tiendas se extendía por un valle cerrado, rodeado por un amplio círculo de montañas de formas raras. El silencio era total. En el valle había aún bosquecillos y matorrales; un poco más arriba, en las laderas de las montañas, la vegetación se hacía más escasa, y más arriba todavía cesaba por completo. Las formaciones rocosas que se alzaban por encima adoptaban toda clase de figuras y parecían casi formas deliberadas creadas por la mano de algún escultor gigantesco. No soplaba viento y el cielo estaba despejado. Todas las estrellas brillaban y parecían más cercanas que otras veces.

Muy arriba, sobre una de las cumbres más altas, Bastián descubrió algo que parecía una cúpula. Al parecer, estaba habitada, porque de ella salía un débil resplandor.

—También yo lo he visto, señor —dijo Illuán con su voz estridente. Estaba en su puesto, junto a la entrada de la tienda—. ¿Qué puede ser?

Apenas había acabado de hablar, cuando de la lejanía llegó una extraña llamada. Sonaba como el prolongado «¡uhuhuhu!» del grito de una lechuza, pero más profundo y poderoso. Luego el grito resonó una segunda y una tercera vez, pero ahora a muchas voces.

Eran realmente lechuzas: seis, como pudo comprobar Bastián. Venían de la dirección de la cumbre que tenía aquella cúpula en su parte superior. Llegaban volando, con las alas casi inmóviles. Y cuanto más se acercaban mejor se apreciaba su asombroso tamaño. Volaban a una velocidad increíble. Sus ojos brillaban intensamente y sobre la cabeza tenían unas orejas derechas, con mechones de plumas sobre ellas. Su vuelo era totalmente silencioso. Cuando aterrizaron ante la tienda de Bastián, apenas se oyó un ligero silbido en las plumas de sus alas.

Ahora estaban en el suelo, cada una de ellas más grande que Bastián, y hacían girar sus cabezas de ojos grandes y redondos en todas direcciones. Bastián se dirigió a ellas.

—¿Quiénes sois y qué buscáis?

—Nos envía Uschtu, la Madre de la Intuición —respondió una de las seis lechuzas—, y somos mensajeros aéreos de Guígam, el Monasterio de las Estrellas.

—¿Qué clase de monasterio es ése? —preguntó Bastián.

—Es el centro de la sabiduría —respondió otra lechuza—, donde los monjes aprenden el Conocimiento.

—¿Y quién es Uschtu? —quiso seguir averiguando Bastián.

—Uno de los tres Pensadores Profundos que dirigen el monasterio y enseñan a los monjes el Conocimiento —explicó una tercera lechuza—. Nosotras somos mensajeras de la noche y le pertenecemos.

—Si hubiera sido de día —añadió una cuarta lechuza, Schirkrie, el Padre de la Visión, hubiera enviado sus mensajeros, que son águilas. Y en la hora del crepúsculo, entre el día y la noche, Yisipu, el Hijo de la Sagacidad, envía los suyos, que son zorros.

—¿Quiénes son Schirkrie y Yisipu?

—Los otros dos Pensadores Profundos, nuestros superiores.

—¿Y qué buscáis aquí?

—Buscamos al Gran Sabio —dijo la sexta lechuza— Los tres Pensadores Profundos saben que se encuentra en esta ciudad de tiendas y solicitan su ilustración.

—¿El Gran Sabio? —preguntó Bastián—. ¿Quién es?

—Su nombre —respondieron las seis lechuzas a la vez— es Bastián Baltasar Bux.

—Lo habéis encontrado ya —respondió él—. Soy yo.

Las lechuzas se inclinaron de golpe profundamente, lo que, a pesar de su imponente tamaño, resultó casi cómico.

—Los tres Pensadores Profundos —dijo la primera lechuza— solicitan humilde y respetuosamente tu visita para que les resuelvas la cuestión que ellos, en su larga vida, no han podido resolver.

Bastián se acarició pensativamente la barbilla.

—Está bien —respondió finalmente—, pero me gustaría llevar a mis dos discípulos.

—Nosotras somos seis —contestaron las lechuzas—, y entre dos de nosotras podemos llevar a uno de vosotros.

Bastián se volvió hacia el yinni azul.

—Illuán, ¡vete a buscar a Atreyu y a Xayide!

El yinni se alejó rápidamente. .

—¿Qué cuestión —quiso saber Bastián— es la que debo resolver?

—Gran Sabio —declaró una de las lechuzas—, sólo somos pobres mensajeros alados ignorantes y ni siquiera pertenecemos a la categoría más baja de los monjes del Conocimiento. ¡Cómo podríamos comunicarte la cuestión que los tres Pensadores Profundos no han podido resolver en su larga vida!

Al cabo de unos minutos volvió Illuán con Atreyu y Xayide. En el camino les había explicado rápidamente de qué se trataba.

Cuando Atreyu estuvo ante Bastián, le preguntó suavemente:

—¿Por qué yo?

—Sí —quiso saber también Xayide—, ¿por qué él?

—Ya lo sabréis —replicó Bastián.

Resultó que las lechuzas, previsoramente, habían traído tres trapecios. Entre dos cogieron con las garras las cuerdas de las que colgaba cada trapecio; Bastián, Atreyu y Xayide se sentaron en las tablas, y las grandes aves nocturnas se elevaron con ellos en el aire.

Cuando llegaron al Monasterio de las Estrellas de Guígam, vieron que la gran cúpula era sólo la parte superior de un edificio muy espacioso, formado por diversas secciones de forma de cubo. Tenía innumerables ventanitas y, con sus altos muros exteriores, se alzaba al borde mismo de un barranco. Para los visitantes indeseados resultaba de acceso difícil o imposible.

En los elementos de forma de cubo estaban las celdas de los monjes del Conocimiento, las bibliotecas, los servicios administrativos y los alojamientos para los mensajeros. Bajo la gran cúpula se encontraba la sala de reuniones, en la que los tres Pensadores Profundos impartían sus enseñanzas.

Los monjes del Conocimiento eran fantasios de la figura y la procedencia más diversas. Pero si querían entrar en el monasterio tenían que romper todo lazo con su país y con su

familia. La vida de aquellos monjes era dura y abnegada, y estaba dedicada exclusivamente a la sabiduría y al conocimiento. No todo el que lo pretendía, ni mucho menos, era aceptado en la comunidad. Las pruebas eran difíciles y los tres Pensadores Profundos inexorables. Ello hacía que casi nunca vivieran allí más de trescientos monjes que, sin embargo, constituían lo más escogido entre los seres más inteligentes de toda Fantasia. Había habido tiempos en que la comunidad de hermanos y hermanas se había reducido a sólo siete miembros. Sin embargo, aquello no había cambiado en nada la dureza de las pruebas. En aquel momento, el número de monjes y monjas era de más de doscientos.

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