Max acababa de sentarse frente a Ludmilla (foto 1), una chica sencilla a la que le gustaba «hacer jerséis de punto cuando tiene tiempo libre»; sintió vértigo al verse abocado a la inevitable gracieta y al chiste fácil: en el momento de la foto se le había acabado la lana, ja, ja. Entonces llamaron al timbre con insistencia. Era Katrin con su traje de astronauta de color amarillo. Lo poco que se veía de ella irradiaba pura desesperación.
—
Kurt
ha desaparecido —anunció sin aliento.
Max se sintió aliviado. Se había pensado que pasaba algo.
—Lo he estado buscando por todo el parque. De repente ya no estaba. ¿Cuánto cuesta un perro de ésos? —preguntó. Y tanteó por el traje espacial como buscándose la cartera.
—Ahora, por favor, tranquilícese —le dijo Max. Y pensó: «¡Qué frase más bonita! La dicen demasiado en las películas y demasiado poco en la vida real»—. ¿Quiere un café? —«Una frase bien bonita también», pensó. Se dice demasiado poco en las películas pero en la vida real, por desgracia, muy a menudo.
—¿Cafééé? —preguntó Katrin horrorizada—. Lo que tenemos que hacer es ir a la policía y denunciar la desaparición. Y ponernos otra vez a buscar al perro. Que se nos va a congelar.
Max tenía sus dudas. En primer lugar, para
Kurt
quizás supondría demasiado esfuerzo el hecho de congelarse pero es que, además, por sus venas, en vez de sangre, circulaba anticongelante. No llegó a revelarle sus pensamientos a Katrin. En lugar de eso, le dio un golpecito al hombro derecho de su traje amarillo y le dijo:
—No tenemos por qué ponernos nerviosos. No puede haber ido muy lejos. Vamos a traerlo de vuelta, ¿vale?
—De acuerdo —dijo Katrin. E involuntariamente le tendió la mano (bueno, el guante amarillo de astronauta), como si ambos hubieran llegado a un acuerdo después de duras negociaciones. Max salió al vestíbulo y se puso unos zapatos de invierno. Cuando regresó a la sala, encontró a Katrin de pie junto al escritorio.
—¿Es usted…, esto…, eh…, fotógrafo?
De repente su voz sonaba más áspera y menos amable. Se había echado hacia atrás la capucha del traje espacial. Se parecía a Winona Ryder cuando no le gustan los hombres. A Max se le había olvidado poner a resguardo a sus chicas de calendario. Estaban todas expuestas allí encima, colocadas una junto a otra.
—No —respondió él a media voz—, es que utilizo las fotos en el trabajo.
—Ah, para motivarse —dijo Katrin. Igual que Winona Ryder cuando celebra que no le gusten los hombres—. Pero…, disculpe, eso a mí en realidad ni me va ni me viene —añadió. Y volvió a ponerse la capucha. Winona Ryder nunca lo habría hecho.
Max prefirió no dar explicaciones sobre el tema de las fotos. Tenía ganas de salir a respirar el aire fresco del invierno.
A
Kurt
lo encontraron relativamente pronto: Max quiso saber en qué lugar había visto Katrin al perro por última vez y se encaminaron hacia allí.
—Tiene que estar aquí —dijo Max.
—Sí, pero aquí no hay nadie —le contradijo Katrin.
—
¡Kuurrrrrrrrrrrrt!
—lo llamó Max. Sus erres eran la envidia de muchos perros grrruñones. Sobre el suelo nevado se formaron de repente unos suaves grumos. Un par de metros por debajo de ellos yacía
Kurt
. El grito de Max lo había despertado.
—Se había construido un iglú —observó Katrin fascinada.
Más bien, el iglú debió de construirse a sí mismo alrededor de
Kurt
. Pero el perro estaba bien. La única que se había asustado había sido Katrin. A pesar de todo, lo cargaron entre los dos y lo trasladaron hasta la puerta de casa.
Kurt
se quedó dormido entre los cuatro brazos y resultaba bastante pesado.
—¿Quiere entrar? ¿Quiere un café? —preguntó Max. (Pensó que antes había dicho la frase a la ligera, sin concederle su verdadero valor.)
—No, muchas gracias. A lo mejor otro día —respondió Katrin.
(«Obviamente, se utiliza demasiado esta frase; en el cine y en lo cotidiano», pensó Max.)
—¿Cree que querrá quedarse el perro en Navidad? —preguntó él.
—Yo creo que sí —contestó Katrin—. No sé por qué pero, de alguna manera, me gusta.
Beate, una amiga de Katrin, la había invitado a cenar en su casa el lunes. En realidad, no lo hacía por invitarla a cenar, sino para que la escuchara. Sólo que le consentía que, entretanto, comiera un poco. Y realmente bastaba con comer un poco. Porque lo que cocinaba Beate no solía ser como para comer mucho. No estaba bueno. Nunca estaba bueno.
—No sé qué habré hecho mal —solía reconocer Beate al ver que nadie lograba terminarse el plato.
—Todo —estuvo a punto de decir Katrin.
Beate tenía con la comida la misma relación que con el amor. Ya hacía tres años que los devaneos de Beate con el amor giraban en torno a Joe. Joe era el personaje determinante y el tema que daba el sentido más profundo a su amistad con Katrin. Sus encuentros se estructuraban alrededor de dos preguntas centrales: «No sé qué es lo que hago mal» y «¿Qué tengo que hacer entonces?». Las respuestas que Katrin no llegaba a formular eran respectivamente: «Todo» y «Todo lo contrario». Siempre se le quedaban en la punta de la lengua. A veces se le resbalaban, se escapaban y acababan desplomándose contra aquel plato que nunca llegaba a terminarse. Y eso Beate no lo podía resistir. Entonces solía cortar la relación por un tiempo; hasta que decidía que iba a dejar a Joe y que «esta vez es definitivo». Siempre era lo mismo. A menudo pasaban varios días hasta que retomaba el contacto con Katrin por teléfono y le daba la noticia. Y así se restablecía su amistad.
A aquella noche con Beate y el espíritu de Joe le había precedido un día bastante agobiante. Al doctor Harrlich, oftalmólogo, le había caído encima de buena mañana una avalancha de nieve desde un tejado y se había puesto perdido. Se sentía humillado y sucio y no se encontraba capacitado para echarle una mano a su ayudante.
—Mi hermosa señorita, confío plenamente en su capacidad de trabajo, en su saber hacer y en su juventud —le dijo arrollado (por la nieve). Y abandonó la consulta.
La sala de espera estaba llena de gente. La niebla, la nieve y la fusión de ambas que había tenido lugar en los últimos días dificultaban la visión, y gran parte de la población acababa acudiendo a la consulta de un oftalmólogo para revisarse la vista. Como la filosofía del doctor Harrlich era: «Todo el que atraviesa el umbral de la puerta de mi consulta es un paciente y será atendido de inmediato», (una filosofía que se sacó de la manga sin previo aviso), pues aquello también era válido en su ausencia y Katrin había sacrificado su descanso de mediodía por una docena de pacientes a los que había que atender de inmediato. Entretanto, en uno de esos peores momentos que las madres parecen olfatear, la había llamado la suya por teléfono con la siguiente amenaza:
—Tesoro, tenemos que hablar sobre las Navidades. No puedes hacerle eso a tu padre. —«Eso» era tener un perro—. Y a ver quién es ese tal Max, porque nunca nos has hablado de ningún Max. De un Martin sí, pero Max…
—Es uno que trabaja con fotos porno —respondió Katrin para alejar a su madre de cualquier pensamiento precipitado relacionado con una boda.
—¡Qué horror! —suspiró ella al teléfono—. ¿Y a un personaje así le cuidas el perro? Tesoro, ¿qué te está pasando? Tu padre está preocupado…
Sí, y Max había llamado. Katrin atendió la llamada en la sala de consulta del doctor Harrlich. Sin saber por qué, pero lo hizo. Dos pacientes estaban haciéndose la revisión al mismo tiempo y les pidió que mientras tanto fueran haciendo el test de agudeza visual en voz baja.
Max quería darle las gracias por el paseo. Le dijo que
Kurt
no sabía lo bien que le había ido dar aquel paseo con ella. Que le haría mucha ilusión (no dejó claro si a
Kurt
o a Max) que Katrin se pasara por su casa algún día de esa semana después del trabajo. Que él (Max) prepararía un pastel de pera, que era su gran especialidad. Que era mal cocinero, más bien nulo, que no sabía hacer unos huevos fritos sin convertirlos en revueltos antes de que llegaran al plato. Pero el pastel de pera, hay que ver cómo le salía, le tenía pillado el punto. Con aquella receta se había metido en el bolsillo a todas las abuelas del barrio. Y Katrin tenía que probarlo; a ser posible, esa misma semana. Le dijo que fuera cuando quisiera, que él no tenía planes. Que era dulce aunque tenía un toque de acidez (el pastel de pera), pero no mucho. Él (Max) solía estar en casa por las noches trabajando. Katrin no pudo evitar pensar en las fotos de chicas desnudas.
—Esta semana ando fatal de tiempo, tengo muchos compromisos —mintió. Pero tuvo la sensación de que le había quedado bien. Sobre todo la palabra «compromisos», con todas esas oes tan redondas, tan inaccesibles—. Aunque a lo mejor mañana tengo un rato suelto por ahí en medio.
Cinco años antes, Katrin sólo habría utilizado la palabra «mañana» para formular la respuesta. Nada de «a lo mejor» ni «un rato» ni «en medio». Ahora ya no se dejaba convencer tan fácilmente, se andaba con más precaución.
—Cuando quiera —respondió Max.
Él debía de ser muy diferente a ella, pensó Katrin: seguramente el polo opuesto.
Beate había preparado risotto de pollo. Katrin probó un trozo de pollo y apartó el resto en el bordillo del plato; se llevó a la boca una cucharadita de arroz y repartió el resto junto a los pedazos de pollo; se comió lo que quedaba (cinco pasas) y le pidió a Beate un poco de pan.
—No sé qué es lo que hago mal —dijo Beate. No se refería al risotto; estaba hablando de Joe. Joe era músico. Katrin nunca lo había visto. Casi siempre estaba de gira con su grupo. Beate en ese sentido era muy comprensiva; no le importaba lo que hiciera o dejara de hacer.
«Es que la música es su vida, ¿sabes?», decía a menudo. Él era guitarrista o bajista o batería; tocaba con un grupo de rock o de folk o, a lo mejor, en una banda de jazz. «Pero es que no le gusta hablar de su trabajo, ¿sabes? Le gusta separar el trabajo de la vida privada y cuando está conmigo, está conmigo», afirmaba Beate.
Casi todas las frases que se referían a Joe (o sea, casi todas) empezaban con un «es que» y culminaban con un «¿sabes?». Esa estructura iba orientada a arrojar luz sobre aspectos que pudieran parecer defectos de Joe y convertirlos en virtudes del muchacho a la par que en un halago para ella misma; todo acababa demostrando que él era un gran tipo y que sentía un gran amor por ella.
Hacía tres años que Katrin había conocido a Beate en la autoescuela. Se sentaba a su lado; se veía que no tenía ningún interés en la clase (eso le hizo gracia a Katrin) y que acababa de enamorarse (eso no le hizo tanta gracia). Después de tres clases, Katrin ya habría podido aprobar la teoría en un examen sobre Joe. Conocía todas las incidencias ocurridas en las tres semanas que llevaba con Beate y se sabía de memoria la ficha técnica: carga, tara, modelo, prestaciones, tipo de frenos y chasis.
Había embestido contra Beate en un bar. Joe se había quedado allí colgado después de un concierto. Por aquella época tenía problemas con su ex por el tema del piso. Ella no le dejaba entrar. Beate había salido con tres amigas: dos de ellas aburridamente casadas y la tercera metida en una historia aburridísima. Es decir: todas locas por vivir una aventura. Beate, en cambio, andaba buscando otra vez «algo más fijo»; no tenía por qué ser «una cosa muy fuerte», pero quería que tuviera un poco más de futuro que sus relaciones anteriores.
Las cuatro llevaban ya tres horas comentando lo «mono» que era Joe: allí sentadito sin decir nada, fumándose un porro detrás de otro (para elaborar todo el tema del piso). Habían decidido que lo único que le fallaba era el pelo: tendría que cortarse las puntas. Al estar todo el tiempo sentado y un poco encorvado barría el suelo con el pelo y daba un aspecto algo sucio. Pero era un hombre que sin aquella manta, rasgo de identidad subcultural, habría parecido que le faltaba algo, que le habían arrancado la cabellera.
Y ya cuando las invitó a una ronda de tequila, las cuatro se pusieron a mil. Sobre todo Beate. Porque Joe sólo tenía ojos para ella. (Katrin lo relacionaba con el hecho de que fuera la única que vivía sola.) Fuera como fuera, como recompensa por centrar su mirada en ella, dejó que esa noche durmiera en su casa.
—Es que es un artista, ¿sabes? Por eso es que tiene ese aspecto un poco salvaje, ¿sabes? —le explicó después a Katrin—. Pero es muy pulcro. Imagínate que llevaba encima un cepillo de dientes —le reveló a su amiga.
—O sea, que os acostasteis juntos ya la primera noche —le dijo Katrin.
—Pues es que la verdad es que no era ésa la idea, ¿sabes? Pero surgió así espontáneamente —respondió Beate. Y soltó una sonrisita maliciosa.
Y así habían pasado tres años. Lo que ocurría es que la espontaneidad de Joe se desataba continuamente lejos de Beate. Aquélla era una de esas historias de amor unilaterales que se caracterizan por el hecho de que en el fondo no hay nada, pero se alimentan constantemente de la ilusión por todo y la espera de mucho. Al menos así lo describía Beate. Porque Joe no estaba. Una de las pocas cosas que ella sabía por él eran sus cinco historias involuntarias con otras mujeres.
—Es que cuando se ha querido dar cuenta ya estaba dentro, ¿sabes? Es que es un tío que se deja llevar por las emociones, ¿sabes? —le contó a Katrin (en las cinco ocasiones)—. Pero tampoco significa nada para él. Dice que sólo me quiere a mí.
Lo cierto es que después de esa frase solía perder la compostura y se le saltaban las lágrimas. Alguna vez había probado con otras palabras: «Es que él no lo ve como un engaño. Si no, intentaría mantenerlo en secreto, ¿sabes? Pero eso es la prueba de que para él no significa nada. Que sólo me quiere a mí». Pero esta versión también acababa normalmente en llanto. Y entonces Katrin tenía la oportunidad de preguntar: «¿Y no sería mejor que lo dejaras?». Una pregunta absurda porque Beate «no dejaba a nadie»; a Beate «la dejaban». Así es que ella reaccionaba con una pregunta indirecta con la que pretendía desviar el tema: «No sé qué es lo que hago mal». Katrin pensaba «todo» y no decía nada.
El día del risotto de pollo Joe había desaparecido en el último momento, cuando estaba a punto de iniciarse el fin de semana a solas que le había prometido. Le habían salido unos días de gira.
—¿Y suele enterarse de que tiene concierto el día anterior? —preguntó Katrin.