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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (20 page)

BOOK: La huella de un beso
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Y ella decía… No; ella susurraba, le decía al oído: «Por favor, bésame». Max ya conocía aquella frase; prácticamente aparecía en todas sus pesadillas. Y era el punto en el que los sueños de Max, en un acto de solidaridad, lo devolvían a la realidad y se veían interrumpidos a causa de una amenazante indisposición. Pero esta vez, para su sorpresa, el sueño continuaba. Sus lenguas se tocaban y de nuevo aparecía esa hipersensibilidad, ese temporal de sentimientos, esa pendiente emocional entre el más ávido deseo y la náusea espontánea. Era una copia certificada de lo sufrido realmente en su experiencia traumática con Katrin.

El motivo de su problema gástrico tampoco era nuevo; era normal que le viniera a la mente la imagen de Sissi «la gorda» con todos sus olores y esencias. Lo que sí era nuevo era la transformación que sufría según avanzaba el beso. Cuanto más aguantaba, más se iba alejando Sissi de su apariencia infantil para convertirse en una mujer adulta. Y también Max tenía la sensación de estar madurando con el beso.

Claro que, entretanto, había momentos de auténtico malestar; en varias ocasiones tuvo que rehusar a Katrin suavemente, apartarle la lengua, respirar profundamente. Pero ella no se lo tomaba mal; tenía paciencia y comprensión. O puede ser que no se diera cuenta de que él estaba enfrentándose a un grave problema.

De vez en cuando él se apasionaba y se entregaba al beso; se olvidaba de su cuerpo, cerraba los ojos y se concentraba sólo en la boca de ella y en la vida interior que estaban compartiendo. Entonces la imagen de Sissi, cada vez mayor, se hacía también cada vez más clara. Hasta que de repente aparecía sentada en el sofá observando cómo se besaban. Era más o menos de su edad, rubia y rellenita, con pinta de conservadora, pero vestida con muy buen gusto. Despedía un discreto aroma a violetas mezclado con el agradable perfume de la crema de manos.

—¿Se mezcló en vuestros juegos amorosos? —preguntó Paula impaciente. Y apoyó la cabeza en una de las rodillas.

—Pues claro que no —dijo Max—. ¿Te crees que es un sueño porno?

—¿No quería que la besaras? —preguntó Paula decepcionada.

—No, sólo quería mirar, quería observarme.

—Quería ver qué tal se te dan los besos —aclaró Paula.

—Exactamente —dijo Max.

—Y éste se te dio bien —continuó Paula.

—Muy bien.

—Y quieres que yo te explique por qué —dijo Paula.

—¿Sabes por qué? —le preguntó Max.

—Por supuesto —le dijo ella—. Porque estaba Sissi «la gorda». Y porque ya no era gorda ni desagradable. Porque te mostró lo caduco de tu espejismo. Porque te ayudó a elaborar el trauma de tu infancia.

—Eso suena a Freud —dijo Max.

—¿Crees que estas cosas me las invento yo? —preguntó Paula—. Bueno, en cualquier caso, yo en tu lugar iría a buscarla cuanto antes.

—¿A Katrin? —preguntó Max.

—No, a Sissi «la gorda».

—¿Tú estás loca? ¿Cómo voy a encontrarla? ¿Y qué voy a decirle? ¿«Buenos días, mi nombre es Max. Cuando doy un beso pienso en usted, señora, y entonces me entran ganas de vomitar. Me pasa desde hace casi veinte años.»? ¿Le digo eso?

—Esto no son bromas. Me parece que voy a tener que hacerme cargo yo de la situación —dijo Paula aburrida.

—¿Lo harías? —le preguntó Max.

18 de diciembre

El amanecer fue gris oscuro. La mañana, gris intenso. El mediodía fue gris claro. La tarde, gris intenso. El anochecer fue gris oscuro. La noche anterior y la siguiente, negras. Y, entretanto, cayeron finos copos de mordaz nieve gris plata.

En uno de los momentos más luminosos del día, Katrin había quedado con su madre. Tenía que hablar urgentemente con ella (la madre con Katrin). Lo necesitaba desde hacía una semana pero, como en aquel momento la urgencia ya había alcanzado su cota máxima, el estado de inquietud de la madre había podido estabilizarse con una llamada telefónica. Ella, de momento, se había quedado conforme, pero alguna vez tenía que ser; y Katrin pensó que un martes en el que los grises urbanos iban alternando incansables su turno podría estar predestinado para solventar obligaciones aplazadas que, una vez resueltas, dejarían paso a otras nuevas más actuales.

Antes de mediodía, Katrin ya había conseguido agenciarse ocho regalos con los que podría quedar bien esa Navidad con familiares y amigos indistintamente; todos eran intercambiables y compatibles. Es decir: cualquiera de ellos iba bien para cualquier compromiso; ni siquiera era necesario conocer en persona a esa tía lejana que en esas fechas, de repente, se convertía en una presencia cercana y amenazante. Katrin había comprado bases para los soportes de las velas aromáticas, bandejitas para depositar el filtro del té o las infusiones, y unos dispositivos para introducir en la bañera las perlas de aceites medicinales. Con esos objetos no había manera de fallar y el agasajado solía exclamar entusiasmado: «¡Ay, qué original! No sabía que existiera algo así». La gente agradecía todo lo que se alejara un poco del ladrillo de toda la vida: el tradicional paquete de café descafeinado de cuarto de kilo.

Cuando Katrin entró en la cafetería, a su madre ya le habían servido el té. Sonreía como si se hubiera tomado una sobredosis de edulcorante y lucía esa mirada «hija, qué-pinta» que ondean las madres que están continuamente a punto de irse a pique de tanta preocupación.

—¿Qué pasa, tesoro, que ya no comes? No eres más que piel y huesos —se lamentó cuando su mirada ya no podía soportar el grado de inquietud derivado del cúmulo de preocupaciones.

Adaptándose a la situación, Katrin se pidió un vino tinto caliente. En realidad, no le gustaba, pero lo necesitaba. Su madre frunció la boca y se miró el reloj para medir en tiempo real la curva de alcohol en sangre de aquella hija entregada a la depravación. Al ver la hora, meneó la cabeza con desaprobación.

—Tesoro, tu padre está realmente preocupado —le dijo.

Era una suerte que su madre estuviera casada, pensó Katrin. De lo contrario, habría tenido que cargar ella sola con todas esas toneladas de serias preocupaciones.

—Mamá, yo estoy bien. Me va todo bien. Tengo mi vida —dijo Katrin. Y esas palabras recolectaron un ramillete de miradas maternales compasivas, esbozadas en representación de la figura paterna, cuyas serias preocupaciones no habían logrado minimizar.

La madre controló estoicamente las lágrimas hasta que su niña se tomó el segundo vino. Le habló de algunas compañeras de colegio, que estaban felizmente casadas y que habían preguntado por Katrin, le explicó la gira que tenía programada para enero por consultas de todas las especialidades médicas (incluida su revisión oftalmológica mensual) y le contó los documentales médicos más interesantes que había visto la semana anterior en la tele (debía de haberse perdido «Detección precoz y métodos efectivos en la lucha contra la hepatitis E»). Además, le enseñó unas fotos nuevas del último bebé de una de las tres hijas de la tía Helli, para ver si así a ella también le entraban ganas. Pero a Katrin le apetecía más tomarse un vino caliente.

Para terminar, hablaron sobre las Navidades y la celebración de su treinta cumpleaños, de la idea que se había hecho Katrin y de lo que quería que le regalasen sus padres. No se había hecho ninguna idea y no quería nada que tuviera que ver con sus padres, aparte de tranquilidad y cero presiones. Bueno, sí: deseaba que sus padres dejaran de preguntarle qué era lo que quería y qué esperaba de ellos. Porque, en realidad, eran ellos los que esperaban y deseaban una cosa para ella que, en realidad, tenía que venir de ella para ellos: un hombre. Al menos el tema del perro, que excluía la Nochebuena en familia, no salió a relucir. Su madre lo habría olvidado, o tapado, o pensaría que no iba en serio. «Lo aplazaremos por unos días», pensó Katrin.

—Hija, estuvo en casa —dijo después su madre con la voz de quien se ha quedado embarazada por esas cosas del destino. Y entonces aparecieron las primeras lágrimas, precipitándose por los surcos que en su rostro habían hendido todas las preocupaciones. La conversación avanzaba decididamente hacia su punto álgido. Katrin necesitaba un buen trago de vino caliente—. Y volvería ahora mismo contigo sin pensárselo dos veces —le anunció la madre en tono festivo.

Dios mío, Aurelio. A Katrin le sobrevino una visión terrorífica: la foto de la boda enmarcada en un portarretratos dorado colocada sobre el televisor de los Schulmeister-Hofmeister, en el mismo lugar en el que ahora se encontraba, enmarcada en madera, la foto de su confirmación. Probablemente, papá y mamá entonaban diariamente sus rogativas ante ella.

Si él le hubiera dado un poco más igual, Katrin se habría casado para darles una alegría a sus padres; y se habría separado tras la muerte de sus progenitores. Porque, en realidad, no tendría ni que haberse acostado con él. A los niños ya los habrían adoptado en algún sitio. Pero es que Aurelio no le era totalmente indiferente; cuando pensaba en él, le picaban los riñones y se le arqueaban las uñas de los pies. No podía imaginarse compartiendo la cama con él, camisón contra pijama, ni una sola noche. Prefería dormir un mes con
Kurt
, con el bocadillo relinchante lleno de babas colocado entre ambos.

—Mamá, yo no lo quiero —dijo Katrin.

Su madre se mordió los labios y esperó que esgrimiera un argumento mejor. Y así fue como se enteró.

—Estoy enamorada de otro.

No era una táctica inteligente, pero a Katrin le apeteció darle la noticia. En primer lugar, sonaba bien; en segundo, a lo mejor su madre era tan amable de transmitírsela a Aurelio; en tercero, combinada con el vino, aquella frase la reconfortaba en su interior. Además, ya estaba un poco bebida y se permitía saltarse, excepcionalmente, la prohibición de pensar en Max.

—¿Otro? —preguntó mamá. Aquella palabra contenía un tercio de espanto, un tercio de entusiasmo y uno de ensimismamiento—. Pero ¿no será el del perro?

Ya volvía a acordarse de él. Con lo poco sensible que era Ernestine Schulmeister-Hofmeister en el manejo de los sentimientos de su hija, había cosas que no se le escapaban.

—¿Y éste que hace? —preguntó la madre.

—Un pastel de pera muy bueno —le respondió Katrin.

—¿Y cuándo lo vamos a conocer?

—Cuando lo haya conocido yo —contestó Katrin.

Mamá esbozó una sonrisa amargo-edulcorada.

Kurt
volvía a ser el mismo de siempre. Por la mañana temprano durmió muy profundamente. A media mañana durmió bastante profundamente. A mediodía disfruto de un sueño profundo. A media tarde durmió bastante profundamente. Al anochecer durmió muy profundamente. Y entretanto, Max lo arrastró dos veces a la calle y una, con el hocico por delante, hasta el recipiente de la comida. Probablemente, logró introducir esas actividades en el sueño sin llegar a despertarse.

De madrugada, Max había vivido una experiencia impactante al descubrir que era un hombre en edad laboral y en activo. Tras el shock no había podido volver a dormirse. Más bien lo contrario. Porque se dio cuenta de que sus jefes también debían de saber que él era un hombre en edad laboral y que estaba en activo y que estaba en sus manos. Ellos podían influir en su actividad haciendo que cesara. En resumen: «El rincón de Max» iba con un día de retraso, el periódico local no podría publicar la cartelera porque Max no la había escrito y nadie más se preocupaba de aquella sección, y
Vivir a cuatro patas
cerraba edición los martes por la mañana; o sea, que tenía que entregar la columna urgentemente; si es que la hubiera redactado, pero no era el caso.

Y en el cajón del escritorio tenía amontonadas las fotos de desnudos que no había llegado a comentar para la Rätselinsel. Tenía que escribir unas líneas rápidas para cubrir alguno de los cuerpos. Eso iba a ser lo primero que haría. Era el trabajo que le ofrecía mayores posibilidades de poner en marcha su flujo sanguíneo a esas horas de la mañana. Eligió a la chica que más se parecía a Katrin y le escribió un texto conmemorativo, casi lírico: su novio acababa de dejarla porque no soportaba más sus infidelidades y ella había decidido meterse a monja y se había hecho aquella foto desnuda en las playas de Malibú para despedirse del género masculino y de los placeres de la vida.

Avanzaba la tarde y Max todavía no había redactado la columna.
Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo y por consiguiente, como siempre, tampoco podía aportar nada. Max no tenía ganas de pensar en otra cosa que no fuera Katrin. De repente quería tener con ella siete hijos; que fueran todas chicas, que se parecieran a su madre, y tenerlas ahora sentadas en el regazo cantando: «Luna, lunera, cascabelera». A ocho voces; él haría el bajo.

Empezó a escribir después de haber entonado para sus adentros la canción entera. El texto lo escribió con los dedos pero no con la cabeza. No le puso palabras a una historia vivida antes en primera persona, sino que primero puso las palabras, después dejó que bullera su imaginación, y de ahí surgió una especie de trama. Para unos lectores que confiaban en los hechos y la ciencia que se ocultaba tras las historias de animales, aquello era maligno e inaceptable; ya lo sabía. Pero, por suerte,
Vivir a cuatro patas
no tenía lectores. Por eso había escrito una leyenda para él y para Katrin. De aquella manera podrían pasar juntos unos minutos apasionados.

ESA MIRADA FIEL, nº 84

Título: «
Kurt
cuenta una historia de cama»

Texto: «Queridos amigos de los animales, queridos amantes de los perros, queridos aliados del braco alemán de pelo duro:

Hoy tengo que contarles una historia sorprendente.
Kurt
ha pasado la noche en una cama ajena. ¡Y menuda cama! Pero la historia tiene sus antecedentes: una mujer maravillosa nos invitó a su casa. Con toda probabilidad era la mujer más hermosa que había en ese momento en este mundo. Cuando nos miraba, ninguno de los dos sabía dónde meterse.
Kurt
la vio y cayó al instante enamorado. A mí sólo me costó unos segundos más. (Los seres humanos tenemos mecanismos cerebrales más complejos que los perros.) Cuando ella lo acariciaba,
Kurt
se ponía colorado (y le daba gracias al Dios de los perros porque por debajo del pelo no se le podía notar); el pelo duro se le encrespaba, como electrizado por el contacto. Si me acariciaba a mí… Por desgracia eso no era más que un pensamiento atrevido. Yo tuve un día de perros y me marché enseguida a casa. A
Kurt
le dejó quedarse más tiempo. Dejó que pasara la noche a su lado. Y
Kurt
fue el macho de braco alemán de pelo duro más feliz del mundo.

Cuando, al día siguiente, pasé a recogerlo,
Kurt
había cambiado. Debía de tener por lo menos tres años menos y era mucho más ágil. Saltaba, jugaba, ladraba y aullaba que daba gusto (e incluso más). Yo, enseguida me di cuenta de su estado de ánimo: sus ojos cúbicos color café estaban cubiertos con un suave velo salpicado de corazoncitos dorados.

Ustedes ya saben, queridos amigos de los animales, queridos amantes de los perros, queridos aliados del braco alemán de pelo duro, que hay ocasiones para entablar conversación con nuestros amados animales. Nosotros les planteamos preguntas y ellos nos responden ladrando y de la manera en la que saben hacerlo.

Se imaginarán que ese día había una cuestión que me interesaba por encima de todas las demás: ¿qué tal en la cama con esa mujer maravillosa?
Kurt
, por suerte, no es de esos perros que saben guardar secretos; si es que ha alcanzado un grado tan elevado de emocionalidad. Así es que lo invité a sentarse conmigo y lo sometí a un interrogatorio cruzado. Él aceptó, se acomodó descuidadamente sentándose con las patas flexionadas, apoyó la cabeza en mi hombro y se mostró dispuesto a conversar.

¿Había podido pegar ojo teniendo al lado a esa mujer? No (sonido largo y agudo). ¿Se había pasado la noche vigilando y observándola? Sí, no pudo evitarlo (sonido breve, potente y gutural). ¿Qué llevaba ella puesto? ¿Un camisón blanco? Sí. ¿Transparente? No lo sabía y le daba igual (sin sonido). Pero ¿llevaba alguna decoración? Sí. ¿Gatitos? No. ¿Florecitas amarillas, girasoles? Más bien sí (sonido breve y gutural pero débil).

¿Cómo dormía? ¿De espaldas? No. ¿Boca abajo? Sí. ¿Con la cabeza hacia un lado? Sí. ¿Hacia su lado? Por supuesto. ¿Qué era lo que más le había gustado de ella? ¿Sus largas pestañas? Sí, mucho (dos sonidos breves, potentes y guturales). ¿La manera en la que apoyaba la mejilla contra la almohada? Sí, mucho. ¿Cómo se rascaba la nariz en sueños con el dedo meñique? Sí, mucho. ¿Cómo tragaba saliva y respiraba y soplaba? Sí, mucho. ¿Olía bien? Sí, mucho. ¿A qué? No supo decirlo. En cualquier caso, a estofado de pulmón no (bostezo).

¿Qué tal está al despertarse? Muy guapaaaaaaa (los ojos cúbicos color café cambian de forma y se convierten por unos instantes en corazoncitos). ¿Tiene los ojos somnolientos más hermosos que
Kurt
ha visto en su vida? Sí, sí, sí, los tiene, sin duda (tres sonidos breves, potentes y guturales).

Y ahora pasemos a la pregunta más importante:
Kurt
, ¿quiere tomar a esa mujer, junto a la que ha pasado una noche deliciosa según se deduce de los inigualables ejemplos arriba descritos, como fiel amita? Si es así, responda: Sí, quiero.
Kurt
produjo un sonido breve, potente y gutural. ¿Le he entendido bien? ¿Quiere prescindir de los servicios prestados hasta el momento por su amo fiel, quien, además, le ha dedicado cientos de líneas llenas de cariño, a favor de su nueva ama?
Kurt
produjo entonces un sonido increíblemente largo y agudo. No quería eso, en absoluto.
Kurt
, ¿desea tener a ambos? Tres sonidos breves, potentes y guturales. No había duda. ¿Quiere que vivan los tres juntos? SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ.
Kurt
se enderezó y, agradecido, me embalsamó la garganta con el fluido de su lengua.

Queridos amigos de los animales, queridos amantes de los perros, queridos aliados del braco alemán de pelo duro, así llegamos al final de nuestra historia. Les enviamos besitos desde el hocico de
Kurt
y saludos navideños de su amo Max.»

BOOK: La huella de un beso
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