—No te asustes de cómo está esto —dijo Franziska. Y le tendió el codo para saludarla.
Katrin se asustó de cómo estaba su amiga. Había sido devastada por las niñas y olía a plátano. Además, desde su fase tormentosa, había engordado unos veinte kilos. Pero es que ya el pelo debía de pesarle cinco. Se notaba que Franziska ya no encontraba tiempo para cuidarse. Ni motivo.
—¿Qué haces para mantenerte tan delgada? —preguntó Franzi. Aunque conocía la respuesta y, además, le daba igual; pero sabía que a Katrin no le daba igual. Leni (o Pipa) ya había dejado el ficus medio calvo; tomó carrerilla y le saltó encima a Katrin, lo cual llamó la atención de Pipa (o Leni), la azotasartenes, que dejó caer el instrumental de cocina y se le colgó a Katrin del cuello.
—¡Qué efusivas las dos! —gritó Katrin con la esperanza de ser liberada por la intervención de la madre con una palabra autoritaria. Pero Franziska dibujó una sonrisa «así-son-los-niños» para disculparlas. Así eran los niños cuando alguien carecía de la energía necesaria para actuar en contra.
—Qué ricas… —dijo Katrin.
«… Para morderlas», pensó.
Después hubo sesión de fotos. Estuvieron viendo los álbumes de Leni y Pipa con uno, dos, tres años y edades intermedias. Entretanto, las niñas hacían gimnasia cabeza abajo.
Mientras se comían la pizza precocinada no hubo mucha oportunidad de hablar sobre cuestiones personales; Pipa y Leni también estaban con ellas y no paraban de recordárselo.
—Eric parece otro —dijo Franziska con calma, en un tono que a Katrin le recordó una época más sencilla—. Voy a ver un tiempo y, si no, le pido el divorcio.
¿Qué quería ver exactamente? El dato pasó desapercibido, ahogado entre los gritos de las gemelas hambrientas.
—¿Y tú? —le preguntó a Katrin, quizás con la esperanza de que le contara algo sobre la vida.
—Yo estoy enamorada —respondió Katrin y se quedó alucinada con sus propias palabras y por cómo sonaron.
—Enseguida me he dado cuenta —le dijo Franzi—. ¿A qué se dedica?
—Todavía no lo sé —respondió Katrin.
—¿Te quiere? —le preguntó ella.
—Todavía no lo sé —respondió Katrin.
—¿Es bueno en la cama? —le preguntó ella.
—Todavía no lo sé —respondió Katrin.
—¿Se te pone la piel de gallina cuando te besa? —le preguntó ella.
—Todavía no lo sé —respondió Katrin.
—¿Quieres saberlo? —le preguntó ella.
—Ah, sí, por supuesto —respondió Katrin. Y sonrió avergonzada.
—¿Y entonces qué estas haciendo aquí? —preguntó Franziska.
Eso sí que era una buena pregunta, pensó Katrin. Se quedó un rato para ayudarla al menos a transportar a las niñas a un estado previo al de la calma nocturna y se despidió de su amiga con un esbozo de abrazo; Pipa y Leni colgaban entre ambas.
Katrin llegó a casa sin aliento. Había vuelto atravesando el parque. Sentía la urgente necesidad de que Max la besara. Quería precipitar la situación para que se dieran, cuanto antes, las circunstancias adecuadas, y que ese anhelo tuviera perspectivas de ser satisfecho. Fue como una bala hacia el teléfono. Tenía dos mensajes en el contestador. El primero era de Aurelio. Katrin se frotó una rodilla contra otra y se mordió el labio inferior. «Katrin, cariño, espero que no estés enfadada porque no te llamé ayer. Te lo había prometido, pero es que en este momento en la notaría tenemos muchas turbulencias…» Katrin se tapó los oídos y sólo pudo percibir palabras aisladas: «que sepas», «la única», «al cine», «Navidad», «hablado con tu mamá», «llamar», «cuando quieras», «mañana otra vez», «buenas noches, cariño», «soñar contigo». Prueba superada. Fin.
El segundo mensaje tenía que ser de él y era de él. Katrin se apretó el auricular contra la oreja. «Hola, Katrin, soy Max. Te he mandado un e-mail. Te echo de menos.» El ordenador tardó tres minutos en arrancar. En ese tiempo Katrin redujo el tamaño de seis de sus uñas. Había dicho «te echo de menos». Katrin se repitió veinte veces la misma frase para superar la fase de espera. Se había quedado en camiseta pero aún estaba ardiendo, deseando recibir noticias suyas. Primero aparecieron ante sus ojos dos mensajes nuevos de Aurelio. Estaba empezando a odiarlo. ¿Cómo podía tener el descaro de inmiscuirse en su vida por vía electrónica y bloquearle el acceso a asuntos más importantes? Borró sus mensajes sin leerlos, abrió el de Max y empezó a leer:
«Querida Katrin, me has escrito: “Espero que hayas tenido una tarde relajante, reposada y satisfactoria”. No creo, Katrin, que esperaras que tuviera una tarde insatisfactoria pero, por si acaso, tus expectativas se han visto superadas; he tenido una tarde horrible. Después me escribes: “Si mañana te apetece pasar un domingo tranquilo, me puedes traer a
Kurt
. De todas formas creo que sale demasiado poco”. Me encantaría llevarte a
Kurt
pero no quiero pasar un domingo “tranquilo”. Me gustaría pasar la tarde del domingo contigo. Cuando te lleve a
Kurt
, ¿podré entrar a tu casa con él? Katrin, me he dado cuenta de lo que pasa y quiero explicártelo si me das la oportunidad. No puedo dejar de pensar en ti y me gustaría volver a verte. Por cierto,
Kurt
no sale demasiado poco. Cada vez que sale ya es demasiado para él. Si fuera por
Kurt
, los perros no saldrían nunca. Ojalá que hasta mañana, Max. P.S.: Gracias de nuevo en nombre de
Kurt
por el bocadillo que relincha. Ambos lo llevamos en el corazón.»
«Hola Max», Katrin respondió al instante, «me encanta la idea de que vengas con
Kurt
. Te dejaré entrar. Y te puedes quedar más tiempo».
Después se tumbó en la cama, se mordió las cuatro uñas que le quedaban intactas y repitió mentalmente: «No puedo dejar de pensar en ti y me gustaría volver a verte». Varias veces con diferente entonación. Realmente se lo había escrito él. ¿En qué tono lo habría pensado?
—¿Cómo llevas lo de los besos? —le preguntó Paula. Y le pasó el brazo por el hombro.
Era domingo por la mañana. Fuera caían chuzos de punta. Los ciudadanos de ese país volvían a ser castigados climáticamente por gozar de aquel estado de bienestar y, sin embargo, mostrarse siempre tan insatisfechos.
A Max todavía le quedaba una semana para escapar del escenario de la hipocresía navideña, de la monstruosa feria de muestras organizada por los altos dignatarios y los listillos del mundo de las finanzas y de la religión. Una semana más antes de salir para las Maldivas, donde se suponía que brillaba ese sol que llevaba meses desaparecido. Max estaba nervioso. Pero no por eso.
Paula había preparado una infusión asquerosa con una mezcla de 26 hierbas desconocidas que, a su vez, combatían 26 enfermedades, también desconocidas, antes de que llegaran a hacer su aparición. Paula era farmacéutica. A sus clientes les daba medicamentos; a sus amigos, remedios. Max era uno de sus mejores amigos. Nunca le dejaba irse si no se había tomado al menos tres tazas de infusión especial.
¿Que qué tal llevaba lo de los besos?
—Todavía tengo la fobia —confesó Max.
—¿No podrías usar otra palabra diferente a «fobia»? —le preguntó Paula.
No podía. No había ninguna palabra que describiera mejor lo que le sucedía cuando tenía que dar un beso.
—¿Y qué tal de amores? —preguntó Paula—. ¿A que tienes a alguien?
—Podría tenerla —respondió Max.
—O sea, que todavía no la has besado —dijo Paula. Correcto—. Y ella tampoco sabe la suerte que tiene de que todavía no la hayas besado. —Eso también era correcto—. Y tú seguramente no piensas revelarle tu problema. —Ahí se equivocaba.
Max le dio un gran sorbo a la infusión para tener en la boca la amargura suficiente para anunciarlo.
—Se lo voy a decir hoy.
—¿Tú estás loco? —le preguntó Paula—. ¡No lo hagas! Eso no puede entenderlo ninguna mujer a no ser que esté enamorada perdida.
—Sin un beso no va a caer ninguna enamorada perdida —le respondió Max.
—Pues si se lo dices, ni perdida ni encontrada —dijo Paula.
Ya lo habían discutido muchas veces. Pero desgraciadamente el tema no terminaba nunca. Era como lo de la gallina y el huevo. ¿Qué era lo que le daba la estocada final a una relación con Max: la confesión o el beso?
Antes de convertirse en amigos, Paula fue una de las víctimas del beso de Max. Él era cliente. Durante un año ella ni se percató. Él no podía hacer mucho porque, mientras desempeñaba su labor en la farmacia, Paula no se fijaba en los hombres. Sólo veía sus recetas. Y un día resultó ser interesante (la receta). Tuvo que elaborar una tintura para una alergia al metal de las latas. Al dársela, se inclinó por encima del mostrador y le susurró al cliente al oído:
—Olvídese de esta porquería, porque no le va a hacer nada. No vuelva a agarrar una lata y ya está.
—Imposible. Se me moriría de hambre el perro. Sólo come estofado de pulmón de lata —le explicó Max.
Y entonces ella lo vio. Y él le gustó. Se le veía torpe pero, de alguna manera, seguro de sí mismo. Y este detalle despertó el síndrome que padecía Paula: «El pobre necesita mi ayuda». Ella también le gustó a él. Visualmente, por supuesto, como suele pasarles a los hombres. Paula era alta, tenía el rostro delicado y los ojos, las cejas, el pelo y la piel como la hermana de Manitú. Debía de tener conocimientos de Medicina y su trabajo en la farmacia sería cuestión de tiempo.
—A lo mejor su problema es otro. A lo mejor es que usted no quiere abrirle más latas —le dijo.
—Eso es verdad. Preferiría que se las abriera él —respondió Max—, pero no tiene energía ni para abrir él solo los ojos y la boca.
Y así la conversación sobre alergias en seres humanos desembocó en cuestiones de psicología canina. Como buscando una coartada, Max consintió en probar una pomada recomendada por ella. Al no notar mejoría, tuvo que volver pasados unos días. Repitieron el mismo proceso. Las pomadas eran cada vez menos eficaces, las visitas más frecuentes y los diálogos fueron ganando en confidencialidad (médica) y en amplitud. El punto de encuentro se trasladó de la farmacia al café de al lado y de allí a uno de los dos pisos. La hora fue desplazándose hacia la tarde dirección noche.
A la luz de las velas Paula era calcada a la hermana de Manitú. Sus ojos brillaban como los de una india, sus brazos y piernas eran delgados, nervudos y musculosos, su piel tenía un color dorado natural y olía a miel silvestre. (Era una mezcla de aceites de hierbas medicinales que actuaban contra procesos inflamatorios, todavía desconocidos, que afectaban a las articulaciones.) ¿Cuál era el problema de Paula? No sólo tenía una boca, sino que tenía una boca grande, con unos labios carnosos que se acercaban cada vez más a Max y que estaban empezando a darle miedo. Las palabras que salían de aquella boca eran exclusivamente de naturaleza pedagógico-curativa. Paula transmitía su erotismo envuelto en poderes medicinales. Le susurraba consejos para combatir cualquier posible enfermedad sin olvidar las afecciones de ninguna parte del cuerpo.
Max se enamoró con todas sus fuerzas, sin receta médica y sin efectos secundarios, de casi toda Paula. Pero entre ellos se interponía aquella boca desmesurada. Paula se dio cuenta de que él desviaba la mirada, de que hacía gestos evasivos, y lo interpretó como un intento de controlar el deseo para que no se precipitara, grosero y desbocado, sobre ella. Esa forma, tan poco frecuente, de intelecto sexual masculino, de contención, dotaba a Max de un atractivo especial. Más adelante, ella le confesaría que habría sido capaz de renunciar a los besos, que sus caricias eran lo suficientemente estimulantes, que él sólo tendría que haber actuado y entonces todo habría ido bien. Y, probablemente, hoy estarían casados y tendrían en casa algún adolescente: un chaval o una jovencita mestiza, curanderos y alérgicos a las latas.
Pero eso no sucedió porque Max rompió en la fase anterior (la de la respiración entrecortada el uno frente al otro) declarando: «Tengo que confesarte una cosa. Y lo mejor es que te lo diga cuanto antes para ahorrarte una sorpresa desagradable…». Sólo con eso ya perdió una parte considerable de su aura. Después soltó: «No puedo besar. Tengo una fobia, me pongo malo». La terapia de choque fue tan fuerte que a Paula se le quedó congelada la sangre en las venas. No faltaba más que una cosa y es lo que vino a continuación: «Pero no es nada personal; en realidad, no tiene nada que ver contigo». Una de las frases-mentira estándar más descaradas de la historia de las historias de amor, que devolvió a Max a la casilla de salida, a la primera vez que apareció por la farmacia, cuando tenía menos atractivo que la receta que llevaba en la mano.
«No vuelvas a decirle nunca a una mujer a la que deseas que no puedes besar», le recomendó Paula unos meses después, cuando ya eran amigos. Y se lo había repetido en muchas ocasiones por teléfono y cada vez que quedaban. La respuesta preferida de Max era: «Vale. Entonces, mejor me guardo todo mi encanto para después: “Cariño, ha sido maravilloso. Conozco una tintorería muy buena”».
El domingo por la mañana, en casa de Paula, con la tercera taza de infusión mezcla de 26 hierbas (un buen protector de estómago para enfrentarse al tema de los besos) volvieron a pasar revista al asunto punto por punto. El encuentro con Katrin era inminente y había dudas sobre cómo debía desarrollarse. Max le dejó hablar a Paula y sólo intervino cuando lo apremiaba alguna pregunta; tenía la sensación de que a ella le sentaba bien hablar sobre cuestiones amorosas ajenas. (Su relación con Sami no ofrecía novedades; podía ser calificada como «sin comentarios e intacta por los siglos de los siglos». Y parecía que no sufrían por eso, aunque tampoco le dedicaban ningún comentario.) Ahora, Paula por fin había encontrado un amplio campo de acción para entrenar su manía de ayudar a los demás. A continuación se muestran las indicaciones, forma de aplicación y dosis recomendadas en el caso de Katrin:
1. Max no podía decirle nada de las náuseas que le provocaban los besos.
2. Con el fin de mantener la situación durante más tiempo, por supuesto, tampoco podía besarla. Objeción de Max: «Pero si ya tendría que haberlo hecho». Respuesta de Paula:
3. Tenía que transmitirle la sensación de que para él un beso era algo tan especial que quería esperar un poco más. Porque: «Si es una mujer diez, ahí vas a ganar puntos; porque va a aumentar su deseo», le explicó Paula. Pregunta de Max: «¿Puedo hacer otras cosas?». Respuesta de Paula:
4. Es estrictamente necesario: tomarle las manos, acariciarlas, estrecharlas, frotarlas, agarrarlas, apretarlas, acariciarle los hombros, darle besitos como los esquimales con la nariz, pasarle la mano por la mejilla, acariciarle el pelo, tomarla por los hombros.
5. También permitido: tocarle los pies con los tuyos, agarrarle suavemente las rodillas, pasarle la mano delicadamente por el muslo, algún abrazo fugaz, acariciarle en algún momento la nuca, tomarle el rostro entre las manos y/o estrecharlo con fuerza contra tu cuerpo al despedirte de ella para poner el punto final con un beso corto pero apasionado, un piquito con la boca medio abierta. «Eso sí puedes, ¿no?», preguntó Paula. «Creo que sí», respondió Max armado de valor. Y le dio un trago a la infusión.
6. No está permitido: ningún tipo de caricias románticas que generalmente se harían después del primer beso, pasarle las manos por las caderas, tocarle cualquier parte por debajo de la ropa (por debajo de las mangas o del cuello del jersey tampoco). Y además, está prohibido: dejar reposar la mano sobre sus muslos demasiado tiempo, acariciarle los pechos… «¿Un poco por encima?», preguntó Max. «¡No!», respondió Paula con rigor. A Max se le presentó una duda: «¿Y qué pasa si es ella la que toma la iniciativa?». Respuesta de Paula:
7. Entonces la ahuyentas con cariño mientras empiezas a hablarle de temas personales. Lo mejor en ese caso sería susurrarle algo agradable al oído. De esta manera, Max mantendría la boca alejada de la suya sin levantar sospechas. Tenía que hablarle de lo bien que estaba con ella, de lo a gusto que se sentía a su lado, de que juntos podrían hacer cualquier cosa que se propusieran. «¿Erotismo verbal como sustituto de los besos?», preguntó Max. «Siempre es mejor que besos y vómitos», opinó Paula. Duda de Max: «¿Y adónde nos llevará todo esto?». Respuesta de Paula:
8. Ella estará cada día más enamorada y se irá volviendo inmune a la intolerancia a los besos de Max. La tensión sexual será cada vez mayor y es posible que en medio año se llegue incluso a tener relaciones sexuales sin necesidad de besar. Si de verdad se trataba de una mujer diez, tendría paciencia; ésa era la opinión de Paula.
9. Resumen: él tenía que ir ganando tiempo sin perder la calma. Si pasaban unas semanas juntos con cierta intensidad, él podría ir probando las alternativas. Y a lo mejor llegaba a estar tan enamorado que podía besarla sin problemas.