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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (14 page)

BOOK: La huella de un beso
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—Pero ¿por qué hoy no comes nada, tesoro? —le preguntó a Katrin en una pausa.

—Es que no me encuentro muy bien —contestó ella.

—Ay, el amor —comentó el padre. Le lanzó un guiño diabólico a la madre, le dio a Aurelio con el puño en el brazo, y los tres se rieron.

Por lo demás, en el transcurso de la velada, la atención se centró básicamente en el nuevo. Cuando rechazó la tercera ración de lombarda, la madre estuvo a punto de tirarse por la ventana. Después de cenar, el padre pronunció un pequeño discurso en tono festivo. Para entonces ya se le resbalaba un poco la lengua por el Campari; había seguido bebiéndolo durante toda la cena porque nadie quería vino. Mientras hablaba, hacía uso de la mano de Aurelio; se la había agarrado y no paraba de agitarla.

—Querido Aurelio: Estamos muy contentos de poder acogerte, hoy y aquí, en el seno de nuestra familia. Y no es porque tengas una notaría. Que el éxito no lo es todo y el dinero tampoco. Lo que verdaderamente cuenta es el amor. Y créeme: has tomado la mejor de las decisiones. No vas a encontrar una mujer más guapa ni más inteligente que mi hija. Pero dejémonos de palabrería; porque se trata de hacer y las cosas hay que hacerlas bien hechas.

La madre lloró. Aurelio la consoló. Katrin aprovechó la agitación general para abandonar la sala. Pasó media hora hasta que alguien se decidió a ir a ver dónde estaba: en el baño. Era verdad que no se encontraba bien.

Pero la noche seguía en ascenso y todavía no había alcanzado su punto álgido. Para aliviar el malestar, Katrin se tomó un coñac y se negó a entonar el
Oh, Santísimo, Felicísimo
. Para restablecer la armonía, Aurelio leyó un cuento navideño de Erich Kästner. Bajo el árbol de Navidad esperaban dieciocho paquetes de regalo. No merece la pena entrar en detalles. A Katrin su madre le regaló la colección completa de prendas de punto que había hecho durante todo el año y su padre un horno microondas azul celeste. Lo acompañó de un comentario dirigido a Aurelio para que tuviera paciencia, que su esposa Ernestine había aprendido a cocinar a los diez años de matrimonio. Los hombres se rieron.

En la última escena de la cual Katrin tenía memoria, ya se había tomado media botella de coñac sin que nadie se diera cuenta: Aurelio le hacía entrega de un collar de oro; de repente se lo colgaba del cuello sin avisar y era tan pesado que apenas le permitía mantener erguida la cabeza. Cuando su madre veía aquella joya y leía la información referida a los quilates, los ojos se le llenaban de lágrimas. Katrin miraba con apatía al círculo de asombrados observadores.

—La niña se ha quedado sin palabras —comentaba su padre para consolar al donante.

—Ahora dale un beso bien, bien gordo, tesoro —le solicitaba la madre a la agasajada.

Al día siguiente Katrin se enteró de cuál había sido su respuesta.

—Por encima de mi cadáver —dicen que balbuceó antes de que se le desplomara la cabeza contra la mesa.

El día número doce ya estaba de más. Se despertó junto a Aurelio y tuvo que salir corriendo de allí. Tenía la sensación de llevar sobre los hombros tres cabezas. Todas sufrían unos tremendos dolores y pensaban a la vez: traición, engaño, vendida, vergüenza.

—¿Qué haces? —le preguntó Aurelio soñoliento.

—Me voy —contestó Katrin.

—¿Adónde? —respondió él.

—A casa —dijo ella.

—Aquí estás en tu casa, mi amor —afirmó él.

—Esto es un error —murmuró ella—. Yo no te quiero.

Le dejó el collar. Allí mismo le habría enganchado Aurelio la correa. Y sus padres habrían visto cumplido uno de sus mayores deseos al ver a su hija encerrada en una jaula adaptada a las necesidades de su especie. Y eso habría sido más amargo que un nuevo fracaso amoroso.

—¿Mejor o peor? —preguntó Katrin.

—Peor —dijo Aurelio.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—Peor —respondió Aurelio.

—Vale. Pues está todo bien. Sigues sin necesitar gafas, como hace tres semanas —le dijo Katrin aburrida. Y le tendió la mano derecha como hace cualquier médico para indicarle a su paciente la intención de despedirlo.

—He estado en casa de tus padres —dijo Aurelio. Esa amenaza de peligro había ido perdiendo efecto a lo largo del año por su constante repetición—. Me han dicho que no estás bien —añadió en tono compasivo.

—¿Eso piensan? —preguntó Katrin.

—Dicen que estás muy sola —le reveló Aurelio.

—Pues ellos sabrán —respondió Katrin. Y apretó los párpados.

—¿No te acuerdas de nosotros hace ahora exactamente un año? —le preguntó Aurelio mientras le acariciaba los hombros.

—Ni por un momento —contestó Katrin.

—Yo me encuentro tan…

Katrin sabía cómo se encontraba Aurelio aunque él no acertara a explicarlo. Sonó el teléfono. Y Katrin pensó que aquélla era la situación contraria a la típica escena en la que ninguno de los dos escucha la llamada o simplemente dejan que suene sin contestar.

Era Max. ¿Cómo sabía él que tenía que ser él, que ése era el mayor deseo de ella en ese momento? Katrin sintió que le subía la temperatura corporal y que el calor avanzaba desde dentro hacia fuera. Probablemente se le encendió la cara. Que la viera así Aurelio, que sufriera. ¿La habría visto alguna otra vez tan radiante?

Katrin dijo: «¿En serio?». Y aquello era ya una especie de grito de alegría. «Claro, encantada. Encantadísima», le oyó decir Aurelio. Le temblaba la voz. Se esforzaba por ocultar su repentino nerviosismo. «También puede ser más tarde. Mañana no tengo consulta», dijo. «Vale, a las nueve.» «Venga, pues hasta mañana.» «No, no voy a cambiar de opinión.» «Que no, seguro que no.» «Ya tengo ganas.» «De verdad.» «Muchas, incluso.» «Venga, vale.» «Lo mismo digo.»

—¿Quién era? —preguntó Aurelio intentando aparentar una tranquilidad que debía de ser el reflejo de la tolerancia propia de un hombre de mundo.

—Nadie. Un amigo —contestó Katrin contenta ante la evidente falta de pudor que mostraba el hecho de quitarle importancia a la relación.

—Estás preciosa cuando eres feliz —le dijo Aurelio.

Ahora le daba pena.

—¿Quieres que esta semana vayamos algún día al cine? —le preguntó Katrin. Ella misma se sintió perpleja por la transformación que había experimentado. De repente lo apreciaba y sólo quería lo mejor para él—. ¿Nos llamamos mañana? —propuso. Y lo empujó hacia la salida. (La sala de espera estaba llena de pacientes).

—Yo te llamo —se ofreció él. Avanzó unos cuantos pasos hacia la puerta, se dio media vuelta y le preguntó, como por casualidad, pero con muy poco disimulo—: ¿Tú mañana tienes una cita?

—Qué va —dijo ella soltando una carcajada—. Un amigo que me ha invitado a desayunar.

Aurelio sonrió inseguro.

—Quiere que pruebe su pastel de grosellas —le dijo Katrin cuando él ya se alejaba.

14 de diciembre

Si de algo sabía
Kurt
, era de juegos; al menos eso pensaba Katrin. Así es que como regalo le llevó un juguete de goma con forma de bocadillo que sonaba cuando lo mordían. Emitía una especie de relincho que pretendía indicar que la carne del fiambre era de caballo.

A Max estuvo a punto de llevarle una instantánea con una chica desnuda dedicada personalmente: «Para que aumente tu creatividad y tu rendimiento en el trabajo». Pero pensó que era demasiado pronto para esas cosas. Últimamente se sentía tan desesperada que estaba magnificando la situación; no era más que una simple invitación para desayunar. No había motivo para exagerar ni para tanta alegría. Y quizás Max tenía realmente un problema. Así es que prefirió llevarle una bolsa de pipas de calabaza con sabor a vainilla.

Fuera estaban cayendo unos copos enormes. Cuando era pequeña, Katrin se pasaba horas enteras apoyada en la ventana, mirando fijamente, inquieta, el haz de luz que proyectaba la farola. Y si se despertaba en mitad de la noche, o si no podía dormirse de la emoción, comprobaba si todavía se veía un círculo centelleante alrededor de la luz y si dentro de él la nevada arreciaba o si disminuía su intensidad.

Con el paso de los años el valor simbólico de los copos cayendo se había desplazado al rincón de los sentimientos negativos. Katrin había desenmascarado a la nieve. Era engañosa; aparecía envuelta en un halo de romanticismo pero, en el mismo momento en que llegaba al suelo, se mostraba superflua e innecesaria. El tiempo en el que Katrin deseaba que desapareciera la nieve era ya mucho mayor que los periodos en los que la anhelaba. Año tras año los intervalos se habían ido haciendo cada vez más largos.

En el parque Esterhazy, de camino a casa de Max y
Kurt
, se reconcilió con el invierno durante unos minutos. Se retiró la capucha, dejó que la cabeza se le cubriera de blanco y que el viento le clavara la nieve en el rostro. Cerró los ojos y se sintió joven. Muy joven. Tenía la impresión de que se había quedado en la infancia.

Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón y dormía. Cuando entró Katrin no se despertó. Cuando ella se acercó y le hizo sonar al oído el bocadillo de fiambre de goma, tampoco. El piso era cálido y luminoso. Allí resultaba imposible ponerse melancólico, pensó Katrin. No había un equipamiento ni una decoración concreta. El resultado era fruto de la casualidad, provocada por la conjunción de muebles bonitos colocados junto a otros espantosos. Piezas sueltas puestas en manos del destino a ver qué pasaba; pero estaba muy bien. No se podía decir que no tuviera estilo; más bien todo lo contrario: tenía demasiados estilos a la vez. El mobiliario reflejaba el estado de ánimo del comprador en cada una de las adquisiciones. Un día le interesaba especialmente el precio y compraba algo barato, otro se inclinaba por la practicidad, después buscaba algo de color, luego una pieza más noble, en otra ocasión vanguardista, después refinado y la próxima vez elegía algo que sus propios tatarabuelos hubieran calificado de «burgués».

En la sala, sobre un suelo de parqué claro, había tres alfombras de tres continentes diferentes. Los colores se llevaban a matar (en la lucha vencía Sudamérica; Europa había ido perdiendo color y Asia pasaba desapercibida). Se veía enseguida que el armario color caoba era demasiado grande y demasiado pesado para tirarlo por la ventana, que era lo que realmente se merecía. El mejor comentario que podía hacer un visitante para salir del paso ante la visión de aquel monumental homenaje al terror realizado en madera era: «Siempre viene bien un mueble donde guardar cosas».

Lo que sí eran una monada eran unas pequeñas cómodas, cajoncitos y mesitas que, desde lejos, podían pasar por antigüedades. En la pared colgaban unos cuadros de paisajes (cursis y, además, torcidos) y un monstruoso reloj de cuco sin cuclillo en el que, para compensar, cada hora aparecían una serie de figuritas de la mitología griega. Ni jarrones, ni lámparas, ni candelabros, ni ningún tipo de adorno; faltaba la decoración, el amor por el detalle…; en pocas palabras: faltaba una mujer.

El rincón más cálido de la sala giraba suavemente en torno a un peculiar sofá de piel ruda en color naranja ante el que se erigía una mesa de centro dolorosamente rústica, recubierta con chapas de pizarra y con los bordes rematados en madera de roble. El escritorio modernista era probablemente la pieza más exquisita que había en todo el piso. Limpio de fotos de chicas desnudas se apreciaba mucho mejor, pensó Katrin. Y estuvo a punto de decírselo a él.

Max estaba en la cocina; era pequeña y dejaba intuir al «soltero trasnochador que se hace unos huevos con jamón una vez por semana». Pero olía como la de casa de la abuela. Era ese olor a pastel de grosella. No, era ese olor a pastel; las grosellas espinosas no huelen a nada.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó Katrin. Y no se sintió satisfecha con el tono de su voz. Muy sucio. Sabía que podía sacar una voz profunda y muy agradable cuando se sentía segura, pero aquello había sonado como un graznido. ¿Se estaría dando cuenta él de lo nerviosa que estaba? Le estaba contando no sé qué de un vendedor del mercado al que conocía y que le había aconsejado mirar aquí y allá; pero no las había encontrado ni «aquí» ni «allá», así es que había probado…

Katrin no podía concentrarse en el contenido de sus palabras. Había ido al fin del mundo en busca de grosellas espinosas. Y lo había hecho por ella. Sólo por ella. Para ella sola. Una joya adquirida por un hombre de entre los muchos existentes para una mujer de entre las muchas posibles. Un pastel de grosellas sólo podía hacerlo el hombre que hubiera entendido la palabra clave y sólo lo haría para ella, para la mujer que la había dejado caer. No podía haber regalo más íntimo.

Él la miraba mientras hablaba. Ella tuvo que apartar la mirada. Se sentía desenmascarada; él le parecía transformado, la poseía con sus miradas, era como nuevo, como recién llegado a su vida. La ocupaba. Y ella empezó a estudiarlo. Le gustaba. Se sorprendió a sí misma. Cómo podía gustarle tanto un hombre de inmediato, la primera vez que quedaba con él conscientemente.

Se pasaron medio día en el sofá esquinero de color naranja. Sentados uno a dos metros del otro sin acercarse ni un solo milímetro: ella, porque nunca lo haría; él, porque no lo hizo.
Kurt
estuvo todo el tiempo durmiendo. Katrin lo amó por ello. Era su perro favorito. El pastel no sabía a nada. Cada vez que Max le preguntaba: «¿Quieres otro pedazo?», ella decía: «Sí, pero pequeño». Para acompañarlo se tomó ocho tazas de café y dos litros de agua mineral. Necesitaba consumir continuamente (e ir con regularidad al lavabo). Necesitaba renovar de continuo el derecho a permanecer allí. Quería quedarse. No quería irse nunca. Aunque tuviera que comer pastel de grosellas hasta el final de sus días y tomar café y agua (e ir al lavabo) para mantener vigente su permiso de residencia.

Hablaron de todo y de nada. Las dos cosas eran interesantes. Katrin se dio cuenta de que Max era un mal conversador. Y eso le encantaba. Porque los buenos conversadores nunca dejaban que hablara el otro y después de unas horas se les acababa el temario. Entonces le daban a la tecla repetir y volvían a pasar revista a sus mejores historias. A veces hasta se arrancaban con una tercera ronda para el público invitado. Y después de eso se acababa la función. Entonces tenía que pasar algo urgentemente, algo que no necesitara del lenguaje verbal. Si no, había que cambiar de oyentes.

Max era diferente. Cuando llevaba más de diez segundos seguidos hablando sobre sí mismo, empezaba a atascarse, buscaba la transición adecuada y le cedía la palabra a Katrin. A ella le ahorraba tener que pensar qué podría contarle. Él le preguntaba directamente las cosas que le interesaban. Y ella se sentía maravillada al darse cuenta de los pocos secretos que se guardaba; le resultaba sencillo revelarle cuestiones personales y familiares. Y en algún momento tenía que pasar.

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