La huella de un beso (11 page)

Read La huella de un beso Online

Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

BOOK: La huella de un beso
4.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Katrin asintió; en parte para mostrar su acuerdo, en parte comprensiva, en parte por pura cortesía.

—O a lo mejor la gente ni me preguntaba —continuó explicando Max—. Se quedarían pensando: «Ah, un pastel sin más. No sabe hacer otra cosa más que un pastel y ya está. No sabe hacer pastel de chocolate. Dios, qué aburrido». Ya estarían decepcionados antes de probarlo. Probablemente ni les apetecería probarlo. ¿Y entonces para qué habría hecho yo un pastel? —preguntó Max.

Si Katrin no había entendido mal, él necesitaba las peras en primera instancia para poder decir «pastel de pera».

—¿Y has probado alguna vez con grosellas? Con grosellas espinosas —preguntó Katrin—. A mí no me saben a nada. Las grosellas espinosas saben incluso menos que las peras.

Max la escuchaba con atención y la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos. Katrin pensó que, cuando se esforzaba un poco, Max tenía unos ojos bien grandes.

—Y «pastel de grosella» suena incluso mejor que «pastel de pera». Vamos, me parece a mí —opinó Katrin.

—Pero es que las grosellas espinosas no se consiguen tan fácilmente. Es una fruta muy de temporada —contestó Max.

Tenía razón.

Katrin estaba disfrutando con aquella conversación. Pero por desgracia el tiempo apremiaba. Tenía consulta.

—¿Tienes novio? —le preguntó Max.

Esa pregunta era un poco descarada, pensó Katrin. Y la respondió con otra: «¿Y eso?»

—Me habría gustado que compartiera el pastel con nosotros —respondió Max.

—No come pastel —contestó Katrin. Y se preguntó hasta qué punto debía seguir manteniendo la duda de si tenía novio o no. Esperaba que la pregunta siguiera abierta, muy muy abierta.

—Una pena —dijo Max.

«¿Qué es una pena? ¿Que tenga novio o que mi novio no coma pastel?», se preguntó Katrin.

—Yo no tengo novia —continuó diciendo Max en un tono sorprendentemente alegre. Katrin pensó en las chicas de las fotos y se quedó con las ganas de preguntar: «¿Por qué?». Pero aquella pregunta habría supuesto una ruptura de estilo; así es que prefirió decir: «Bueno». Y procuró lanzarle una mirada que él pudiera interpretar como un simple acuse de recibo en tono neutro. Él se volvió hacia
Kurt
y le dijo: «Así están las cosas. ¿Verdad,
Kurt?
». Era por estas frases que merecía la pena tener un perro, pensó Katrin.
Kurt
no dijo nada. Estaba tumbado debajo de su sillón, dormido.

—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Katrin.

—Nada —contestó Max—. Por desgracia.

—Pero tú le quieres —dijo ella.

—¿Yo? —preguntó Max.

Era evidente que hasta ese momento nadie lo había visto así. En la despedida él le mantuvo apretada la mano más tiempo del necesario, se dio cuenta Katrin. A ella no le importó. Max no estaba nada mal. No lo conocía. Hasta el momento no le había contado nada de sí mismo (aparte de que no tenía novia; pero eso tampoco decía mucho de una persona). Ella estaba segura de que no había hablado de sí mismo intencionadamente, no porque no supiera hacerlo. Estaban empatados a «nada». Ninguno había contado nada de sí mismo. El resultado era justo.

—Bueno, nos vemos —dijo ella.

—Me encantaría —respondió Max.

Katrin ya tenía ganas. Además, le gustaba
Kurt
. Era su perro favorito. La sacaba de su fobia contra las Navidades.

12 de diciembre

Una fina llovizna había dejado las calles suaves como la seda; pero no servía de mucho:
Kurt
tenía que acompañar a Max a la oficina de
Vivir a cuatro patas
. Tenían que redactar la columna semanal de «Esa mirada fiel». Esta vez Max necesitaba la presencia de
Kurt
porque no tenía ni idea de qué iba a escribir. ¿Podría sacar algo provechoso esta semana de su braco alemán de pelo duro? Sabía perfectamente cuáles eran los movimientos de su perro, conocía muy bien los tres que efectuaba cada día.

A
Kurt
no le gustaba ir a los despachos; mucho menos en invierno y mucho menos con el suelo mojado, resbaladizo y sucio. Y, desde luego, aún menos, ir a la oficina de
Vivir a cuatro patas
. Porque en ese lugar los humanos estaban insoportablemente necesitados de afecto. Amaban tanto a los animales que, cuando veían a uno, se ponían a bailar, a cantar, a saltar e incluso a llorar de alegría. Y más cuando veían a
Kurt
. Porque él no podía defenderse. Le resultaba demasiado trabajoso. Aunque, en cualquier caso, las acosadoras manos de los empleados de
Vivir a cuatro patas
nunca le habrían dado la opción de hacerlo. Esas manos lo agarraban, lo acariciaban, lo achuchaban, le rascaban. Y él se dejaba querer.

Aparte de eso, estaba
Deneuve
, la gata siamesa, de la que se decía que era «un poco traviesa», pero «en el fondo muy buena». De
Kurt
también decían que era «muy bueno». Aquella gente no podía ni imaginarse lo cerca que llegaba a estar él de demostrarles justo lo contrario por causa de
Deneuve
.
Deneuve
y sus travesuras lo arrastraban al borde de la locura. La gata le saltaba encima, se le colgaba al cuello, lo lamía, le mordía el rabo, se frotaba la cabeza contra su pelo duro, y allí se limpiaba los restos de Sheba, su comida para gatos. En tales situaciones,
Kurt
llegaba al convencimiento de que
Deneuve
tendría que espicharla. Bastaría con un mordisco en la yugular y la paz volvería a instalarse en aquel lugar. Estaba seguro. Pero ¿qué pasaría si no acertaba a morder en el punto exacto? Ella empezaría a chillar y saldría corriendo a toda mecha, él tendría que ir tras ella, todo se llenaría de sangre de gato… Sólo el pensamiento le horrorizaba. Así es que se dejaba torturar. Solía hacerse el dormido,
Deneuve
acababa sintiéndose tonta, y él solía acabar durmiéndose de verdad.

También Max conocía relaciones más agradables que las que mantenía con sus compañeros de
Vivir a cuatro patas
. En su mayoría eran señoras, pensionistas, solas, que olían a serrín para gatos y hablaban como loros. Y no confiaban en él. El recelo se podía leer en sus ojos de lechuza: sospechaban que maltrataba al animal. Escudriñaban cada uno de los movimientos y los gestos que le dirigía a
Kurt
, y enseguida intervenían y lo acusaban si procedía. Nunca le perdonarían que se hubiera hecho con
Kurt
sólo para sacarle un rendimiento económico a través de la actividad periodística y así asegurarse una fuente de ingresos. Lo que hacía con
Kurt
era equivalente a prostitución y explotación; o aún peor, porque un animal no puede defenderse como un ser humano y
Kurt
, obviamente, menos que cualquier otro animal.

El reto que suponía escribir aquella columna era tan grande, que Max se sorprendía a sí mismo cada semana cuando retomaba el trabajo. El público potencial (si es que se podía hablar de un «público») eran niños de familias con pocos medios, que recortaban aquellas fotos de animales de tercera fila, y pensionistas que ya habían cumplido los sesenta y utilizaban las páginas de
Vivir a cuatro patas
para recubrir el suelo del refugio de sus tortugas, la jaula de sus cobayas o la madriguera de su conejito. Así es que Max tenía un problema añadido: no sabía a quién dirigirse exactamente cuando escribía «Esa mirada fiel».
Kurt
, él, sus amigos y sus compañeros, quedaban excluidos. Y lectores en sí no había.

Estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, observando a
Kurt
, que no parecía tener intención de hacer nada que pudiera describirse (dormía;
Deneuve
bufaba en la sala contigua; la puerta estaba cerrada), cuando le vino a la cabeza Katrin. Le pasaba a menudo desde lo del pastel de pera. De alguna manera, ella le gustaba. Lo de «de alguna manera» lo añadía por precaución. Sabía perfectamente de qué manera le gustaba. Pero no se permitía aquellos pensamientos. Su relación con Katrin era meramente comercial: tenían negocios en torno a
Kurt
y la Navidad (por cierto, no habían hablado del precio).

Además, Katrin era un tipo de mujer de la que Max nunca podría enamorarse porque… ¿Por qué no? No importa, la cuestión es que no podía; le indignaba el mero pensamiento de que pudiera existir la posibilidad. Esa posibilidad lo hacía sentirse presionado. Además, por ahí pululaba un novio raro al que no le gustaba el pastel de pera (de lo cual se podía concluir que tenía mal carácter y falta de disposición para disfrutar de la vida). Aparte del hecho de que seguro que ella era una mujer a la que había que besar; una mujer que nunca lo haría sin un beso; una mujer cuya boca no se podía pasar por alto; una mujer que no podía concebir el amor sin besos. Max se agitó ante el monitor.
Kurt
, que se había acomodado, levantó una ceja, aproximadamente medio milímetro, para asegurarse de que no se perdía nada. No era realmente un movimiento a partir del cual se pudiera estructurar el texto de la próxima entrega de «Esa mirada fiel».

Max tenía que reconocer que el pensamiento había sido muy bonito: ponerle a Katrin la mano en el rostro. De forma meramente profesional; por el negocio y el ambiente navideño. Y después deslizársela con cuidado hasta la oreja y viajar hasta las puntas de su cabello oscuro y posarle la mano en la cabeza; bajar incluso un poco más, hasta la nuca y por debajo del cuello del jersey, en esa zona en la que la piel es más cálida; allí depositaría su mano y cerraría los ojos y… nada de besos. Sí, era un pensamiento muy bonito.

Sin embargo, los pensamientos bonitos no aparecían en las columnas sobre perros.
Kurt
no tenía intención de aportar nada, así es que Max tenía que escribir solo y empezó a hacerlo. Se imaginó que había una lectora y el texto comenzó a fluir. Esta vez se lo dedicaba exclusivamente a una señora imaginaria de 75 años que tenía un perro. Se ha comprado unas gafas nuevas para leer y quiere probarlas. Se había quedado por casualidad en la página en la que se publica «Esa mirada fiel» y no se arrepentirá de haber elegido para su test de visión la revista
Vivir a cuatro patas
en vez de, por ejemplo, la guía telefónica. Ése era su objetivo.

ESA MIRADA FIEL, nº 83

Título: «
Kurt
desea que su amo tenga una amita».

Texto: «Queridos amigos de los animales, queridos amantes de los perros, queridos aliados del braco alemán de pelo duro:

Podéis estar tranquilos.
Kurt
está sano. Esta semana ha comido muy bien. Un día su menú constaba de pata de cerdo y sólo dejó los pelos. Bueno, nosotros tampoco nos comemos los palillos cuando nos ponen rollitos de ternera, ¿no? También ha salido todos los días de paseo, ha levantado su patita y se ha sacudido para que su amo no tuviera que ducharlo de vuelta a casa. Nuestros perros son mucho más limpios de lo que se cree.

Kurt
ha sido muy bueno. Esta semana no ha ladrado ni una sola vez. Algún abuelo tendría que tomar ejemplo de él, ¿o no? Ha dormido mucho y eso le va muy bien para el pelo; le concede un brillo especialmente bonito. Y nosotros se lo consentimos. Ya se ciernen sobre el país los días cortos y las noches largas y
Kurt
enseguida ve llegado el momento de acostarse temprano para poder levantarse tarde.

¿No son envidiables nuestros perros? No tienen que hacer compras navideñas, carecen de agobios, no se enfrentan al gentío, ni pasan horas desesperantes en mitad de un atasco. En uno de estos días grises de diciembre, ¿a quién no le gustaría cambiarse por uno de nuestros cuadrúpedos? Nos encantaría. Pero como bien dice el cantautor Reinhard May: “Alguien tendría que abrirnos el frigorífico, si fuéramos perros”. Bromas aparte.»

(Max se mordió el labio inferior hasta que le dolió.)

«Lo que pasa es que
Kurt
a veces se siente muy solo con su amo. Del mismo modo que los niños necesitan un padre y una madre…»

Max se detuvo. ¿De verdad podía escribir eso? Miró hacia donde estaba
Kurt
. Dormía acostado debajo de una silla de oficina.
Deneuve
arañaba la puerta de la sala contigua. Su compañera, Eleonore Königsberger, la papisa de los hámsteres dentro de la redacción de
Vivir a cuatro patas
, se quejaba dos despachos más allá (pero en voz lo suficientemente alta como para que él la oyera) de las condiciones indignas en las que se mantiene a los hámsteres en las tiendas de animales y de la compraventa de hámsteres en general. Su voz parecía imitar el ronco graznido del grajo. A Max no le quedaba otra opción. Tenía que escribir sin pensar. Tenía que marcharse de allí cuanto antes.

«Del mismo modo que los niños necesitan un padre y una madre, también un perro desea encontrar una amita junto a su dueño. Mientras él lo saca a dar una vuelta, ella le irá preparando la comida. Nuestro querido cuadrúpedo sabrá por fin dónde colocarse en la cama: exactamente en el centro. Y cuando salgan de paseo, no tendrá que sufrir ese continuo ir y venir sin sentido detrás de un palo inanimado; ahora avanzará entre ambos, moviéndose contento de aquí para allá mientras ellos le lanzan palmadas de alegría. Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos…»

Necesitaba ocho líneas más. Y estaba sintiendo la urgente necesidad de darse una recompensa ese mismo día por haber escrito aquella historia. Le iría bien un poco de vida social. Ya que de todas maneras estaba sentado al ordenador, se decantó por la discreción de la comunicación escrita y envió cuatro e-mails. Esperaba recibir al menos una respuesta afirmativa.

A Rodríguez, de origen argentino, lo había conocido en la época (tres meses) en la que estudió Sociología. No mientras estudiaban sino, más bien, en vez de estudiar. Le escribió: «Hola Rod: ¡Ataque sorpresa! ¿Tienes tiempo y ganas de pasarte esta noche por nuestro local de siempre para que hagamos una pequeña cata de vinos? Me alegraría volver a verte. Un abrazo. Max».

El segundo e-mail se lo mandó a Paula y Samuel, su pareja favorita. Ella: farmacéutica y eterno amor platónico de Max tras sólo tres patinazos. Él: arquitecto, dos cabezas más bajito que ella y con cara como de pan; pero se ve que besaba muy bien. Les propuso ir juntos al cine o a cenar a un italiano.

Al escribir el tercer mensaje, a Max se le instaló en el cuerpo cierta sensación de mareo. Iba dirigido a Natalie, con la que no había vuelto a tener contacto desde octubre. Aquella noche se había librado del beso por los pelos. Natalie no tenía más que veintidós años; doce menos que él. Estudiaba Filología Inglesa y estaba enamorada, de una manera que podría considerarse ingenua, de uno de sus profesores. Profesor que, por su parte, de una manera que podría considerarse ingenua, se enamoraba de una de cada dos de sus alumnas. Ése era el meollo de las conversaciones que había mantenido hasta entonces con Max. Él había preferido abrirle los ojos a la realidad antes de que ella los abriera demasiado y posara la vista sobre su boca. Porque Max conocía esa mirada. Lo situaba entre la huida y el vómito. Esa vez había elegido la huida.

Other books

Orlando (Blackmail #1) by Crystal Spears
Fear by Lauren Barnholdt, Aaron Gorvine
Morrigan by Laura DeLuca
Peggy's Letters by Jacqueline Halsey
Breaking Hearts by Melissa Shirley
My Father and Myself by J.R. Ackerley
Coming Up Roses by Catherine Anderson
Electrico W by Hervé le Tellier