Katrin no lograba dormirse. Tenía una cuenta pendiente con ese hombre al que le sentaban mal los besos: la cuenta de la tintorería. ¿Por qué no la llamaba? ¿Por qué tenía que ser ella la que se arrastrara a media noche hasta el teléfono? ¿De verdad tendría que preguntarle ella misma a ver si quería que le enviase la factura o si prefería pasar a recogerla en persona? ¿Era eso necesario? ¿Por qué la obligaba a hacerlo? ¿Por qué no se movía él?
Volvió a colocar el auricular del teléfono en su sitio, encendió el ordenador y enseguida descubrió su mensaje. Había escrito: «Querida Katrin: Esta historia es para ti. Reconozco que es muy tonta, pero me ha salido del alma. Buenas noches. Max». Punto y aparte. Y después:
19 de diciembre«ESA MIRADA FIEL, nº 84.
Kurt
cuenta una historia de cama…»Katrin la leyó tres veces. Después la imprimió y la leyó dos veces más. Después puso la hoja sobre la cama, a su lado, en el mismo sitio en el que no hacía mucho había reposado el bocadillo de fiambre. Había pasado aproximadamente una hora cuando encendió la luz para leerla una vez más. Después apagó la luz y se durmió. A la media hora, más o menos (a lo mejor pasó una hora o dos) se despertó y encendió la luz. Se le había olvidado el orden exacto de las palabras en el párrafo que hablaba de sus ojos somnolientos. Después apagó la luz y se durmió. Dos o tres horas más tarde se despertó, encendió la luz, fue al ordenador y le escribió un mensajito a Max. Decía: «Quiero acostarme contigo y quiero dormirme a tu lado». Después se fue a la cama, apagó la luz y se durmió.
Max se excitó y se puso nervioso con aquel «quiero acostarme contigo y quiero dormirme a tu lado». La excitación se refería a la primera parte y era el mal menor; de hecho, no era ningún mal, era lo contrario de mal. Era tan fuerte como el föhn que llevaba horas golpeando contra los cristales, pero unos 130º C más caliente. El calor lo invadía a oleadas: de repente le subía por todo el cuerpo y luego descendía a toda velocidad para volver a aumentar reiteradamente.
Se imaginaba a Katrin apoyada en el umbral de la puerta, lanzándole una de esas miradas suyas que automáticamente decidían lo que iba a pasar a continuación. Escuchaba cómo decía: «Quiero acostarme contigo». Y en su fantasía, al decirlo se desabrochaba un botón, uno cualquiera. (Bueno, tampoco cualquiera. Uno de la manga, por ejemplo, no.) Pero lo importante era cómo movía los dedos al hacerlo, cómo le enviaba una señal de que tenía ganas de jugar, el antes (botón cerrado) y el después (botón suelto), lo que quería decirle con ese gesto, cómo le cambiaba la mirada al hacerlo.
Y entonces él se imaginaba toda la secuencia por orden. Y todo lo que llegaba a pasar por su fantasía en cuestión de segundos podía extenderse durante horas de vida. Las oleadas de calor se iban sucediendo y nada lo estropeaba; no había ni un solo beso traidor, reprobable, destructor. Ésa era la pequeña diferencia entre el pensamiento y el acto sexual. Por eso Max se regocijaba en lo primero y dejaba pasar lo segundo.
Y precisamente por eso lo desorientaba el «quiero acostarme contigo y quiero dormirme a tu lado» de Katrin. Lo invadía una especie de esquizofrenia: la sensación de que ella verbalizaba a la ligera lo que realmente deseaba mucho más él. Él lo deseaba tanto que no se atrevía a formularlo. Y desde luego mucho menos tan directamente. Su deseo era demasiado grande para palabras de apremio. Katrin pedía demasiado: para él y de él.
Además, estaba a punto de cambiar de dirección. Aquella revelación lo había pillado en pleno ensayo general, en medio de los preparativos para su viaje al Océano Índico. Ya le habían enviado los billetes y el bono de la reserva del hotel, había sacado la ropa de verano y hasta se la había probado delante del espejo. Había abierto la ventana, se había asomado, le había jurado revancha a la tormenta de viento que azotaba silbando desde los más tenebrosos rincones, y le había prometido al sol que emprendería una acción para liberarlo de su entierro. Le faltaba muy poco para salir por sus propios medios de aquella ciénaga de lodo y nieve; muy poco para liberarse de la cadena de afectadas obligaciones que imponía por esas fechas la ciudad.
Y las palabras de Katrin lo habían desviado de su trayecto. No podía sacarse de encima la idea, la petición, la tentación de acostarse con ella y dormirse a su lado. Así es que decidió hacerlo (aunque le costara un beso y de esta manera provocara la ruptura y el desenlace definitivo). Después decidió no hacerlo. Después decidió preguntárselo a Paula. Después decidió no preguntárselo a Paula, que ya era un hombre adulto.
Entonces le escribió a Katrin: «Yo también, pero necesito un poco de tiempo». Después borró lo de «pero necesito un poco de tiempo». (Cuando se sentía perdido tenía tendencia a engancharse a las frases más horribles que caracterizan a la humanidad.) Después leyó en voz alta para ver cómo había quedado la respuesta: «Yo también». Lo leyó varias veces seguidas, hasta que le desaparecieron de la frente las últimas arrugas generadas por la inseguridad. Después mantuvo el dedo índice de la mano izquierda alerta, a punto de darle a «enviar», durante cinco horas (bueno, diez segundos seguro). Entonces, alguien debió de darle un empujón, porque el dedo se movió y la orden se ejecutó.
Kurt
no fue. Estaba tumbado debajo de su sillón y estaba dormido.
Katrin no leyó su «yo también» hasta bien entrada la tarde. Hasta entonces estuvo odiándose a sí misma por su talento especial para provocar situaciones en las que no podía hacer nada más que esperar. Por la mañana, había estrujado el ordenador hasta llevarlo al agotamiento virtual, pero no había obtenido respuesta. En la consulta, despotricó contra la compañía telefónica por pasarle llamadas de Aurelio y no de Max. Como castigo, lo ahuyentó con una versión extendida y mínimamente más amable del clásico «se ha equivocado». A los tres últimos pacientes les echó una ojeada y los mandó a su casa. Ella también tenía que llegar a casa cuanto antes para ver si había llegado correo de Max. Y sí. El mensaje puso fin al suplicio que ella misma se había provocado por no pensar.
Los efectos del «yo también» duraron una hora. Era un mensaje claro, bonito y emocionante, que invitó a Katrin a relajarse con un buen baño caliente. Pero después la temperatura descendió de repente, la noche se enfrió y empezó a pensar que aquella respuesta era insuficiente; no terminaba de convencerla, sonaba como «de acuerdo», como «vale», como «pues por qué no», como «no está mal». A esa respuesta le faltaba fuego. Le faltaba una segunda parte. Le faltaba lo decisivo, la decisión, el paso hacia delante.
Ya que ella ni quería salir de casa, ni pasar la noche sola con un «yo también» sin compromiso, visitó por teléfono a sus dos amigas más fieles.
A Beate la pilló en una fase alta con Joe. Acababa de perdonarle el último desliz y él, en agradecimiento, le había dedicado una canción de amor arreglada especialmente para ella (a partir de un préstamo que le había hecho su amigo Bruce Springsteen).
—¿Ha estado en tu casa? —le preguntó Katrin.
—No, me ha mandado la maqueta. ¡Por mensajería exprés! Es que dice que si me veía, se iba a poner tan nervioso que no iba a poder ni cantar, ¿sabes? —Además, le había prometido un fin de semana largo a solas.
—¿Cuándo? —le preguntó Katrin corrosiva.
—Es que de momento tiene muchos bolos, pero cuando pasen las Navidades…, ¿sabes? —Katrin no le habló de Max. Beate posiblemente habría intentado medir los sentimientos de ambas y comparar a los dos hombres.
Franziska les estaba dando de comer a Pipa y Leni. A través del teléfono se podía percibir el olor a plátano. Los ruidos intermedios delataban que no todas las cucharadas de papilla acababan indefectiblemente en la boca de las niñas (o, por lo menos, no se quedaban allí dentro). En un momento, incluso fue evidente que el auricular del teléfono se había hundido en la fuente de papilla con plátano. A partir de entonces parecía que el que hablaba era E. T., que por fin había conseguido llamar a casa.
Franziska le contó que le había pedido el divorcio a Eric. Él al principio se había puesto a llorar como un loco y le había jurado que lucharía por ella. Pero cuando ella le dijo que se lo podía ahorrar, que es que ya no lo amaba, Eric reconoció que hacía un año que tenía una historia con una compañera de trabajo que estaba casada. Franziska le explicó a Katrin que en ese momento se había sentido aliviada porque hasta entonces había pensado que ella y las niñas eran las culpables del fracaso de su matrimonio.
—¿Y tu nuevo fichaje? —le preguntó Franziska—. ¿Qué tal besa?
—No besa —le respondió Katrin—, pero quiere acostarse conmigo.
—Pues tampoco está mal —fue la opinión, forzada, de Franziska. En ese momento, debió de recibir un tremendo cabezazo en la región del estómago.
Katrin le habló de la velada frustrada con Max, del olvido del perro, y después le leyó «
Kurt
cuenta una historia de cama».
—¿Por qué a mí no me escribe nadie una cosa así? —preguntó Franziska—. Ese tío está coladito por ti.
—Pero no hace nada —se lamentó Katrin. Y su queja fue reforzada por el llanto solidario de las gemelas.
—Entonces ¡hazlo tú! —le dijo Franziska—. Ese hombre te está pidiendo a gritos que lo seduzcas.
Max había llenado la bañera y tenía la cabeza dentro del agua; quería probar si le ajustaban bien las gafas de buceo. Incluso
Kurt
había abandonado el sueño para acercarse a mirar qué estaba pasando, porque las acciones de ese tipo no eran habituales en aquella casa. Entonces llamó Paula. Dejó que sonara un buen rato para que a Max le diera tiempo de emerger a la superficie. Tenía noticias importantes.
—¿Tienes un minuto? —preguntó. Y su voz sonó como la de una heroína de novela policiaca que, tras largas pesquisas, ha logrado dar con un asesino en serie y que ahora va a presentarle a su jefe el relato de los hechos—. Lisbeth Willinger, apellido de soltera Unger. Veintinueve años. Cuatro años de escuela pública, cuatro en un instituto politécnico, tres años de formación profesional. Título oficial de peluquería. Empleada en el salón Friedl. Lleva ocho años casada. Tiene dos hijos: Uschi, de siete años, y Manuel, de cinco, aparte de una ardilla rayada llamada Woodo. Nombre del esposo, Hubert Willinger, de profesión techador. Todos viven en la calle Stifterstraße 14, puerta 8. Altura de Lisbeth: 1,74 metros, peso… —y aquí Paula hizo una pausa dramática—, peso: 72 kilos.
—No es tan gorda —dijo Max.
—Y no está mal —contestó Paula.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Max.
—Porque tengo aquí delante, en la mano, una foto suya —le dijo Paula.
¿Y eso? Paula por fin iba a poder contarle todas sus pesquisas. A ver: en la escuela había preguntado por el antiguo director, el director había localizado a antiguos profesores, los profesores habían buscado en su memoria a una antigua alumna que llamara la atención por su obesidad y el resultado había sido Lisbeth Sissi Unger. No habían vuelto a tener en la escuela ninguna chica tan gorda.
Continuamos: Paula había hecho valer todo su encanto en una comisaría hasta lograr que le dejaran consultar los registros del padrón. Lisbeth Unger la había llevado a Lisbeth Willinger y a su nueva dirección. Con estos datos había localizado su teléfono.
—La llamé y ya está —dijo.
—¿Y qué le dijiste? —preguntó Max.
Le había dicho que era de Loterías y Apuestas del Estado y que tenía que darle una buena noticia. Y Lisbeth Willinger que lo lamentaba mucho, pero que ella no jugaba a la lotería, ni su marido tampoco y que sus hijos aún eran pequeños.
—Lo sabemos —le dijo entonces Paula—. Por eso queremos regalarle un pequeño detalle que quizás le haga cambiar de opinión. —Paula, sintiéndolo mucho, no podía desvelar de qué se trataba. Pero si la señora Willinger no tenía nada en contra, se lo haría llegar en los próximos días—. Sólo necesitaríamos una cosita —le dijo Paula mientras le explicaba que estaban creando un fichero de uso interno—: una foto suya.
—¿Y no podríamos hacerlo a nombre de mi marido? —preguntó Lisbeth.
No podía ser porque ya tenían demasiados hombres en la base de datos.
—De acuerdo; pero me tiene que asegurar que esa foto no se publicará en ninguna parte —exigió Lisbeth.
Y Paula se lo aseguró. Al día siguiente recibió la foto.
—Paula, eres…
—Ya lo sé —dijo ella—. Ahora te toca a ti pensar un buen regalo promocional para Lisbeth.
Max guardó silencio.
—Vente mañana por la tarde a mi casa y estudiamos bien la foto.
Max tragó saliva.
—Samuel se va mañana de viaje por trabajo.
Max guardó silencio.
—O sea, que estaremos los dos solos.
Max tragó saliva.
Amaneció y, acostado al lado de Katrin, no estaba Max. Fue una gran decepción. (
Kurt
tampoco estaba a su lado; lo cual era una decepción pequeña, incluso casi nula.) Pero si podría haber jurado que Max estaba junto a ella. Debía de haberlo… No, era más que un sueño; era una de esas experiencias nocturnas que se te quedan dentro porque son lógicas, racionales, completas en sí mismas. Pero para que pudiera quedarse ahí para siempre faltaba la presencia de Max.
El despertador había hecho lo que debía. Él no reconocía transiciones ni admitía plazos. Eran las siete. Katrin todavía no podía pensar. Por lo tanto tampoco podía saber por qué Max no estaba acostado a su lado. Tenía que preguntárselo personalmente, a ver por qué no estaba ahí. A lo mejor tenía una explicación reveladora. Ella no podía lavarse los dientes todavía y todavía no podía arrancarse el sueño de los ojos. Agarró el teléfono y marcó su número. (Eso podía hacerlo hasta con los ojos invadidos todavía por el sueño.) Cuando él contestó, ella se despertó y, del susto, se le cayó el auricular. Era el jueves antes de Navidades, su último día de trabajo. Y Katrin no se encontraba especialmente bien. Le faltaba equilibrio. Sentía demasiadas cosas pero experimentaba demasiadas pocas.
Kurt
estaba durmiendo, tumbado debajo de su sillón, cuando sonó el teléfono. Max no solía responder si aún no había despuntado el día. Pero podría tratarse de Katrin. Y aunque nadie le respondió, aunque aquella conversación terminó antes de empezar, era Katrin. La telecomunicación había avanzado tanto que ahora se podía leer el número y saber quién no (o casi no) quería hablar con uno en ese preciso instante.