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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (22 page)

BOOK: La huella de un beso
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Max enseguida le devolvió la llamada y le dijo: «Buenos días». Sagaz como era ella, respondió: «Buenos días». Después hubo un silencio. El punto de partida ya estaba claro.

A hablar por teléfono, o se aprende de pequeño, o no se aprende nunca. Y en este sentido Max había tenido una infancia muy dura. Sus abuelos vivían en Helsinki. Y vamos a ver: hablar por teléfono con, o desde, Finlandia resultaba caro, pero era la única posibilidad de contacto inmediato que tenían sus padres y sus abuelos.

Max tenía que colocarse de pie a tres milímetros del auricular para que también pudieran escucharlo a él desde Helsinki. Y no podía tardar más de tres décimas de segundo en decir «Hola abuelo, hola abuela». Para ahorrar tiempo (y dinero) decía «Holabuelolabuela». En una de cada tres conversaciones de esta índole se escuchaba como respuesta un ruido que quería decir «Hola, Maximilín». Entonces se cortaba la comunicación. O le quitaban el teléfono.

Aparte de las conferencias con el abuelo y la abuela de Helsinki, no había nada más. A juicio de su padre, la factura ya era demasiado cara como para permitirse la perversión de mantener contacto telefónico con alguna otra persona que viviera en la misma ciudad; si vivían aquí, pues podían ir a hablar con ellos a su casa. Max tenía estrictamente prohibida la perversión de hablar por teléfono por la tarde con sus compañeros de clase. Aquello ya era demasiado; pero si había estado con ellos unas pocas horas antes y habían podido hablar en persona… Ya que casi nunca podía hablar por teléfono, a él tampoco lo llamaba casi nadie. Y si alguna vez pillaba alguna conversación, contagiado por el estrés del «holabuelolabuela», apenas podía dar forma a sus pensamientos y no encontraba las palabras.

Con los años consiguió que sus conversaciones duraran algo más de unos segundos. Con un interlocutor experto a veces era incluso capaz de cambiar algunas palabras. Aunque nunca llegó a mantener una charla animada. Pero si alguna vez se producía un silencio, Max escuchaba el sonido del cronómetro marcando el paso del tiempo vacío y ya no se le podía sacar nada con sentido.

Teniendo en cuenta todo esto, no estuvo nada mal la frase con la que puso fin a un minuto de silencio: «¿Me acabas de llamar tú?». Katrin, por desgracia, contestó con soñolencia: «No. ¿Por qué lo preguntas?».

—Porque en la pantalla me salía tu número —respondió él sin pensar.

—¡Ah! —dijo ella—. Perdona, me habré equivocado al marcar.

Él hizo como que no se daba cuenta de que el tono de la frase delataba la mentira y se sintió orgulloso de que lo hubiera elegido a él para equivocarse al marcar. Le hizo una pregunta; fue valiente y se alegró por ello.

—En realidad, quería preguntarte si te apetece venir a casa a tomar un café antes de irte a trabajar.

—Sí, encantada.

La respuesta de Katrin chocó con el final de la pregunta de Max: «¿A las ocho?»

—A las ocho.

—Hasta entonces.

—Hasta ahora.

—Ya tengo ganas.

—Yo también.

—Yo muchas.

—Y yo.

—Bueno, pues hasta entonces.

—Hasta ahora.

«¡Qué conversación tan buena!», pensó Max después. Y todavía se quedó un rato con el teléfono en la mano rememorándola.

En el Parque Esterhazy de repente fue consciente de que le había escrito diciéndole que quería acostarse con él. (Y era verdad.) Y de que él le había respondido: «Yo también». Y de que ahora iba camino de su casa. Y de que esperaba que él no creyera que ella quería dar rienda suelta en ese momento al deseo de ambos. Y de que esperaba que él no lo intentara. Tenía media hora. Sólo quería verlo. Decirle «buenos días», nada más. Tomarse un café y reducir su confusión a un grado soportable. Todavía le quedaban un montón de pacientes que visitar antes de cumplir los treinta.

Mientras subía las escaleras fue preparándose un buen catálogo de comportamientos para cuando le abriera la puerta: si estaba en pijama, ella se iba a poner a gritar; si aparecía en bata, ella iba a salir corriendo; si le abría desnudo, gritaría y saldría corriendo.

Estaba vestido. Ella se le tiró al cuello. Él la estrechó entre sus brazos. Ella notó una mejilla caliente junto a la suya fría. Así estuvieron más o menos media hora. Después ella se tuvo que marchar. ¡Que no! Así estuvieron unos segundos que a ella le parecieron media hora. Después no tomaron café. Nadie lo preparó. Tampoco tomaron otra cosa. Nadie pensó en eso. Nada los distrajo de su ensimismamiento. Fue bonito.

Estuvieron sentados en el sofá. Muy cerca el uno del otro. Él le tomó la mano. Se estuvieron contando cosas sin importancia; historias de la infancia, posiblemente. Daba igual lo que se contaran. Ninguno se daba cuenta ni retenía una sola palabra. Se trataba de ir acostumbrándose a la voz del otro y de ir creando un aire de confidencialidad.

Eran historias que se podían contar mirándose a los ojos, que invitaban a asentir con la cabeza, que provocaban una sonrisa permanente aunque no fueran historias graciosas. Cuando se está enamorado, no se le cuentan al otro historias graciosas, sino historias que les ofrecen a ambos la oportunidad de vivir el enamoramiento sin tener que estar callados. Eran historias que permitían que también se le prestara atención a las manos que se acariciaban.

En medio de esas historias, en realidad, habrían tenido que besarse varias veces; Katrin lo pensó. Eran historias que no sólo admitían el beso; eran historias pensadas para eso. Historias que se podían interrumpir tranquilamente en cualquier punto. Historias que no había por qué retomar después. «¿De qué estábamos hablando?», habría preguntado uno de los dos. Ya ninguno se acordaría y entonces habrían vuelto a besarse. Y ya no habrían podido parar. Así acababan esas historias. Eran besos expresados en palabras.

Pero no sucedió así; en vez de eso, Katrin dijo: «Me tengo que ir». Y perdió la mano de Max. Todavía habría podido darle entonces un beso, pero le pareció demasiado arriesgado. Él le habría podido preguntar al menos: «¿Cuándo nos podemos ver otro día?». De hecho, ya había inclinado ligeramente la cabeza dibujando un gesto de nostalgia anticipada. Pero no preguntó nada. Se abrazaron. Fue bonito. Ella estuvo a punto de decir: «¿Tienes tiempo esta tarde?». Pero entonces apareció ante ellos
Kurt
: deambulando, cansado; no era el mismo perro que se había despertado junto a ella hacía tan sólo un par de días.

—¿Me lo puedo llevar? —preguntó Katrin.

Lo hizo por decir algo interesante y por pura compasión hacia sí misma, que en breves instantes se las iba a tener que ver con una manada de pacientes cegados por la rabia y colocarlos con mucho ojo delante de unas lentes desgastadas. Y hacia allí se marcharía sin beso, sin Max y sin café. De repente necesitaba una protección y un vínculo. Max se mostró sorprendido y generoso. Por supuesto, claro que podía llevarse a
Kurt
. Siempre que quisiera.

—Mi perro es tu perro —contestó y, en vez de darle un beso en la boca, le puso en la mano la correa en cuyo extremo se encontraba
Kurt
, luchando contra la vigilia y abogando por un reparador sueño matutino.

—¿Cuándo quieres que te lo devuelva? —le preguntó Katrin.

La pregunta que se escondía tras ésta y que Katrin no había llegado a formular era: «¿Cuándo quedamos otra vez?». Y él tendría que haber respondido: «Si te va bien, tráemelo esta tarde». Pero dijo: «Si te va bien, paso a buscarlo mañana a mediodía». No, no le iba bien.

—Sí, está bien —dijo.

Mientras bajaban por las escaleras,
Kurt
se dio cuenta de que no iba a poder permitirse ni el más mínimo chirrido de su bocadillo-juguete ni un simple paso en el sentido contrario a la marcha de Katrin. Ella no estaba de buen humor y él habría sido el primero y el único en sufrir las consecuencias.

A mediodía, a primera hora de la tarde, y cuando empezó a oscurecer, Max llamó a Katrin para preguntarle cómo estaba
Kurt
y para enterarse de cómo estaba ella.
Kurt
, las tres veces, estaba durmiendo en mitad de la sala de espera. De tanto en tanto, tropezaba con él algún paciente con problemas de vista. Pero parece ser que
Kurt
tenía un sueño demasiado profundo como para pegarle un mordisco en la pierna al implicado. Katrin emitió respuestas breves, amables y educadas. Probablemente, era su manera de hablar con los pacientes. Pero Max se habría sentido mejor si con él hubiera sido menos breve, aunque hubiera resultado menos amable y educada.

Cayó la tarde y empezó a nevar otra vez. Max estaba de camino a casa de Paula para seguir escuchando la cancioncilla de que tenía que enfrentarse a las experiencias pasadas. En ese momento se sentía ridículo. ¿Qué iba a encontrar en casa de Paula? ¿Qué se le había perdido allí? ¿Por qué no iba a casa de Katrin, que era la persona a la que amaba? ¿Por qué no le decía que no pasaba ni un minuto sin que sus pensamientos lo llevaran a ella y que era capaz de hacer cualquier cosa, como, por ejemplo, destruir la ciudad de Roma para volver a construirla en un solo día, todo con la condición de que ella le permitiera tener náuseas cuando la besara?

Llamó al timbre de casa de Paula y se juró que el «proyecto» Sissi «la gorda» sería la última tentativa de dar un giro artificial por cuenta propia a algo que era un proceso natural.

En el piso de Paula encontró reunidos todos los tipos de incienso conocidos en el mundo árabe. Iban a fumarse un megaporro con hierba de cultivo ecológico y el olor de la experiencia médico-psicodélica podría pasar desapercibido si encendían también un buen número de velas aromáticas (perdón, curativas) que, además, iluminarían las bocanadas de humo. De entre aquellas emanaciones que sobrecalentaban el ambiente, emergió Paula: hombros, vientre y piernas al descubierto. Con un maquillaje lleno de contrastes, parecía una mujer de sangre india que enseguida despertaba el deseo de poseerla y que no se habría negado. Pero todo era fruto de su aparición, perfectamente escenificada y contagiada por la embriaguez de los alucinógenos. Y como a Paula le gustaba llevar la exageración de los tópicos hasta el final, de fondo sonaba Pink Floyd:
Dark Side of the Moon
.

—¿Qué es esto? —le preguntó Max—. ¿Quieres recuperar la adolescencia perdida?

—La mía no, la tuya.

Sus labios parecían más vivos que de costumbre. ¿O es que ya se le estaban acercando demasiado? La puerta estaba cerrada pero Max observó que, por suerte, la llave estaba puesta. Terrible que tuviera que controlar ese tipo de detalles.

Paula lo tomó por el brazo como si fuera su paciente y lo condujo, a través del humo y la frugal iluminación de las velas, por el cuarto de trabajo hasta la sala de meditación. Una vez allí, lo acostó en el suelo, equipado con colchones y mantas, y ella se acuclilló a su lado.

—¿Qué vas a hacer conmigo? ¿No pretenderás seducirme? —preguntó Max esforzándose por no parecer asustado.

—No, sólo pretendo besarte —le dijo ella.

—No lo dices en serio —respondió él esforzándose en vano por no parecer asustado.

—Alguna vez tendrás que aprender —le dijo ella. Y empezó a precalentar haciendo elongaciones con los labios.

Max pensó en levantarse y marcharse, cuando de repente le llamó la atención un cuadrado de luz blanca, con las esquinas redondeadas, que resaltaba sobre la pared. Paula había conectado el proyector de diapositivas; le dio una vez y ante sus ojos apareció ella: con toda su fuerza, prácticamente a tamaño natural; un ser providencial que podría ser la vecina de al lado, una de esas mujeres que te puedes encontrar cien veces al día y que no te llama la atención ni a la de cien. Simpática, pero tampoco demasiado, con una mirada sincera de «tengo-la-regla-pero-no-pasa-nada», aderezada con una sonrisa fresca de «hago-la-mejor-mermelada-de-albaricoque-del-mundo» sobre la que se alzaba una poderosa nariz «si-no-te-gusta-peor-para-ti», marca Gran Slalom. Sobre ella, la frente, pequeña, del tipo «se-me-estruja-el-cerebro-cuando-pienso» y el pelo corto, rubio, con mechas, peinado hacia arriba en un «moda-es-lo-que-pasa-de-moda». Tenía un puño cerrado y apoyado en la cadera, y una pierna estirada hacia adelante, sobresaliendo bajo el dobladillo de su traje chaqueta, que pretendía ayudar a la recuperación del denostado erotismo natural de la pantorrilla nacional austriaca. Era una mujer que se confesaba. Era ella. La que un día había besado al pequeño Max hasta el desmayo: Lisbeth Sissi «la gorda» Willinger.

—¿Qué? ¿La recuerdas? —preguntó Paula.

—Fugazmente —dijo Max, por pronunciar sólo una palabra y deseando que todo aquello fuera realmente fugaz. Y se colocó las manos sobre el pecho mientras registraba los primeros truenos y retumbos de la tormenta que se avecinaba.

—Es una monada —opinó Paula. Y le dio al interruptor para continuar con la proyección. La foto de cuerpo enteró se hizo a un lado y en su lugar apareció el recorte de su rostro ampliado. Paula le repasó la boca con un lápiz óptico y comentó—: Perfectamente simétrica, no está hinchada, no tiene nada en las comisuras, y debajo se aprecian unos dientes bonitos, blancos y limpios. ¿No me dirás que todavía te da miedo? —Max tomó aire y evitó responder. Si ninguno de los dos se movía (ni él, ni la boca de la pared) podría aguantar un rato más.

—Bueno —dijo Paula. Y sonó a peligro—. Ahora vamos a hacer, en concreto, cinco ejercicios.

«No, Paula, ahora no vamos a hacer, en concreto, ni un solo ejercicio», pensó Max. Pero su resistencia no pasó del pensamiento.

—Si te entran ganas de vomitar, da tres golpes en el suelo con el puño y lo dejo —le prometió Paula.

Max dio tres golpes en el suelo con el puño, con tanta fuerza, que las paredes tosieron expulsando una bocanada de humo árabe. Pero Paula continuó impertérrita con su empresa.

Ejercicio número uno: beso con los ojos cerrados. Max notó que los labios de Paula se posaban sobre los suyos como un abrumador frente de lluvia tropical… y dio tres golpes. Ella le dedicó una mirada india con un brillo muy feo y continuó. Le metió la lengua en la boca. Max la sintió: puntiaguda, áspera y, por suerte, poco generosa con la saliva. Él quería pensar en Katrin, pero se sentía avergonzado, y en su lugar apareció Natalie, gimiendo empapada por los dulces efluvios del amor. Y tras ella, acechante, Sissi «la gorda». Se le colocó delante, le agarró las mejillas a Max con sus dedos salchicheros, le dijo «no seas tan malo» y, al hacerlo, le llenó la cara con una bocanada de aire pestilente envuelto en Aroma de Halitosis, edición
junior
. Max dio tres golpes.

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