—Tú —contestó ella.
—Bueno, mejor algo que no tengas, ¿no? —insistió él.
Estaban tumbados, pegados uno al otro como si fueran dos capas de una cebolla. Él era la capa externa, ella estaba dentro.
—Tengo un problema con los besos —dijo Max.
—No importa —respondió Katrin—. Los besos, a la larga, resultan aburridos; es siempre lo mismo.
—Mi vuelo sale cuando te vayas tú —le respondió él.
—¿Y cuándo me voy yo? —preguntó ella.
—Cuando quieras —contestó él.
—Pues nunca —dijo ella.
—Entonces mi vuelo no saldrá nunca —le respondió él.
—No me dirás que… —preguntó ella.
—Es que las vacaciones, a la larga, resultan aburridas; es siempre lo mismo —contestó Max. Entonces la capa interna se separó de la que la envolvía, se estiró, se dio media vuelta y volvió a pegarse a su compañera. Ahora estaban el uno frente al otro, pegadas las dos caras internas de las capas de cebolla. Y así dejaron que pasaran unas cuantas horas.
Cuando estamos enamorados hacemos las mayores locuras. Por ejemplo, somos capaces de no tomar un vuelo a las Maldivas y a cambio irnos a comprar un árbol de Navidad.
Era su primera adquisición en común y les hacía tanta ilusión como si hubieran dado a luz a un niño de un día para otro. Le dejaron elegir a
Kurt
. Los árboles que marcaba él quedaban excluidos. Al final se llevaron un pino danés. Por cierto,
Kurt
había recuperado su estado habitual de constante duermevela. Katrin sabía por qué.
Aquel día era tan raro como solía serlo un 24 de diciembre. De repente se reían los que en todo el año no habían tenido boca. Los que habitualmente no tenían voz deseaban «¡Feliz Navidad!». Los que no solían tener manos se las estrechaban para saludarse. Los que nunca tenían ojos se lanzaban amables guiños. Los que no solían tener oídos se dejaban seducir por el
Last Christmas
que salía de los altavoces de los grandes almacenes. Los que no salían nunca de casa, porque el entorno les resultaba demasiado agobiante y el hedor demasiado intenso, ahora se mezclaban de buena gana entre la espesa multitud que superpoblaba los departamentos dedicados a las fiestas, sacaban escurridizos filetes de bacalao de vitrinas enmohecidas, y amaban a su prójimo, que hacía lo mismo que ellos.
Max colocó el árbol en casa y lo cubrió con espumillón. Mientras tanto, Katrin hizo algunas llamadas telefónicas: importantes, urgentes, secretas. Parecía estar planeando alguna cosa. Después se sentaron en el sofá de cuero color naranja. Después se tumbaron en el sofá de cuero color naranja. Después se tiraron del sofá de cuero color naranja al suelo de parqué. Después se trasladaron a la cama. No hubo besos. Ni nadie los reclamó. Max estaba un poco desorientado. La historia no podía terminar así. Desgraciadamente no podían continuar sin besos y sin palabras.
Por la tarde iban a venir de visita los Schulmeister-Hofmeister. Iba a ser una experiencia sorprendente para todos (excepto para
Kurt)
. Katrin había decidido de repente que iba a hacer felices a sus padres de una vez por todas y para siempre. A Max le hacía ilusión la idea de representar el papel del yerno. Para dar credibilidad al personaje preparó un pastel de cumpleaños-navideño de pera y le puso treinta velas.
Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Max y Katrin lo agarraron por las patas y lo arrastraron para colocarlo debajo del árbol, donde continuó durmiendo. La imagen resultaba solemne.
Los padres de Katrin llegaron puntualmente a las tres. Esta vez no los acompañaba Hugo Boss
junior
. Probablemente no disponía de la chaqueta adecuada para la ocasión. Los agujeros de la nariz de Ernestine Schulmeister contuvieron una sonrisa agridulce cuando Max le estrechó la mano.
—Él es ahora mi novio —tradujo Katrin.
Entonces la parte agria se retiró de los agujeros de la nariz de la señora Schulmeister, le empezaron a temblar los lagrimales y sus cuerdas vocales produjeron un tembloroso «tesoro» en tono de veneración. Debió de pensar en la boda que se celebraría el próximo año y en los cinco nietos que prácticamente ya había engendrado el novio de «ahora».
Rudolf Hofmeister le dirigió a Max una mirada «nosotros-vamos-a-hablar-de-coches-deportivos» y le dio un golpecito en un hombro.
—Tengo que pedirle disculpas por la manera en la que se comportó mi perro hace unos días —dijo Max esforzándose por formular la frase en un perfecto inglés de Oxford con subtítulos en alemán de Viena—. Fíjese que habitualmente se dedica a dormir —le dijo. Y como prueba de la veracidad de su afirmación señaló el montón de pelo duro que reposaba bajo el árbol. El señor Hofmeister se puso la mano delante de los ojos por precaución.
El pastel de pera tuvo muy buena acogida.
—Estas peras tienen un sabor muy… refrescante —opinó la madre de Katrin.
—A mí me parece que no saben a nada —dijo Katrin.
—Un pastel de pera no tiene que saber a pera sino a pastel. Porque si a alguien le apetece fruta, que coma fruta, para eso no hace falta preparar un pastel —apuntó Max exponiendo su filosofía.
Todos estuvieron de acuerdo con él.
—Este hombre sabe hacer las cosas bien hechas —lo ensalzó el padre de Katrin.
Después se repartieron un par de regalos. El del padre se iba a retrasar un poco, como los relojes con motivos de caza; se aplazaba para enero. A Max, no les había dado tiempo de incluirlo en la lista. Para mamá había un camisón en rosa intermedio.
—Tesoro, ya tengo dos camisones rosas —dijo ella a modo de nota a pie de página para comentar una alegría escenificada de manera bastante ostentosa.
—Los camisones siempre vienen bien —opinó su padre.
A Katrin sus padres le regalaron un equipo completo para ir al teatro que constaba de un bolsito para ir al teatro (para cambiarlo), unos guantes para ir al teatro (estaban bien), una blusa para ir al teatro (para regalársela a alguien), un vestido para ir al teatro (para darlo en donación), unos zapatos para ir al teatro (para cambiarlos) y un abono para el Theater in der Josefstadt. Las entradas más caras para las diez mejores obras del año que estaba a punto de comenzar.
—¿Para ir yo sola? —preguntó Katrin.
—No, tesoro. Aurelio tiene el asiento contiguo.
Se produjo un silencio embarazoso.
—A lo mejor le puede comprar las entradas el señor Max —propuso el padre.
Max asintió.
—Yo no quiero ser descortés —dijo Katrin—, pero mis padres se tienen que ir.
A toda prisa. Ella les susurró el motivo de su marcha al oído. Max le apuntó a la madre de Katrin la receta del pastel de pera y a partir de ese momento probablemente ya podría llamarla mamá. El señor Hofmeister, que también había alcanzado el grado de papá, agarró a Max por los hombros, le dio una buena sacudida y para despedirse le lanzó una mirada «pero-la-próxima-vez-nosotros-dos-hablamos-de-deportivos».
Todavía faltaban dos sorpresas. Katrin le pidió a Max que se fuera de casa durante diez minutos. Él no tenía que preguntar por qué. Y que tampoco esperara nada del otro mundo cuando volviera.
Kurt
se unió a él; no porque estuviera aburrido sino porque no le quedó más remedio. Los dos pusieron su mejor voluntad y salieron a dar un paseo.
Cuando regresaron,
Kurt
pudo volver a ocuparse de sí mismo y tumbarse debajo de su sillón. Era un buen sillón; no le hacía acupuntura en la espalda con agujas danesas cuando lo rozaba.
Max tuvo que quedarse en el pasillo y cerrar los ojos. No, no bastaba. Tenía que tapárselos con un pañuelo. Y él tenía un buen motivo para hacerlo sin preguntar nada: Katrin. Max se habría arrastrado por el parque a cuatro patas si ese hubiera sido su deseo, y no habría preguntado nada. Katrin le daba sentido a todo; era motivo suficiente para hacer cualquier cosa.
Ella le tomó la mano y lo condujo a la sala en la que Mozart repetía su concierto de la noche anterior; aunque esta vez a un volumen algo más alto. Se pararon en mitad de la sala.
—¿Y ahora qué? —preguntó él.
—Bésame, Max —le dijo ella.
—¿Precisamente eso? —preguntó él. Habría preferido arrastrarse a cuatro patas por el Parque Esterhazy.
—Ya sé que te resulta difícil, pero es mi mayor deseo —dijo ella—. Al menos inténtalo.
—¿Y por qué me tapas los ojos? —le preguntó él.
—Por favor, bésame —respondió ella. Sonó como si fueran sus últimas palabras antes de morir deshidratada. Tenía que hacerlo sin pérdida de tiempo.
Max notó que las manos de Katrin se deslizaban por sus caderas. Notó una corriente de aire que venía desde abajo. Se agachó hacia ella, le acarició la cara, sintió sus labios pegados a los de él, la lengua de ella en su boca. Una lengua manejable y delicada que sabía a pastel de pera. Era un alivio que el pastel de pera no supiera a nada. Además, nunca había besado a una mujer tan guapa; y nunca besaría a otra. Lo cual era un consuelo adicional. Estaba enamorado de ella hasta la yema del dedo meñique del pie. Y ese amor acababa con los últimos restos de su resistencia.
Fue un beso largo y se vio interrumpido un par de veces abruptamente. Primero porque a Max le sobrevinieron unas náuseas que resultaron ser inofensivas: Sissi «la gorda» tuvo alguna aparición esporádica pero por suerte se mantuvo bastante difuminada y de trasfondo; apenas destacaba por encima de la imagen más clara que representaba a la Lisbeth adulta. Max iba dibujando con el pensamiento el contorno de su boca y, además, se había quedado planchado. Sabía que Katrin lo había pillado, pero ¿por qué hasta entonces no le había preguntado nada? ¿Cómo había sabido que él tenía problemas serios para besar? ¿Por qué había esperado hasta ese momento para pedirle un beso? Mientras mantenía la cabeza ocupada con aquellos pensamientos iba ganando un tiempo valiosísimo.
Al principio, incluso hubo unas fases en las que el beso le estaba gustando: notaba el cuerpo de Katrin, inhalaba sus aromas, recordaba la última noche, deseaba que llegara la siguiente y una más y todas las que la sucedieran. En un momento determinado, ella le apartó las manos con las que Max la había tomado por el cuello y se movió de tal manera que sus cuerpos ya no se tocaban en ningún punto; el beso era lo único que los mantenía unidos. Y entonces empezó a soltar también la lengua.
Fue como si de repente Katrin se hubiera apartado de él por completo. Ya no la sentía cerca ni percibía su olor. Tampoco la oía; además, Mozart retumbaba en las teclas de su intérprete dominando el espacio sonoro. El beso dejó tras de sí un vacío pero continuó manteniendo sus efectos. Max experimentó problemas para desfigurar los trazos de la imagen en la que Sissi «la gorda» sonreía con malicia.
—¿Katrin? —preguntó. Y comenzó a buscarla con las manos.
—Estoy a tu lado —le susurró ella al oído. Debía de estar de pie junto a él.
Los labios que ahora rozaban los suyos lo liberaron de su trauma infantil. La boca de Katrin lo rebosaba, su lengua era más ancha e invasora, despedía un olor más dulzón y su sabor le resultaba extraño: por un lado se le hacía raro, por otro le daba la sensación de que ya lo conocía. También los dedos de Katrin le parecían ahora diferentes: más gordos y más fríos. Y le recorrían la cara en toda su amplitud. Ascendieron hasta las sienes, se deslizaron por debajo del pañuelo que le cubría los ojos y lo retiraron despacio hacia atrás, hacia la coronilla.
Max experimentó una sensación de malestar. No era la desgana física que conocía pero procedía de la misma fuente. Lo trasladó hasta sus más terribles pesadillas y le recordó el espeluznante suceso que se le había ido repitiendo de manera recurrente durante toda la vida. Aunque nunca lo había vivido tan cerca. Y entonces desapareció la náusea; la sobrecarga de impresiones fuertes le había bloqueado el cerebro.
Le habían destapado los ojos, pero un mal presentimiento hizo que los mantuviera cerrados todavía un buen rato. Después los entreabrió y… aquellos ojos no eran almendrados. Porque Katrin tenía los ojos almendrados, ¿no? Pero no tenía el pelo rubio con mechas, ni la cara ancha, ni la nariz prominente.
Aquella mujer no era Katrin. Era otra. Una extraña. Lo estrechó con fuerza entre sus brazos y lo besó con avidez y pasión. Max estaba demasiado impactado como para reaccionar de inmediato apartándose de ella. Katrin continuaba a su lado y le puso la mano en el hombro. Tras ella, la experta en temas médicos: ahí estaba Paula, con los ojos resplandecientes. La puesta en escena había sido suya; Max lo supo al instante. Pero ¿de qué iba la obra? ¿Le estaban haciendo una broma? No, las dos estaban demasiado serias para que aquello fuera en broma.
El beso terminó cuando aquella mujer chasqueó la lengua. Max estaba demasiado sorprendido como para sentir asco. La mujer no le resultaba completamente extraña, ya la había visto alguna vez, tenía… esos labios, los mismos labios. Eran los labios de la foto, la foto de… No era la primera vez que la besaba.
—Lisbeth Willinger, encantada —dijo ella y se pasó el dorso de la mano por los labios para limpiarse como si acabara de terminar de comer.
—¡Bravo, Max! —gritó Paula, aplaudiendo, pero con cierta frialdad, como una jefa de cirugía tras el éxito de una intervención.
Katrin lo abrazó y le tomó la cabeza entre las manos como habría hecho una madre cuyo hijo acabara de hacerse un chichón.
—Ya ven. No se ha dado cuenta —celebró Lisbeth Willinger—. ¿Y de verdad que sólo por eso ya he ganado el viaje? —preguntó—. ¡Qué maravilla! Nunca me había pasado una cosa así. Y, además, me lo he pasado bien. ¡En serio! No sé qué pensará mi marido si se entera, pero… Por cierto, ¿dónde están las Maldivas? ¿Cuánto tiempo me queda? Bueno, si alguna otra vez necesitan a alguien… —Paula la acompañó hasta la puerta.
Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón haciendo como que dormía. Pero ya era lo bastante tarde como para empezar a despertarse. Estaba esperando que se apagaran todas las luces. Esperaría hasta que Max estuviera acostado. De hecho (y eso era nuevo), esperaría hasta que Max y Katrin se hubieran acostado. Llevaba esperando más tiempo que de costumbre (eso también era nuevo). Y cuando se acostaron no se produjo un silencio inmediato. Algo también nuevo. Estaban haciendo ruidos en la cama. Pero eso a él no le molestaba. Aunque le impedía hacer lo que tenía que hacer. Ya se callarían en algún momento. Y entonces él volvería a ser el amo mientras estuviera oscuro, como siempre.