Objeción número uno: «Ya estoy enamorado», dijo Max. Objeción número dos: «Quiero acostarme con ella». Objeción número tres: «Además, le he prometido que se lo explicaría». Max le contó a Paula que había entrenado con Natalie y que a Katrin se lo había presentado como una «relación sexual sin complicaciones». Respuesta de Paula:
—Tú eres tonto. Pero muy, muy, muy tonto. El sexo con otra al principio es algo imperdonable. Dile que te inventaste a Natalie para hacerte el interesante.
—No, no puedo. Me daría mucho corte —confesó Max.
—Pues yo más no puedo ayudarte —concluyó Paula. Y con tres palmaditas en los hombros le indicó que daba por finalizado su manual de instrucciones terapéutico.
Cuando Max llegó a casa,
Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Este estado se vio obligatoriamente alterado cuando ambos se pusieron en marcha para acercarse a casa de Katrin.
Kurt
no tenía ganas, pero nadie le preguntó; como siempre, Max tiró de él y lo sacó de allí a rastras. Cuando todavía iban por las escaleras, el animal dejó de oponer resistencia. Una vez fuera, una punzante lluvia le golpeó la piel de braco alemán de pelo duro mientras el odioso viento del Norte le azotaba con descaro aquel hocico tan sensible a los cambios meteorológicos. Además, hacía un frío insoportable en el Parque Esterhazy. Otros perros, a los que se atendía teniendo en cuenta su especie, llevaban en invierno un chaleco.
Kurt
, por supuesto, no, porque a su amo le daba vergüenza. Así es que él tenía que congelarse. Por desgracia estaba demasiado cansado como para presentar una queja.
El piso era un segundo.
Kurt
subió voluntariamente por las escaleras. Necesitaba urgentemente algún objeto de un material lo más áspero posible contra el que poder frotarse el lomo mojado. Se abrió la puerta. La mujer olía a bocadillo que relincha y le resultó conocida. El suelo de la vivienda presentaba un estado lamentable; era como para acudir a la sociedad protectora de animales. Estaba embaldosado, no tenía calefacción y sobre él no había nada que pudiera servir para frotarse. Para llegar a la primera y única alfombra de la casa,
Kurt
tuvo que asomarse a dos habitaciones y husmear en otras dos. Lo bueno fue que encima de aquel modesto cuadrilátero escondido en el último rincón de ese hogar, había una cama debajo de la cual se escondió
Kurt
para descansar. Cuando a Max se le alcanzó preguntarle a Katrin si tenía un trapo para limpiarle al perro las patas y secarle el pelo, ya era, sorprendentemente, demasiado tarde.
Kurt
había calmado por su cuenta el picor que le asediaba el lomo y estaba medio dormido. Como ya no había nada que hacer,
Kurt
dejaba de tener importancia. Seguiría durmiendo hasta nuevo aviso.
Al primer contacto visual, Max olvidó lo que había intentado meterle Paula en la cabeza durante una hora. Había miradas que inmediatamente determinaban lo que iba a pasar a continuación. Katrin estaba apoyada en el marco de la puerta, con las piernas cruzadas y la cadera un poco girada hacia fuera. Max se dio cuenta de que ésa era la mujer por la que habría esperado toda la vida (si hubiera sido uno de esos hombres que son capaces de esperar toda la vida a que aparezca una mujer a la que no conocen). Llevaba un jersey negro fino que le quedaba ajustado y le llegaba como mínimo hasta debajo de la rodilla. Bueno, en realidad, debía de ser un vestido de punto.
Su voz dijo: «Hola, Max, me alegro de que hayas venido». Su cara era de esas que buscan para incluir en los catálogos de moda parisina desenfadada. Su pelo corto y desgreñado, cortado así a posta por una mano profesional, habría ganado un concurso de peinados estrafalarios. Sus ojos podrían haber sido expuestos y catalogados de producto inaccesible de valor desorbitado ante el público más vanidoso. Pero su mirada iba incluso más allá del diseño perfecto. Era una mirada abierta, afilada, viva, auténtica, exigente… e iba dirigida a él. No era una de esas miradas «retrasa-el-beso-unas-semanas-y-aumentará-tu-carisma». No, y tampoco era una mirada «retrasa-el-beso-unos-segundos-y-aumentará-mi-atención». Era una mirada «bésame-ya», una mirada «bésame-aquí-mismo-y-no-pares-nunca».
Max besó a Katrin allí mismo y paró enseguida. Conocía aquella mezcla de vehemente exigencia y traumática repugnancia. Pero no la conocía con tanta intensidad. Aquel beso era distinto a todos los que había vivido hasta el momento. Lo había querido él; él lo había buscado y él lo dirigía. Era la lengua de él la que acariciaba y envolvía; y no al revés, como otras veces. No ofrecía resistencia; se fundía. La boca de Katrin era cálida, suave y agradable.
Max sintió placer. Quería agarrarla por el cuello y estrecharla entre sus brazos. Quería pegarse a ella; que sus cuerpos contactaran en el mayor número de puntos posibles y que no se movieran de ahí; quería seguir besándola hasta que ambos se quedaran sin aire, hasta que los amenazara el hambre o la deshidratación.
Pero tras esa décima de segundo eterna vivida en un beso con absoluta compenetración, su cerebro envió una orden orientada a impedir un pensamiento. Decía: ahora no te vayas por el otro lado, no te pongas a pensar en Sissi «la gorda». Y de esta manera, el nefasto personaje se apoderó de nuevo de él y le introdujo tres dedos imaginarios en la tráquea. Max tuvo que interrumpir el beso de inmediato y separarse de Katrin para así evitar lo peor.
Y entonces sucedió lo segundo peor. Mientras intentaba reducir la náusea, que le había ascendido hasta el cuello, Katrin le clavó una serie de miradas torturadoras: una expectante surgida de la ignorancia; una agotada por la tensión nacida de la inevitable atracción y el más tremendo rechazo; una exigiendo una explicación rápida y completa; una clamando una indemnización de inmediato; y una última mirada que no quería aceptar que se hubiera producido aquella inexplicable interrupción.
Después cerró los ojos, se volvió a acercar a él y le acarició con los dedos las mejillas. Le estaba pidiendo un segundo beso con el que borrar la angustiosa secuencia del primero, al que Max había puesto punto final de una manera que rebasaba los límites de lo ilógico.
Antes de que sus labios pudieran llegar a rozarse, él ladeó la cabeza. Le resultaba difícil recordar cuándo se había avergonzado y odiado tanto a sí mismo por haber hecho un simple gesto como ése.
—¿Tienes un trapo? —preguntó casi sin voz—. Tengo que limpiarle las patas al perro y secarlo para que no te lo manche todo.
Después hubo un silencio absoluto. Katrin no encontraba nada que decir.
—¿Quieres irte? —acabó preguntando una eternidad más tarde.
Y entretanto nada. Ni una palabra, ni una mirada, ni un movimiento. ¿O sí? Ah, sí, claro, por supuesto, le enseñó el piso. Probablemente se lo habría pedido él. Era un piso grande y luminoso y estaba amueblado. O eso es lo que él creía recordar después. Si intercambiaron alguna palabra, y sobre qué, eso ya no lo sabía.
—No, no quiero irme. Quiero explicarte una cosa —contestó él tranquilo y relajado, como un profesor cínico que detesta su trabajo porque no sabe transmitir la materia. La tomó por los hombros para poder sacudirla y provocarle un sobresalto en caso de que no tuvieran efecto sus palabras—. Katrin, tengo f… —Se tragó la frase. («¿No podrías usar otra palabra diferente a “fobia”?», oyó que decía Paula.)—. No me sienta bien besar. —«Paula debería responder de las consecuencias que se deriven de lo mal que ha sonado esta frase con una suma equivalente al valor de la farmacia», pensó Max.
—¿No te sienta bien? —preguntó Katrin, probablemente con la intención de acercar la frase al mundo real al pronunciarla con su propia voz. Daba la impresión de que se había cubierto la mirada con un velo, de que hubiera echado las cortinas para protegerse los ojos—. Entonces no lo hagas. Nadie te obliga.
Sonó más maquillado que un reproche; pero ella ya se encontraba lejos de él. Se había quedado sin rostro; parecía un maniquí frío ante un admirador sin nombre. Había confundido «besar» con «amar», creyó sentir Max. Todas las mujeres confundían el besar con el amar; ése era su problema.
Cuando sonó el timbre ambos se asustaron. Y para ambos el susto fue liberador. Por fin podían vivirlo, demostrar que estaban asustados. Esas cosas sólo solían pasar en las películas que precipitaban el final feliz o en las que acababan en una gran catástrofe. Y el director de ésta debía de estar como una chota, porque al abrir apareció Hugo Boss
junior
(o un profesor de tenis disfrazado de él), que depositó ante la puerta un árbol de orquídeas, entró y preguntó: «¿Molesto?». Aunque a Max le sonó más bien a «Yo soy el que se siente bien cuando besa», como si fuera una cita de
Hamlet
.
Su nombre clave era «Aurelio» y mientras lo pronunciaba le alargó una mano inmaculada, lisa y fuerte para saludarlo. Su rostro anguloso se giró por encima del hombro buscando a Katrin para dirigirle una mirada llorosa y disculparse por haber asumido que habían quedado a esa hora para ir juntos al cine (mientras lo comentaba mostraba la dentadura y se miraba el reloj de oro que lucía en la muñeca). «Te mandé un correo electrónico», se justificó. «No me has respondido», se justificó. «El portal estaba abierto», se justificó. «Así es que he pensado…», se justificó.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Katrin. Y sonó como una grabación.
—De todas formas, yo estaba a punto de irme —completó Max en el mismo tono. Con esa espectacular mentira firmaba voluntariamente su derrota. Y como buen perdedor le estrechó a Katrin la mano, intentando resultar lo más cálido posible, y farfulló con mucho tacto un discreto «muchas gracias» que casi hasta expresaba satisfacción. Ya en el parque pensó en ponerse a aullar como una manada de lobos desatada por la frustración. Deseaba gritar, pero le vino a la cabeza la imagen de Paula y se echó a reír.
Aurelio no pudo quedarse mucho rato. Segundos después de que Max se marchara de su casa, a Katrin le sobrevino un ataque agudo de migraña que empeoró hasta llegar al grito de histeria cuando Aurelio le propuso permanecer sentado junto a la cama hasta que se encontrara mejor. Pasó un cuarto de hora hasta que Katrin consiguió que él se diera cuenta de que allí no tenía nada que hacer y se marchara. Su desaparición le proporcionó a Katrin un tiempo de recogimiento para consolarse de la decepción que acababa de sufrir.
Al rato empezó a sentir que el recuerdo del percance con el beso le generaba cada vez más amargura y decidió no intentar huir, sino aceptar que estaba enamorada de Max sin remisión. Pero se juró que ella tampoco iba a remitir; no pensaba ceder, no iba a darle a Max ni una sola oportunidad para que se le acercara. Y quiso reafirmarse en su decisión inhabilitando el teléfono, el timbre y el ordenador.
Para darle a su desgracia un toque más profesional y revolcarse a conciencia en el dolor, se tumbó en la cama, encendió la televisión y se puso a navegar por entre los canales. Se quedó con un documental sobre «Detección precoz y métodos efectivos en la lucha contra la hepatitis E». Era el colofón perfecto para aquella noche, pensó. Mientras escuchaba las declaraciones del quinto enfermo de hepatitis E se concedió el lujo de quedarse dormida.
Katrin se despertó y tuvo la sensación de que había algo diferente. Por supuesto, enseguida le vino a la cabeza el desastre del beso. Sobre esos cimientos iba a ser difícil construir un lunes, un día laboral, un día invernal, un día de diciembre, un día de Adviento, a siete días de Navidad, a siete días de su treinta cumpleaños. Así es que, en un primer momento, prefirió no abrir los ojos y se esforzó por sumirse en un estado de agonía conscientemente inconsciente que la desconectara del canal de la memoria. Se sentía como atada a la cama y cualquier médico que entendiera un mínimo de Psicología le habría certificado incapacidad para abandonarla en los próximos días. Pero había algo diferente. Olía de otra manera. Katrin no tenía fuerzas para seguir el rastro de aquel olor; se escondió debajo del edredón y se esforzó por no pensar en nada. Y si le venía Max a la cabeza, lo ahuyentaría a golpes de almohada. Ningún hombre le había provocado una herida tan profunda. Nunca se había equivocado tanto al decantarse por alguien. Nadie la había rechazado después de llegar a un estado de entrega y apertura tan completo. No le sentaba bien besar. No, era evidente que no le sentaba bien. ¡No le sentaba bien, no le sentaba bien, no le sentaba bien a ese cerdo!
Pero había algo diferente. Podía percibirlo también allí dentro, por debajo de las mantas. No podía ser su respiración. ¿De dónde había sacado de repente aquella respiración tan pesada? ¿Estaba somatizando los daños provocados por la experiencia de la noche anterior? ¿De la noche a la mañana tenía asma? Aguantó la respiración y escuchó atentamente. Había un ruido, pero venía de fuera. ¿Obras? ¿En el tejado? ¿El quitanieves? No, estaba más cerca. Era como un temblor suave pero constante. Y el epicentro tenía que estar en la habitación. Estaba vibrando la cama.
Katrin todavía no se encontraba preparada para ponerse a buscar el origen del misterio. Todavía no podía enfrentarse al día. Cerró los ojos con fuerza, se tapó las orejas apretando con las palmas de las manos e intentó (en vano) no pensar en nada. ¿Qué numerito era ése de que no le sentaba bien besar? ¿Era algún tipo de perversión? ¿Por qué había tenido que fijarse en él? ¿Por qué tenía que gustarle precisamente a ella? ¿Por qué había consentido que se le acercara ese tío entre un millón? ¿Y por qué había buscado él el acercamiento? Por dinero no podía ser; ella no tenía dinero. Besar no le sentaba bien. Así es que tampoco quería sexo. Entonces ¿qué quería de ella?
Sacó la mano de su escondrijo buscando la almohada. Necesitaba ahogar los pensamientos. Empezó a tantear y tocó un objeto. ¿El despertador? ¿El libro? ¿El mando de la tele? No, era otra cosa. Algo más blando, amorfo. Entonces Katrin sintió en el pecho los golpes de su corazón. Era una sorpresa que todavía estuviera ahí; hacía un momento habría preferido renunciar a él para siempre. Sin embargo, ahora, de repente, lo necesitaba. Estaba nerviosa. Estaba pasando algo en su cama.
Sacó la cabeza de debajo del edredón, se giró hacia el objeto que acababa de descubrir y entreabrió los ojos. En ese momento todos sus sentidos se unieron para dibujarle una imagen completa; y fue demasiado rápido para un grito histérico y demasiado lento para un infarto de miocardio. Katrin agarró aquel objeto y éste profirió un horripilante sonido chirriante. Era el bocadillo de fiambre que relinchaba. Cuando todavía no había terminado de elaborar en el cerebro el estímulo percibido por los sentidos, algo le golpeó en el hombro. Un brazo. Un brazo doblado. Un brazo delgado. Un brazo peludo. Un brazo muy peludo. En ese mismo momento un golpe de aire caliente le alcanzó la nariz. Olía a podrido, tenía un olor ácido, como el de las hojas secas que se depositan en las alcantarillas.