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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (12 page)

BOOK: La huella de un beso
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Y ahora le estaba escribiendo: «Hola Natalie. Seguro que estás ofendida porque me fui de repente y no he vuelto a dar señales de vida. Si quieres, te lo puedo explicar. Si quieres, esta noche. ¿Tienes tiempo para tomar unos vinos?». Ojalá no le respondiera; eso pensó Max mientras dejaba que el dedo corazón se deslizara de la pestaña «eliminar» a la de «enviar».

El cuarto mensaje fue para Katrin. Y Max tenía que reconocer que para él era el más importante. Pero no, no lo reconocía. Escribió: «Hola Katrin, a lo mejor tienes tiempo y ganas de dar un paseíto entre la niebla por el parque Esterhazy conmigo y con
Kurt
.
Kurt
adora la niebla; le gusta quedarse ahí en medio, de pie, esperando a ver si sucede algo. Después podríamos ir a tomar un vino caliente. Dile a tu novio que se venga con nosotros. Un saludo. Max». «¡Vade retro! Viene también el novio», pensó.

Kurt
seguía durmiendo.
Deneuve
bufaba detrás de la puerta mientras la arañaba. A Max seguían faltándole ocho líneas para terminar la columna. Lo último que había escrito era: «Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos». Esa frase era en sí misma un final perfecto. Así es que decidió incrustar un par de ejemplos un poco más arriba para completar:

«Si el amo tiene un mal día, nuestro querido cuadrúpedo lo acusa al cien por cien. Pero si hay, además, una ama en la casa, el perro probablemente ni se entere del mal humor de su dueño, pues éste se concentrará en la señora. Y, por supuesto, también viceversa».

(«Una frase muy buena para rellenar», pensó Max.)

«Y cuando dos se pelean, siempre hay un tercero que sale ganando. Y ese tercero será casi siempre nuestro amado animal: el perro».

Y sin mayor cohesión añadió directamente:

«Hay numerosos ejemplos, extraídos de la vida diaria, que nos muestran que la vida de un perro es mucho más hermosa si su amo y su ama están juntos. Les enviamos besitos desde el hocico de
Kurt
y saludos con acento prenavideño de su amo Max».

¡Hecho! Despertó a
Kurt
y lo sacó del despacho a rastras pasando por delante de
Deneuve
y de la señora Königsberger.

No había respuesta de Katrin, Rodríguez tampoco había dado señales de vida, Paula había escrito: «Me alegro de que des señales de vida. Lo de esta noche nos parece un poco precipitado. Sami tiene que trabajar y yo he quedado con unas amigas. Pero el fin de semana a Sami le toca seminario y yo tendría tiempo. Ya me dirás si te va bien. Paula». Y Natalie también había respondido: «Hola Max, no estoy ofendida, sólo extrañada. No te tenía por uno de esos tíos que desaparecen de hoy para mañana y aparecen de repente pasado mañana. Te confié algunas cosas muy personales y he pasado unas cuantas semanas arrepintiéndome de haberme abierto tanto ante ti. Edgar hoy tiene un curso intensivo, así es que yo tendré tiempo por la tarde. En estos momentos mi interés no se centra tanto en ti, sino en tus explicaciones. O sea, que llámame. Pero si te he asustado con este mensaje, déjalo. Saludos, Natalie».

La verdad es que no lo había asustado, pero en esos momentos él estaba más por la labor de dejarlo. Estuvo esperando respuesta de Katrin hasta las seis de la tarde. Después la llamó y le dejó un mensaje en el contestador: «
Kurt
tiene que salir ya, urgentemente, así es que no podemos esperarte más». Por supuesto,
Kurt
no quería tener que salir ya, urgentemente; estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. Y Max se preparó para pasar la tarde en casa hasta las ocho: unas tostadas, kétchup, Doris Lessing, el teletexto, un Cabernet Sauvignon y Herbie Hancock. Después empezó a sentirse inquieto y llamó a Natalie. Incluso le cedió la ventaja de jugar en casa. Cuando ella preguntó: «¿Quieres pasarte por aquí?», sonó a «sin compromiso». Si no, no habría ido voluntariamente al terreno de ella.
Kurt
se quedó en casa. Estuvo vigilando. (Es un chiste.)

A Natalie nadie le habría echado veintidós años a pesar de que era pequeña, delicada y tenía el pelo rubio con un corte a lo paje que le concedía cierto aspecto infantil. Pero tenía la voz áspera, profunda, unos ojos marrones que transmitían la impresión de que había vivido (y que ella cerraba cinco veces por minuto confirmando que, efectivamente, sabía lo que se hacía) y unas manos finas a las que hacía bailar grácilmente ante su rostro para dar más fuerza a sus enunciados; lo cual era totalmente innecesario porque sus enunciados encerraban en sí mismos la fuerza suficiente. Carecía de ingenuidad y de la más mínima intención de simularla para despertar el instinto protector en los otros. Eso la dotaba de serenidad en su juventud. A Max le gustaba que fuera así.

Como paso previo a las tan esperadas «explicaciones» de por qué Max la había rechazado, ella contó que su amor por Edgar, su profesor en la universidad, se había enfriado porque él no era capaz de decidirse por ella. Puesto que las palabras «enfriado» y «amor» salieron de la boca de Natalie envueltas en un halo de contradicción, Max dedujo que aquel profesor seguía significando mucho para ella, que Natalie no estaba dispuesta a rendirse y que más bien quería vengarse de él por su poligamia. Cuando se quitó el jersey, tal y como se lo quitó, y teniendo en cuenta que el
body
que llevaba debajo no era uno de esos que alguien lleva debajo de un jersey por casualidad, a Max le quedó claro cuándo y con quién pensaba vengarse Natalie de su profesor: ahora y con él.

Su decisión de contarle la verdad se vino abajo cuando ella dijo: «Bueno, ahora explícame qué te pasó aquel día», y por la manera en la que lo dijo. Mientras pronunciaba esas palabras sonreía satisfecha, se acercó a Max y le dio un golpecito en la rodilla con el dorso de la mano. Evitó cerrar los ojos para no mostrar desconfianza. Max se dio cuenta de que estaba esperando una respuesta halagüeña. Quería que le dijera que ella era demasiado segura de sí misma y demasiado exigente para él, que él deseaba «una historia menos complicada» y que de repente había tenido la sensación de que con ella sólo se podía tener «algo más serio»; algo así esperaba escuchar.

En primer lugar, Max aborrecía su frase recurrente de carácter destructor: «Lo siento, tengo fobia a los besos». En segundo, de repente tuvo la sensación de que esta vez podría conseguirlo. El vino se le había subido a la cabeza y había desdibujado los contornos del recuerdo traumático de Sissi «la gorda» que tenía alojado en el cerebro. Y en tercero, vale, es que estaba excitado. De hecho, mucho. Necesitaba sentir a Natalie, rozar su piel, deslizarle las manos por la espalda, agarrarla por las caderas, apretarla fuertemente contra su cuerpo, tumbarse sobre ella, que sus cuerpos se frotaran uno contra otro, penetrarla, verla con los ojos ardientes por el deseo, ver cómo esos ojos observaban su excitación y la estimulaban, la enardecían y lo llevaban al clímax. Ella estaba dispuesta. Lo estaba invitando.

Natalie empezó a mover ante él la parte superior de su cuerpo como si fuera una gatita, bajó el hombro izquierdo y dejó que el tirante del
body
se le deslizara suavemente por el brazo, agarró a Max por las muñecas y le apretó con fuerza para hacerle saber que ya estaba atrapado, a la vez que lo animaba a liberarse de las esposas.

Pero, además, siguió alimentando la distancia con palabras: «Entonces ¿qué te pasó aquel día? ¿Por qué no me quisiste besar?», preguntó casi sin voz y fingiendo una respiración acelerada. Aquellas palabras iban a acabar con todo. Max comprendió que Natalie, en ese momento, sólo aceptaría una réplica: la reacción que probablemente estaba esperando. Sólo había una manera de calmar su ansiedad, una única llave para acceder a su cuerpo. Destino cruel: Max tenía que besar a Natalie.

Cerró los ojos y se acercó a su boca. Max tenía los labios suaves y cálidos y sintió cómo ella los iba cubriendo poco a poco. Experimentó un primer empujón desde el estómago. Max, que en un principio se había adherido con obstinación a los hombros de ella, decidió desviar la atención y empezó a tocarle los pechos. Pero Natalie le tomó las manos y se las colocó otra vez sobre los hombros. El gesto no daba lugar a dudas: el beso continúa, prohibido acelerarse. La pasión de Natalie exigía un mínimo de autocontrol. Su entrega estaba organizada intuitivamente. Incluso el camino que conducía al éxtasis estaba salpicado de metas volantes y discurría por un trazado que debía ser respetado. La primera estación, la más importante: el beso extático.

Max notó la lengua de la chica buscando la suya entre los dientes. Apareció la primera arcada, sintió que le subía una náusea más que evidente. Abrió rápidamente los ojos y vio aquel hermoso rostro, relajado, ajeno a la desesperación de su compañero. Natalie estaba sumida en sí misma, ya no pensaba, actuaba sin intención y sin bloqueos; se entregaba a la experiencia. El beso era para ella puro sexo.

Había encontrado la lengua de Max y la movía en círculos con la suya. Max estaba reviviendo la vieja lucha que tenía lugar sin piedad en su cuerpo: la excitación contra la náusea. Un segundo empellón procedente del estómago le reveló quién podría volver a ser la vencedora indiscutible. Se separó de Natalie y se dejó caer en el sofá. Sabía perfectamente qué no se podía hacer a sí mismo, ni a ella, en aquel preciso instante… pero ya sólo esperaba, desfallecido, que sucediera.

Natalie era incapaz de reconocer el problema y ni siquiera intuía qué peligro la estaba acechando. Se dirigió hacia aquel cuerpo acostado, sin voluntad, se inclinó sobre él, se bajó el
body
hasta la cintura, tomó las manos de Max, se las llevó a los pechos y se los apretó con fuerza. Max pudo realizar dos respiraciones profundas y disfrutar del tacto de sus manos y de la excitación que le provocaba, antes de volver a sentir la lengua de la chica dentro de su boca.

El legado de Sissi «la gorda» había ascendido hasta la garganta. Buscó desesperado en su cabeza un botón destinado a cambiar de canal; a uno donde pusieran fútbol, o la visita del Papa, un terremoto, el tiempo,
Deneuve
,
Kurt
, lavarse los dientes, crucigramas… Las imágenes se iban sucediendo como en una proyección de diapositivas: a cámara rápida, desaparecían enseguida. Natalie lo había tomado por las mejillas como si tuviera unas tenazas y ya no le dejaba mover la cabeza ni a un lado ni a otro. Su lengua, húmeda y salvaje, navegaba por todas partes, jugaba al escondite y a pillar en la boca de Max.

Él estaba medio inconsciente a causa del mareo y del miedo ante las inevitables consecuencias. Si lo viera así Katrin… ¿Se pondría a gritar? ¿O se reiría? ¿Le tendría compasión? ¿Lo consolaría? De pronto sus pensamientos hallaron reposo. Max la estaba viendo, con su pelo negro corto, dándole la mano mientras lo animaba haciendo un gesto con la cabeza. «¿Y has probado alguna vez con grosellas?», le preguntaba mientras levantaba, coqueta, las cejas. «Tenía razón. “Pastel de grosellas” suena incluso mejor que “pastel de pera”», pensó Max. «Y las grosellas espinosas saben incluso menos que las peras», le decía Katrin. Natalie abandonó el beso, le lamió la mejilla, le desabrochó la camisa y lo guió con las manos ávidas y frías hacia el pantalón. El doble clic debió de ser del cierre de su
body
. Los fríos dedos de ella trabajaban hábilmente y con profesionalidad y sólo se retiraron cuando ya no quedaba sitio para ellos. Natalie susurró un largo «síííí», áspero y expectante. Se había sentado sobre él; él estaba dentro de ella.

Max cerró los ojos y dejó que sus manos actuaran como movidas por control remoto, que hicieran todo lo que pudiera aumentar los suspiros y gemidos de Natalie. Le picaba la cara, empapada por el sudor segregado por el miedo, pero había logrado reducir con éxito un par de violentos ataques de indisposición. Nunca había aguantado tanto. Los movimientos de la chica eran cada vez más intensos. Volvió a disfrutar de pequeñas convulsiones provocadas por el placer. Entonces la lengua de Natalie se arrastró en ascenso por su cuello. Él llevó la mandíbula hacia atrás para cortarle el paso. Ella superó el obstáculo sin esfuerzo. El martirio del beso no había acabado.

A Max se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió a intentar la huida hacia Katrin. ¿Cómo era el sueño? ¿Dónde se había quedado? Katrin quería tener a
Kurt
y para ello estaba dispuesta a acceder a cualquier deseo de Max. «Va, venga, ¿qué quieres que haga?», le preguntaba. Sólo se podía ver el brillo de sus ojos almendrados a través de la ranura de su traje espacial amarillo. (Porque tenía los ojos almendrados, ¿no?) «Tú me pones las manos en la nuca y vas bajando, deslizándome los dedos por toda la espalda, despacio», creyó que decía. Y cómo lo miraba ella. «¿Harías eso por mí?», creyó que preguntaba. Entonces Natalie le lanzó una mirada que lo atravesó, tomó aire, empezó a gritar y no paraba: «Ayyyyyy, aaaaahhhh, sííííííííí…, síííííí». Se desbocó, echó la cabeza hacia atrás, apretó las piernas oprimiéndole las caderas, desplegó los dedos y le clavó la base de los pulgares en los hombros. Tres veces más, más despacio, no tan alto, algo más juiciosa: «Aaaahhhh, aaaah, aaaah». Después se dejó caer sobre él, agotada, y le apoyó la cara ardiendo sobre el pecho.

Max notó que su grado de malestar iba descendiendo y perdiendo fuerza. «Qué fuerte», susurró Natalie. No se había dado cuenta de nada. Max lloró: triunfante de alegría y por el miedo que había pasado. Por lo que pudiera pasar, prefirió mantener los ojos cerrados un rato más. Por lo que pudiera pasar, prefirió seguir pensando un poco más en Katrin. ¿Lo habría hecho?

13 de diciembre

Katrin se despertó y se preguntó para qué. Empezaba un día del que podía decir con los ojos cerrados que no iba a ser más claro porque los abriera. Uno de esos días en los que se sacrifica la calidez debajo del edredón por la certeza de que fuera no se encontrará nada más satisfactorio que obligaciones que cumplir. Uno de esos días en los que uno intenta constantemente convencerse de que le ha tocado algo bueno, de que todo va bien, de que no se puede quejar. Eso era lo peor de esos días: que aburrían sin descanso, desde el despuntar del alba hasta la liberación al abrazarse a la almohada al caer la noche, y uno no podía quejarse; porque las cosas le iban bien.

Por ejemplo, una ayudante técnico sanitario de Oftalmología que tenía que pasar seis horas realizando un trabajo en cadena que incluía una vertiente social tenía que mostrarse de buen humor, apretarse las tuercas que hiciera falta en el cerebro, para tratar a los pacientes según la normativa de la buena atención al cliente, y exprimir hasta la última gota de alegría y ganas de vivir que se le podía extraer a un maldito y oscuro día de diciembre. A cambio, en el mejor de los casos, recolectaría piropos de folleto publicitario referidos a la blancura de sus dientes o el brillo de sus ojos verdes. En la mayoría de los casos, sin embargo, envidias; porque la gente tiene muy mal carácter y cuando se ve a alguien de buen humor y con ganas de vivir, sobre todo en uno de esos días, lo lógico es pensar que a ésa, a ésa sí que le va bien.

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