Agitado, inspeccionó de nuevo el armario de la cocina. Estaba seguro de que tenía cacao en polvo por alguna parte; en las fiestas de cumpleaños siempre había chocolate. Finalmente encontró una lata con unos restos de polvo amarronado. Cogió un poco con el dedo y lo chupó. Sí, era chocolate, dulce y delicioso. Casi le vienen lágrimas a los ojos. Debía de haber habido un momento en su vida en el que había estado acostumbrado a aquel sabor.
Echó leche en un cazo, encendió el fuego, añadió el cacao en polvo y esperó a que se espesara.
Al cabo de un momento entró en la sala de estar con una taza en la mano, donde la niña esperaba sentada en el sofá. Le ofreció la taza.
—¿Y no hay pastel?
—¿Pastel?
—En los cumpleaños siempre hay un pastel.
—Falta un pastel, tienes razón.
Se le pasó por la cabeza bajar rápidamente a la pastelería y comprar uno, pero al final descartó la idea y se sentó en el sofá.
La niña tomó un sorbo de chocolate. A continuación dejó la taza a un lado y le dirigió una mirada de interrogación.
—¿Y Paula?
Él no respondió.
—¿Eres el padre de Paula?
Él negó con la cabeza.
—¿Quién eres entonces?
Él cruzó las manos, nervioso, las separó y las volvió a cruzar. «Es injusto —pensó—. Es injusto no decirle la verdad».
—Aquí no vive ninguna Paula, ¿verdad?
Él volvió a negar en silencio, con gesto vacilante.
Estuvieron un buen rato callados, hasta que finalmente él dijo, en voz baja:
—Entonces, ¿no sabes cómo es la casa de Paula?
—No me ha invitado nunca —suspiró la niña—. En realidad no la soporto. Y creo que yo a ella tampoco le caigo muy bien. —Cogió la tarjeta, la leyó y parpadeó—. Seguro que ha escrito un número de puerta equivocado.
—El veintinueve —dijo él.
—Sí, eso pone aquí: veintinueve.
—¿Y el nombre de la calle también es correcto? —preguntó la niña, y lo leyó en voz alta.
—Sí, es ése.
La pequeña volvió a suspirar.
—¿Lo habrá hecho a posta? ¿Tú crees que me ha querido tomar el pelo?
Él se encogió de hombros y ella tomó un largo trago.
Le quedó un bigote de chocolate, que se relamió.
—¿Traes un regalo para Paula?
Ella negó con la cabeza.
—Mi madre no tiene mucho dinero. En realidad… —empezó a decir, pero entonces se calló.
—¿En realidad qué?
—En realidad me alegro de no estar en casa de Paula. No habría quedado muy bien, sin un regalo.
Él asintió en silencio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña.
—Konrad —dijo él.
—Qué nombre tan raro.
—¿Es raro?
La niña asintió con la cabeza.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
—Lene.
—Lene, bonito nombre.
—Bueno, no está mal.
—Si quieres me puedes llamar Konnie. ¿Qué te parece Konnie?
La niña hizo una mueca.
—Konnie aún es más raro.
—Pues entonces llámame Konrad.
—¿Tú no bebes chocolate, Konrad?
—Ahora mismo me preparo uno.
Se levantó y fue a la cocina. El corazón le latía con fuerza. Todo había cambiado radicalmente. El día era como una flor, una hermosa flor de colores llamada Lene.
La leche empezó a hervir y Konrad añadió el cacao en polvo. Se dio cuenta de que, mientras lo hacía, silbaba una melodía.
Fue a la sala con la segunda taza en la mano y se sentó en el sofá, junto a la niña. Ésta le habló de su madre mientras él se tomaba el chocolate a sorbos. Sabía a infancia y a felicidad, pero también a algo más, algo que le producía cierta tristeza. Rebuscó en su mente un concepto que definiera aquella sensación, pero no lo encontró.
—Me gusta mi mamá —dijo la niña.
Él asintió con la cabeza: normal, a todos los niños les gusta su madre. En su caso también había sido así, también le había gustado su madre.
—¿Y tu padre? —le preguntó.
La niña no respondió.
—¿Qué pasa con tu padre?
—No tengo padre —dijo finalmente la niña—. Mi madre dice que tengo sólo un progenitor.
«Sí, así es. Exactamente así».
—¿Conoces a tu padre?
La niña asintió en silencio.
—Le pega a mi madre.
La niña se echó a llorar. Él dudó un instante, pero finalmente le pasó un brazo por los hombros.
Lene se apartó.
—Suéltame, no debo permitir que los extraños me toquen.
Él apartó el brazo y le ofreció un pañuelo. Lo sacó de un paquete de plástico arrugado; estaba sin utilizar, aunque no muy liso. La niña lo cogió de todos modos y se sonó la nariz.
«Está sola —pensó él—, totalmente sola en el mundo». La comprendía a la perfección.
—Dame, que lo tiro —le dijo, y alargó la mano para que le diera el pañuelo usado.
—Pero es asqueroso.
—No, no lo es.
Ella le tendió el pañuelo, con gesto dubitativo. Él se lo guardó y volvió a sentarse junto a ella. La niña le dirigió una mirada inquisitiva.
—Has dicho que ibas a tirarlo.
—Te lo guardo para más tarde.
La niña arrugó la frente.
Estuvieron un rato en silencio. No era en absoluto desagradable estar sentado junto a aquella niña, sin decir nada. El corazón le latía con fuerza, se sentía bien.
De repente Lene se sacó una foto del bolsillo del vestido. De hecho, sacó todo lo que éste contenía: dos llaves atadas con un cordón, seguramente las llaves de su casa, un paquete de chicles, un pequeño colgante en forma de un monstruo con la barriga grande, a buen seguro el personaje de una película de dibujos animados que él no conocía, y por último la foto. La alisó y se la enseñó.
—Ésta es mi mamá.
Él se inclinó y la observó durante un buen rato.
A continuación miró a la niña.
—Tienes el pelo tan bonito como tu madre —le dijo.
Lene se pasó la mano por el pelo, con gesto infantil y coqueto.
Él no pudo evitar sonreír.
—Sí —insistió él—, un pelo tan encantador como el de tu madre.
Lene sonrió también, pero entonces se puso seria.
—Ahora tengo que irme —dijo, y volvió a guardarse la foto. Recogió también las llaves, el monstruo con la barriga grande y el paquete de chicles.
Él notó un pinchazo.
—Quédate un rato más —le dijo.
—Mi madre se va a preocupar.
—Pero en realidad se supone que estás en casa de Paula. Y las fiestas de cumpleaños duran mucho rato.
—No, no, me tengo que ir.
Lene se levantó. Él le clavó los ojos.
—Quédate —dijo, más fuerte de lo necesario.
Notó como se le encogía el corazón.
Cuando Lene llegó a casa, encogió la cabeza de forma inconsciente, a pesar de que no era especialmente alta y el techo de su casa tampoco era particularmente bajo.
Cruzó el pasillo sin hacer ruido. La puerta del comedor estaba cerrada y Lene pegó el oído en ella. Cuando el hombre al que su madre se refería como su «progenitor» las visitaba, en la casa faltaba el aire y era como si el techo descendiera sobre ellos.
En efecto, oyó su grave voz de bajo. También oyó la de su madre, que sonaba ligeramente embriagada. Por lo general, su madre estaba bien; mientras no recibiera la visita de su progenitor, todo iba bien.
—Pero no quiero —exclamó su madre al otro lado de la puerta.
—No te pongas así.
—Déjalo ya, Bernd.
—Eres una…
Un jadeo ahogó la siguiente palabra.
—¡He dicho que no! —gritó su madre.
El jadeo se convirtió en una tos.
Su progenitor carraspeó al otro lado de la puerta.
—Eres una zorra asquerosa. Maldigo el día en que naciste.
—Pues lárgate de una vez.
—Y maldigo también el día en que esa mocosa de mierda vino al mundo.
—¡Bernd!
Se oyó un tintineo de botellas. Lene contuvo el aliento.
—Eso no vuelvas a decirlo, Bernd.
—Es una mocosa de mierda, una desgracia.
—¿Una desgracia? ¿Consideras a tu hija una desgracia?
—Es una catástrofe.
—Pues tú eres un ser repugnante y…
Su madre no pudo decir nada más, se oyó un bofetón. Y entonces empezaron los ruidos que Lene más temía, los ruidos que soltaba su progenitor cuando le hacía daño a su madre. En una ocasión, Lene había entrado desprevenidamente en el dormitorio y había encontrado a su madre con su progenitor; su madre estaba hecha una madeja, la madeja tenía patas de araña y una cabeza roja de araña con los ojos de su madre. Los ojos la miraron y la araña empezó a gritar, aunque las arañas no gritaban; las arañas eran asquerosas y silenciosas. «¡Vete, Lene, vete!», había gritado la cabeza de araña.
Lene se alejó de la puerta.
Entró en su dormitorio, se echó encima de la cama y abrazó a
Jo
.
Jo
era su tortuga de peluche. Iba a huir con
Jo
, muy, muy lejos.
Jo
vivía en una isla y se la llevaba hasta allí. Para llegar a la isla tenían que nadar. Pero
Jo
nadaba muy bien, ella sólo tenía que agarrarse a su caparazón y dejarse arrastrar. Al otro lado de la ventana estaba el oscuro patio interior con sus cubos de basura, pero, si cerraba un momento los ojos, detrás aparecía el mar.
Jo
nadaba y nadaba, con Lene a cuestas.
Jo
nunca le fallaba.
Atravesaron el ancho mar y pronto llegaron a una playa con palmeras y cocoteros, y sin progenitores.
En la habitación contigua, donde su madre lloraba y chillaba, nadie sabía nada de aquella isla. Se tendió con
Jo
en la playa y se sintió segura: allí no había ningún progenitor que la considerara una desgracia, ni una catástrofe. Las olas color turquesa rompían en la playa, se balanceaban, murmuraban. En el cielo había peces voladores y papagayos de colores.
Cuando su madre entró en su habitación, Lene estaba ya casi dormida.
La niña abrió los ojos.
—¿Se ha marchado? —preguntó.
Su madre asintió con la cabeza.
Tenía la cara hinchada y los ojos rojos.
—¿Qué tal en casa de Paula?
La madre le apartó el pelo de la frente.
Lene se abrazó a
Jo
aún con más fuerza.
—¿Cómo ha ido la fiesta de cumpleaños?
Ella quería regresar a la playa, pero con su madre allí le era imposible.
—Vamos, di, ¿qué tal ha ido?
—Bien —murmuró Lene, y se puso de lado.
Por fin, su madre le dio las buenas noches y salió del cuarto.
Era lunes por la tarde y Trojan estaba estudiando las fotos del lugar del crimen que había colgadas en la pared: las sábanas empapadas de sangre, el pájaro mutilado, las cuencas de los ojos negras y resecas, ya sin vida, y la cabeza casi calva de la fallecida. A continuación contempló la foto de Coralie Schendel que había tomado su novio antes de su muerte: mostraba a una joven con el pelo largo y rubio, ojos relucientes y una alegre sonrisa en los labios.
Trojan soltó un suspiro.
Encima de la mesa había un kebab a medio comer que Gerber le había comprado en el turco de la esquina.
Trojan lo cogió y le pegó un mordisco desganado. Su mirada se posó en la ampliación de la herida del cuello, y luego en los jirones de piel que colgaban de la sien izquierda. De pronto le vinieron arcadas. «No vomites —se dijo—, ahora no».
Tragó con fuerza e intentó comer un rato con los ojos cerrados, pero no servía de nada. Asqueado, envolvió los restos de comida con el papel de aluminio y apartó el kebab. Bebió un trago de la botella de agua mineral y echó un vistazo a la lista.
Al cabo de cinco minutos tenía que recibir al siguiente grupo de testigos anónimos que aseguraban disponer de información. Quedaban aún tres nombres en la lista, aquello podía durar una hora.
Echó un vistazo al reloj.
Entonces se sobresaltó y comprobó su agenda.
En la casilla correspondiente al lunes diez de mayo, a las seis de la tarde, encontró un garabato, tan sólo un garabato con tres rayas. Era la señal secreta con la que marcaba las sesiones de terapia, por si Gerber miraba alguna vez su calendario.
Se levantó de un salto y fue a la sala contigua. Ronnie estaba sentado a la mesa, ante una mujer mayor que hablaba con él y gesticulaba sin parar. Por su expresión facial resultaba evidente que su testigo no iba a aportar nada nuevo. Estaban encallados, se maldijo Trojan. Estaban encallados.
—Ronnie, ¿puedes venir un momento?
Ronnie Gerber se disculpó ante la autodenominada testigo y se reunió con Trojan en el pasillo.
—Ronnie, te deberé una cerveza, ay, qué digo, tres cervezas, si me sustituyes durante la próxima toma de declaración.
—Nils, esto no va así.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero es que es muy urgente.
—Todos estamos hasta el cuello de trabajo, no puedes escaquearte de esta manera.
—Es cuestión de vida o muerte.
—Joder, tío, pero ¿de qué vas? —preguntó, subiendo de volumen.
—Por favor, Ronnie, sólo esta vez.
Gerber frunció el ceño y se lo quedó mirando un buen rato.
—Vale, lárgate, Nils —dijo finalmente.
—Eres un verdadero colega.
Gerber volvió a entrar en la sala de declaraciones y cerró la puerta de golpe. Trojan cogió su chaqueta y salió corriendo del edificio.
Llegó a la consulta con diez minutos de retraso. En esta ocasión le abrió Jana Michels en persona.
—Ah, por fin, señor Trojan.
Él respiró con dificultad y se dio cuenta de que sudaba a mares. De repente temió que fuera a venirle un eructo con olor a kebab.
Trojan murmuró una disculpa y la doctora esbozó una leve sonrisa y lo invitó a pasar.
—Acompáñeme, por favor.
Él la siguió, como un niño obediente.
Al llegar a la habitación del fondo del pasillo siguieron el procedimiento habitual: ella escribió algo en su portátil mientras él esperaba en uno de los dos sillones de piel. Trojan se secó el sudor de la frente con un gesto furtivo.
Finalmente, la doctora Michels se sentó ante él.
—No lo aguanto más —estalló él.
La doctora le dirigió una mirada de sorpresa.
—Esta terapia. No puedo más —añadió, y al ver que ella no respondía nada siguió hablando—. Mi compañero ha tenido que sustituirme y encargarse de tomar declaración a varios testigos, estamos trabajando en un caso de asesinato brutal y no disponemos de nada, en la comisaría hay muy mal ambiente, todos estamos a la que salta y encima no puedo dormir porque me persiguen las imágenes del escenario del crimen. Y me pregunto por qué hago todo esto y adónde me lleva. Ya no lo aguanto más.