—Se refiere a la terapia o al caso de asesinato.
—A las dos cosas.
La doctora Michels arqueó las cejas.
—¿Es posible que confunda una cosa con la otra?
—¡Pero cómo voy a centrarme en mi vida interior si no hago más que trabajar!
—Ésa es una pregunta legítima.
—Siento que tengo que desconectar de todo lo relacionado con mi vida personal, pues de otro modo no soy capaz de concentrarme en el caso.
—¿Quiere hablarme del caso?
Se hizo un gran silencio en la consulta. Trojan pensó un instante. La doctora se debía a la confidencialidad profesional y, si él no le daba nombres, no corría ningún peligro. Por otro lado, sin embargo, durante los últimos días había estado sometido a tanta tensión que temía que le pudiera fallar la voz.
Finalmente empezó a contárselo todo: no le ahorró ningún detalle del crimen, enumeró los pormenores de la investigación y, a medida que fue hablando, fue sintiendo un alivio cada vez mayor.
Ella no lo interrumpió. Cuando por fin terminó de hablar, no sabía cuánto tiempo había pasado.
Ambos guardaron silencio. Trojan oyó la respiración de la doctora. Entonces, en voz baja, ésta dijo:
—Comprendo perfectamente, señor Trojan, que todo esto le suponga una pesada carga. Ha de presenciar cosas horribles y eso es perturbador. ¿Y de verdad no disponen de ningún punto de partida en la investigación?
Él negó con la cabeza.
—La mayoría de los asesinatos los cometen conocidos de la víctima, pero en este caso creemos que no es así. El autor de los hechos logró entrar de algún modo en la casa de la víctima.
—El pájaro podría ser una pista.
Él asintió.
—Y seguramente el hecho de que éste estuviera desplumado —añadió— también es relevante.
Trojan volvió a asentir y dijo:
—Pelo y plumas…
—El pelo de un ser humano…
—… son las plumas de un pájaro —añadió él.
—El asesino parece perseguir algo, por eso robó el pelo de su víctima del mismo modo que le robó las plumas al pájaro.
—¿Y qué le sugiere lo de los ojos? —preguntó Trojan.
—¿Qué le sugiere a usted?
Trojan no respondió.
—Espontáneamente, ¿qué le sugiere?
—Arrancados, vacíos.
—¿Tan vacíos como se siente usted?
—Desvalidos, sin esperanza, a oscuras. Pero sí, así es como lo veo yo, tengo que pensar en el asesino.
—¿Es posible que no quisiera que la víctima lo viera mientras hacía lo que hizo?
Trojan levantó la mirada.
—¿Sugiere que quería ocultar algo?
—Es posible.
—Pero ¿qué?
—¿Qué cree usted?
Trojan pensó un momento, pero finalmente negó con la cabeza, sin decir nada.
—¿Un defecto, tal vez? —sugirió la doctora Michels—. ¿Una tara?
—¿Algo de lo que se avergüenza, quiere decir?
Ella asintió.
—¿Qué aspecto tenía la mujer a la que mató? —le preguntó tras una pausa—. ¿Tenía algo de peculiar?
—Una hermosa melena rubia, larga y sana.
—¿Es posible que se llevara la cabellera de su víctima como trofeo?
—Un trofeo, sí. Pero ¿qué hace con él?
—Mirarlo, tocarlo. Eso le permite evocar una y otra vez el crimen. A lo mejor incluso se lo puso.
—¿Me está diciendo que se puso la cabellera de su víctima?
Ella se encogió de hombros.
—Es sólo una hipótesis, nada más.
Trojan respiró hondo.
—Un trofeo, una peluca —murmuró. Entonces la miró—. Gracias.
Jana Michels sonrió.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por escucharme.
Se miraron durante mucho rato.
«Ahora es cuando me dice que es su trabajo —pensó él—. Espero que no vuelva a hacer alusión a su trabajo».
Pero no dijo nada.
—¿Es posible que ése sea su problema, señor Trojan? —le preguntó, en cambio, al cabo de un rato—. ¿Que le falte alguien con quien hablar y a quien contárselo todo?
Él tragó saliva.
—No lo sé.
Ella esperó. Él se sentía incómodo.
—No sé qué se supone que debo contestar.
—Nada, esto no es un interrogatorio. Pero piense en ello.
Echó un vistazo a su reloj de mesa.
«Ahora es cuando me dice que tenemos que dejarlo por hoy», pensó él. ¿Había pasado tanto tiempo? ¡Pero si acababa de llegar! ¿Era posible que hubiera estado hablando tanto rato? Estaba confundido. Aliviado y confundido a partes iguales.
—¿Quiere pensar hasta la semana que viene si de verdad desea poner fin a la terapia?
Él asintió débilmente.
—¿Hemos concertado ya una visita para la semana que viene? —preguntó mientras hojeaba su calendario—. ¿Qué le parecería el lunes a la misma hora? ¿Cree que se lo podrá combinar?
—¿Y qué me dice de este viernes? —preguntó él rápidamente—. Viernes a última hora. La invito a cenar.
Ella levantó los ojos.
Durante un momento, Trojan dudó de si realmente había formulado aquella pregunta.
El momento duró dos, tres segundos, hasta que la doctora Michels se levantó. Trojan hizo lo propio.
—Muy bien —dijo la doctora—. Viernes por la tarde, aquí.
—¿Aquí?
—A las ocho en la consulta.
Él se la quedó mirando. Una extraña sonrisa asomó a los labios de la doctora.
—Es su próxima visita.
La pizarra estaba llena de números y la maestra dijo algo. De repente se hizo el silencio en la clase. Todos miraron a Lene, que no estaba escuchando.
—¿Piensas salir a la pizarra de una vez?
La maestra llevaba un jersey a rayas; si las miraba durante demasiado rato, las rayas temblaban.
Lene se levantó y fue hasta la pizarra. Cogió la tiza y miró los números.
La profesora volvió a decir algo y toda la clase se rió.
Entonces Lene escribió otro número al final de la retahíla de números, después del signo de igual.
—¿Puedes explicarnos cómo has llegado a ese resultado?
La maestra la atravesó con la mirada. Se llamaba señorita Stumpe.
—¡Lene! ¡Te he hecho una pregunta!
Pero, en lugar de contestar, Lene tachó el número que había escrito.
—Si quieres corregir algo mejor utiliza la esponja —le dijo la señorita Stumpe.
A Lene le daba asco la esponja, que olía a agua sucia. Como goteaba, Lene la escurrió y formó un charco en el suelo. La señorita Stumpe se puso roja como un pimiento. Lene sabía que después de ponerse de aquella forma empezaba a gritar y que a ella le dolían los oídos.
La clase volvió a reírse de ella.
Sonó el timbre y Lene pudo respirar.
Quiso regresar a su sitio, pero la señorita Stumpe la cogió por el brazo. Olía a desodorante debajo del jersey. Las rayas empezaron a temblar.
—Tienes que esforzarte más, Lene, o no llegarás a ninguna parte.
Le estrujó el brazo y Lene hizo una mueca.
En cuanto hubo salido del colegio echó a correr. Tenía que recoger a Berenice y preguntarle si por la tarde le apetecía quedar para jugar; las tardes eran largas.
Se dio cuenta justo a tiempo de que Paula iba con Berenice, ya casi había llegado donde estaban ellas y vio cómo cuchicheaban algo, se reían y se volvían hacia ella.
Lene se quedó inmóvil durante un momento.
Berenice y Paula siguieron caminando.
Durante el recreo, Paula había anunciado que no iba a hablar nunca más con Lene porque ésta no se había presentado a su fiesta de cumpleaños.
Quizá Berenice tampoco hablaría más con ella.
Lene se aferró a su bolsa del colegio y se marchó sola a casa.
Clavó los ojos en las baldosas de la acera de la Weserstrasse. Si no quería tener mala suerte, no podía pisar las grietas que las separaban. Caminó con pasos bien largos y lo logró. Pero justo antes del cruce con la Fuldastrasse tropezó y pisó una grieta.
«Quemada en la hoguera», pensó.
Abrió la enorme puerta pintada de marrón y entró en la escalera oscura. Como siempre, rozó la mancha de la pared con el dedo mientras subía al primer piso. Hacía ya tiempo que había dejado de contar los peldaños. Había sesenta y ocho, lo sabía perfectamente y eso no iba a cambiar.
Agachó la cabeza. El piso estaba vacío, su madre aún estaba en el trabajo. A Lene le gustaba visitarla en la pequeña filial de la droguería donde trabajaba, ataviada con una bata blanca que, por lo menos a ojos de su hija, le daba aspecto de doctora. La tienda era tan pequeña que uno chocaba con los hombros en todas partes y la madre era la única dependienta. Había una cámara de videovigilancia conectada a un pequeño monitor situado en el cuartito trasero. Cuando no había clientes, Lene se escondía entre las estanterías y su madre tenía que encontrarla en el monitor.
Lene arrojó la bolsa del colegio a un rincón.
Jo
estaba encima de la cama, observándola. Se lo llevó a la cocina, donde llenó un cuenco con chocopops. Los cubrió de leche, se puso a
Jo
bajo el brazo y fue al comedor.
La puerta estaba entornada y la abrió.
Entonces se asustó.
Encima de la lámpara había algo que no debería estar allí.
La estaba mirando.
Lene contuvo el aliento y no se movió. Dejó el cuenco encima de la mesa del comedor y junto a éste el animal de peluche.
Se acercó lentamente a la lámpara, pasito a pasito.
El pájaro batió las alas y revoloteó por todo el comedor. Lene se agachó, su agitado aleteo le resultaba molesto.
Era un pajarillo, con la cabeza negra y el pecho cubierto de plumas rojas.
Chocó contra el techo y siguió volando.
Lene alargó los brazos y empezó a perseguirlo.
—Ven —le susurró—. Ven aquí.
Pasó la hoja con cuidado por encima de la piel, un simple corte y tendría que acudir a la cita con una tirita.
«¿La cita?», pensó. No, era tan sólo una visita.
Estiró el cuello y se afeitó la delicada piel de alrededor de la nuez. En aquel preciso instante le vino a la mente la imagen de la muerta y se dio un corte del que brotó una gota de sangre de color rojo oscuro.
Trojan soltó un taco.
Dio unos toques con una barrita cauterizadora en la herida, se limpió los restos de espuma y volvió a usar el cauterizador. No iba a necesitar la tirita.
Contempló su imagen en el espejo, escondió la tripa y tensó los músculos.
Finalmente se masajeó las mejillas con loción de afeitar, aunque sin pasarse, pues el olor podía resultar molesto.
¿Era una visita o una cita?
—Ánimo —se dijo.
En el dormitorio abrió el armario y abordó la cuestión de la camisa. La azul oscuro con el cuello de botones no estaba mal, pero por desgracia estaba arrugada; debía de haberla guardado sin prestar atención. No le gustaba nada planchar, pero con muchas camisas no le quedaba más remedio. Sacó una blanca de lino, combinaría bien con los tejanos negros, aunque a lo mejor el lino estaba un poco pasado de moda, ¿no?
Trojan sacó varias camisas más, pero finalmente decidió planchar rápidamente la azul marino. Echó un vistazo al reloj, tuvo un breve ataque de pánico y abrió la tabla de planchar.
En aquel momento sonó el teléfono.
«Llama para cancelar la cita —pensó, pero era el teléfono fijo—. Si alguien quiere cancelar una cita tan a corto plazo, llama al móvil», se dijo.
Se acercó al teléfono y miró la pantalla. Mostraba el número de Friederike, su ex mujer. Típico de ella, llamar justo aquella noche.
Tampoco podía descartar que hubiera tenido un presentimiento.
Estaba a punto de ignorar la llamada cuando se le ocurrió que podía tratarse de algo relacionado con Emily.
Así pues, descolgó.
—¿Sí?
—Hola, papá.
Era su hija.
—¡Emily!
La mala conciencia se apoderó de él inmediatamente. No había hablado con ella en toda la semana, aunque se había propuesto firmemente hacerlo.
—¿Cómo estás, cariño?
—Tirando.
—¿Pasa algo?
—No, nada.
«Está aburrida —pensó—, y necesita hablar con su padre, pero su padre tiene mucha prisa, para variar».
—Se me ha ocurrido llamarte al fijo, por si estabas en casa.
Trojan miró el reloj: las ocho menos veinte.
—Y ya ves, he tenido suerte.
Trojan murmuró algo incomprensible.
—¿O estás acompañado?
—No, qué va.
Su hija se rió en voz baja.
—Estás con Doro, ¿verdad?
—Que no.
Trojan se acaloró. ¿Era necesario que mencionara a Doro?
—Salúdala de mi parte.
—Descuida.
—En realidad yo quería quedar con Leo, pero…
Trojan prestó atención. Era la primera vez que su hija mencionaba aquel nombre.
—Debería ser él quien me llamara, ¿no crees?
—¿Quién es Leo?
Emily no respondió. Trojan la oyó respirar al otro lado de la línea y la imaginó sentada en su cama, con las piernas encogidas, retorciéndose el pelo con los dedos en busca de puntas abiertas.
—¿Emily?
Durante un instante temió que su hija fuera a echarse a llorar. Por Dios, si eso sucedía nunca llegaría a tiempo a su cita, o a su visita; como padre, tenía la obligación de consolar a su hija si ésta estaba preocupada.
—¿Sigues ahí, Emily?
Ésta respiró hondo.
—Sí, aquí estoy. Leo es… ¿cómo te lo cuento?…
Trojan echó otra mirada al reloj y tomó una decisión:
—Emily, ¿qué te parece si vienes a verme este domingo y me lo cuentas todo? Es que… ahora tengo prisa.
—¡Tienes una cita! Bueno, claro, es viernes por la noche y los viernes por la noche la gente tiene citas.
—No me malinterpretes, es que…
—Yo también tenía una cita, pero… —empezó a decir, pero se calló.
—¿Está mamá ahí? —preguntó él con mucho tiento.
—¿Eh?
Hubo una pausa, la pausa típica cada vez que mencionaba a su madre.
—Bueno, ¿qué me dices del domingo?
—¿El domingo? —preguntó Emily muy despacio, como si tuviera que pensárselo. Hubo otra pausa—. ¿A qué hora?
—A las once. Desayunaremos, iremos a pasear… «Leo —pensó—, a lo mejor tiene penas de amor». ¿Vale?
Aguzó el oído, intentó leer en su silencio si le parecía bien o no. ¿Acaso tenía la sensación de que se la estaba sacando de encima?
Eran las ocho menos cuarto.
¿Era un mal padre?
—Vale —dijo Emily.