Read La justicia del Coyote / La victoria del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—Aquí tiene su nombramiento y unas instrucciones impresas. Léalo en su hotel y esté preparado para iniciar con éxito su nueva vida. Ahora le acompañaré al despacho del señor Watkins. Me ha dicho que desea hablar con usted.
Cuando Hobart regresó de la oficina de su superior, fue a abrir una puertecita que daba a un cuartito donde había unas perchas y un lavabo. Jedd Truman estaba allí, sentado en una silla y jugueteando con un cigarro que no había encendido, sin duda para no denunciar con el aroma del tabaco su presencia en aquel lugar.
—Todo arreglado —dijo Hobart.
—Sí, ya lo oí —replicó Jedd—. Creo que hemos hecho una buena adquisición. El muchacho nos ha costado cincuenta mil dólares de deudas y más de cien mil de soborno; pero nadie dudará de él. Los asaltos a las diligencias continuarán, y aunque alguien llegue a sospechar quién nos da los informes, como ya se cometían antes de la entrada en escena de Azcón, no podrán figurarse que él sea, simplemente, un sustituto del antiguo confidente… Y tampoco sospecharán de ti, ya que, a pesar de haberte marchado, los robos seguirán como antes.
—¿No podríamos organizar algo en Utah? —preguntó Hobart.
—Tal vez más adelante —replicó Truman—; pero de momento explotaremos hasta el final la ruta Cordillera–San Francisco. Estamos demasiado bien organizados ahora para dejarla abandonada.
—¿No te dio el jefe ningún encargo para mí?
—Me pidió que te saludara de su parte y que te preguntase si habías recibido tu comisión.
—Claro. Pero me gustaría continuar trabajando en Utah.
—Todo se hará a su debido tiempo. Precipitar los acontecimientos es peligroso. Ahora me marcho, porque no quiero que Azcón me vea aquí. ¿No es peligroso que hable con Watkins?
—No. Sólo hablarán de lo referente a su trabajo. Watkins está convencido de que el muchacho es tan decente como lo fueron su padre y sus abuelos. Además, ingresa en la compañía como accionista.
—Entonces, adiós. Buen viaje y que disfrutes mucho en la tierra de los mormones.
Mientras Jedd Truman salía de la casa, Jorge Azcón escuchaba los consejos del señor Watkins.
—Siendo usted un joven californiano —decía el jefe de la agencia en San Francisco—, tendrá menos dificultades que otros en amoldarse al ambiente. Cordillera no es un lugar civilizado; pero es menos salvaje que otros puntos. Existen varías minas de oro controladas por la empresa «Minas de Cordillera», que ha ido adquiriendo todos los yacimientos y utiliza maquinaría muy moderna. Han llegado a enviarnos hasta un millón de dólares en oro mensualmente; pero en los últimos tiempos las remesas bajaron mucho. La compañía paga ahora a los empleados con oro, a fin de reducir al mínimo sus envíos. Entre Cordillera y San Francisco se encuentran las tierras del condado de Látigo, cuya capital es Látigo. Es una región desolada. Sólo existen bosques y algunas cabañas de cazadores. La frecuentan los tramperos y buscadores de oro y en ella se refugian los bandidos. Es imposible atacarles, porque no se dispone de las fuerzas necesarias. El
sheriff
de Látigo, Jay Martin, ha intentado por todos los medios terminar con la banda. No lo ha conseguido. Especialmente porque, al estar la región despoblada, los salteadores pueden moverse por ella sin que nadie los vea. En una región más habitada serían muchos los que podrían informar a las autoridades de los movimientos de los bandidos. Allí nadie los ve. Usted tendrá que ponerse en relación con Samuel Nickels, gerente de las minas, y decidir con él lo que se debe hacer para reorganizar el envío de mineral. Póngase también en contacto con Jay Martin, el
sheriff
. Entre los tres deben terminar con los asaltos. Y ahora, joven, le deseo mucha suerte. No olvide que los intereses de Wells y Fargo son sus intereses.
Antes de salir de las oficinas, Jorge Azcón regresó a saludar a Hobart, que le acompañó hasta la puerta y le vio alejarse hacia un destino que sólo podía ser trágico.
*****
Jorge Azcón llegó al hotel Frisco y encaminóse hacia dos mujeres que estaban sentadas en uno de los duros sofás del vestíbulo.
—Buenos días, doña Pura —saludó a la más vieja, que le replicó con una fría mirada, muy distinta de la que le dirigió su compañera, infinitamente más joven y atractiva, y a la cual Jorge se dirigió con estas palabras—: ¿Qué tal, Alicia?
Alicia Paredes era una de las muchachas más lindas de Los Ángeles. Los Paredes habían llegado a California en los albores de la conquista española, se instalaron en Monterrey y, más adelante, debido a una de las sublevaciones que distinguieron la época del dominio mejicano, viéronse obligados a buscar refugio en Los Ángeles. De su importantísima hacienda quedaba ya muy poco, pues entre los enemigos políticos, en los tiempos mejicanos, y más tarde a causa de las irregularidades de la revisión norteamericana, las propiedades de los Paredes se redujeron al mínimo. La única esperanza de la señora de Paredes estribaba en que su hija se casase con un rico hacendado que diera nuevo lustre a las viejas heredades; mas Alicia había cometido la locura de enamorarse de un hombre que no estaba en mejor situación que ella y del que, además, se decían en voz alta muy pocas cosas buenas y muchas malas en voz baja. Pero Alicia Paredes fue más firme que su madre y continuó el noviazgo. En aquellos momentos Alicia se encontraba en San Francisco acompañada de doña Pura, su dama de compañía, aparentemente con el fin de adquirir telas y algunas otras tonterías que no se podían hallar en Los Ángeles; pero en realidad para despedir a Jorge si éste se marchaba a su nuevo empleo.
Alicia había ganado una completa victoria cuando, contra lo que todos esperaban, la ruina de Jorge no se hizo efectiva y no sólo fueron liquidadas sus deudas, sino que, además, pudo vender sus tierras en muy buenas condiciones. Nadie sintió alivio tan grande como la muchacha que, levantándose, preguntó ansiosamente a Jorge:
—¿Ha salido todo bien?
Éste le mostró los documentos que traía.
—Ya está todo arreglado. Mañana salgo para Cordillera. Pero esta noche quiero que estemos juntos todo el tiempo que nos sea posible.
—Lo estaremos, Jorge —prometió Alicia—. Cenemos en el jardín. Allí no nos molestarán.
—¿Y doña Pura? —musitó Jorge.
—La dejaré donde pueda vernos; pero no oírnos —sonrió Alicia.
En la suave frescura del pequeño patio, que en el hotel se llamaba jardín a causa de los grandes tiestos de flores y plantas que lo adornaban, había sido dispuesta una mesa para Jorge y Alicia. La dama de compañía se instaló algo más lejos, frente a una mesita abundantemente provista.
Hacia el final de la cena, Alicia posó una mano sobre la de su novio y preguntó súbitamente:
—¿De veras no has hecho nada malo?
Jorge se sobresaltó ante lo inesperado de la pregunta.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué cosa mala podía yo haber hecho?
—No sé; pero tengo miedo. Me asaltan presentimientos muy tristes. Ya comprendo que es una tontería; pero… no puedo evitarlo. Te creo cuando me dices que pudiste arreglar por ti mismo todos tus asuntos de Los Ángeles; pero cuando no estoy a tu lado y no oigo tu voz, escucho otras que dentro de mí me dicen que has mentido.
Jorge inició un gesto de enfado y Alicia le contuvo, rogando:
—Perdóname. ¡Te quiero tanto! Nadie te ha defendido como yo; pero sé que hace un mes estabas muy apurado. Tú lo reconociste. Y, de pronto, se resolvieron tus problemas, pagaste tus deudas y aún te sobró dinero. A mis preguntas respondiste con evasivas. ¿Por qué? Dime la verdad. Por terrible que fuera, yo te seguiría queriendo, porque mi amor por ti es más fuerte que el bien y que el mal, que la razón y la sinrazón. Por muy bajo que cayeras, hasta allí bajaría yo para estar a tu lado. Y aunque escalaras los cielos, yo subiría contigo.
—En ese caso no debes preocuparte. Acepta la situación que se ha creado y supón lo mejor.
—Quiero saber la verdad. De antemano te digo que nada en mí ha de cambiar cuando lo sepa.
—Entonces, ¿por qué quieres saberla?
—Porque el ver que no tienes confianza en mi me hiere muy hondo. ¿Quién te dio el dinero para pagar tus deudas?
Jorge vaciló unos instantes. Si algo bueno había en su vida, era su amor por Alicia. Y porque nada le asustaba tanto como perder aquel amor y además sabía que de confesar la verdad la perdería o veríase obligado a retroceder, y el retroceso le estaba vedado, tras una larga vacilación, durante la cual los ojos de la joven trataban de leer en el fondo de su alma, Jorge contestó en voz muy baja:
—Me ayudó
El Coyote
.
Los ojos de ella se iluminaron.
—¿De veras? ¿Fue él?
—Si —contestó débilmente Jorge.
La muchacha interpretó la vacilación de su novio como una repugnancia muy lógica. Jorge no quería faltar a la promesa que debía de haberle exigido
El Coyote
al entregarle el dinero.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó—. Ahora ya no temo nada. Si él te ayuda, saldrás adelante y triunfarás en la vida. Sí antes le admiraba, ahora le adoro.
Jorge sintió desprecio por sí mismo. Aquella mentira podía haber sido una verdad. Y no lo era por un estúpido orgullo que le impidió aceptar la ayuda de un hombre honrado y preferir la de un canalla. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. ¡Demasiado tarde!
Una hora después, Jorge subía a su dormitorio. Había dejado a Alicia y a su dama de compañía ante la habitación que ocupaban, y a medida que se alejaba de su novia veía crecer su culpa. Una mentira le había evitado una vergüenza…; pero aquella mentira no borró la realidad.
Abrió la puerta de su cuarto, la cerró tras él, con llave, y acercándose a la mesa donde estaba la lámpara de petróleo, la encendió. Cuando hubo colocado en su sitio la chimenea de cristal y se volvió para entrar en la alcoba, un grito de asombro se escapó de sus labios:
—¡
El Coyote
!
Estaba sentado en uno de los sillones, vistiendo su inconfundible traje, cubierta la cabeza con el sombrero mejicano y el rostro con un negro antifaz. En la mano derecha sostenía, indiferente, un revólver de largo cañón.
—¡
El Coyote
! —repitió Jorge, sin atreverse a dar un paso más.
—Buenas noches, Jorge —replicó el enmascarado—. No me esperabas, ¿verdad? Vengo a darte las gracias.
Jorge buscó apoyo en el respaldo de una silla.
—¿Las gracias? —tartamudeó—. ¿De qué?
—Vengo a darte las gracias por haberme achacado un favor que no te hice.
—¿Qué está usted diciendo?
—¿No me entiendes? No hace mucho le has asegurado a tu novia que yo te presté el dinero para salir de tu apuro.
—Es que… —Jorge no sabía cómo continuar.
—Sigue hablando —invitó
El Coyote
—. Me interesa saber por qué lo hiciste.
—¡No tengo por qué darle ninguna explicación!
El Coyote
sonrió.
—Podría obligarte a que lo hicieras. Has llegado a ser accionista de Wells y Fargo. Y, además, empleado suyo. Dos cosas importantes. Te vas a Cordillera, o sea, a un lugar salvaje y peligroso. ¿Quién te ha ayudado? Yo no he sido, aunque así lo crea Alicia.
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Jorge, tratando de hallar una explicación a aquel misterio.
—Sí. En cuanto supo que yo te había hecho tan gran favor le faltó tiempo para ir a verme y expresarme su agradecimiento.
—No es posible. Alicia lo ha sabido hace poco más de una hora. Y la acabo de dejar en su cuarto.
—No, no ha sido ella quien me ha contado tu mentira. Unos oídos que están a mi servicio te escucharon. No trates de recordar quiénes se hallaban cerca de la mesa cuando mentiste. No viste a nadie.
Tras una breve pausa,
El Coyote
siguió:
—Jorge, te has lanzado por un mal camino. Ese camino te conduce a un abismo. Lo sabes tan bien como yo. No sé, aún, cuáles son tus proyectos, ni lo que esperas; pero sí te anticipo cuál será tu suerte. Mentiste a Alicia porque no le podías decir la verdad. Y la verdad sólo se oculta cuando perjudica a uno mismo, o al ser a quien más se quiere, o a aquella persona con quien se está hablando. En este caso, la verdad te perjudicaba a ti. ¿Qué vas a hacer en Cordillera?
—Voy a trabajar.
—Ya sabes que no vas a eso sólo; pero no pretendo que me digas lo que vas a hacer. Hace tiempo rechazaste mi ayuda apoyándote en un falso orgullo. Si fueses de otra madera más recia, creería que un orgullo de raza te salvaba, sobradamente, de todos los peligros; pero sé de muchos que se sienten humillados cuando un hombre honrado les tiende la mano y en cambio se aferran a la que les ofrece cualquier canalla; que prefieren la compañía de un bandido, que no puede echarles nada en cara, a la de un amigo que, acaso, podría reconvenirles. Por última vez te ofrezco mi ayuda. Cuéntame la verdad y yo te sacaré del lío en que estás metido.
—¡No estoy en ningún lío! —protestó Jorge—. Y, si lo estuviera, me sabría arreglar yo solo, sin necesidad de ningún mascarón.
—Hablas muy fuerte, Jorge. Sigue adelante, ya que insistes en ello; pero no esperes poderte salvar. Sólo el camino recto es bueno. Si la justicia humana no te castiga, te castigará la justicia divina, cuyos golpes son mucho más terribles, porque a veces nos hieren de rechazo en los seres a quienes más queremos. Piensa en Alicia. Ella te ama con toda su alma, y tal vez algún día sea la que te castigue.
Por un momento, Jorge sintióse profundamente conmovido; luego, reaccionando, replicó:
—Si sólo ha venido a esto, puede marcharse, señor
Coyote
.
—Está bien. Que Dios te proteja. Creo que necesitarás su misericordia.
Levantándose,
El Coyote
se acercó a la lámpara y la apagó de un soplo. Luego, deslizóse hacia la ventana y Jorge vio un instante su silueta recortada contra el cristal. Pasaron unos segundos y al fin encontró fuerzas para volver a encender la lámpara. La habitación estaba vacía, y no se atrevió a intentar averiguar hacia dónde había escapado
El Coyote
.
Algún día tendría que recordar sus últimas palabras y maldecirse por no haber tenido el valor de aceptar la ayuda que por segunda vez le ofrecía aquel misterioso personaje.
Cuando a la mañana siguiente entró a verle Jedd Truman, Jorge tampoco se atrevió a informarle de la visita que la noche antes había recibido.