La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (10 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—¿Qué quieres decir? —preguntó King.

—Yo vigilaré el transporte del oro. Iré en el pescante, con un revólver en cada mano, y ya veremos si el señor
Coyote
se atreve a detenerme.

Un profundo silencio siguió a estas palabras. Al fin King declaró:

—Es tu vida lo que expones, Red, pero también nuestro dinero.

De un bolsillo Red sacó un fajo de billetes y lo tiró sobre la mesa, diciendo:

—Aquí van mis veinte mil. Si tuvieras que pagar el seguro, esto te ayudará a hacerlo. Avisa que ya pueden traer el oro.

Al día siguiente, cuando la noche pesaba aún sobre la tierra, la diligencia abandonó Arbolado. Don Martin la conducía, pero «Soñoliento» Bray no quiso por nada del mundo acompañar a Red Garner.

—Es un imbécil —dijo Don Martin—. Aunque
El Coyote
nos vuelva a detener, a mí no me hará nada. De haberlo querido me hubiese matado entonces. Si no lo hizo es que seguramente no le interesa mi muerte…

—Además, ahora yo estoy contigo —dijo Garner—. Vas seguro.

—Eso es lo de menos —replicó Don Martin—. Por muy de prisa que usted tire, no aventaja al
Coyote
. Es algo de miedo verle cómo tira. En un momento dado su mano está jugando con el revólver. De pronto, ¡pam!, ya tiene usted una bala silbándole por encima de los sesos. ¡Y menos mal si puede oírla silbar!

—¡Ojalá nos encontremos con él! —declaró Red Garner—. Te demostraría cómo le haría callar para siempre.

La diligencia había salido ya del pueblo y avanzaba con intenso fragor por la carretera, bordeando un profundo despeñadero que se abría a su derecha.

—En cuanto le tenga delante —siguió Red—, verás cómo le destrozo a tiros. No me conformaré con una sola bala —agregó—. Le meteré doce en el cuerpo. Y en seis segundos.

—Será algo maravilloso —comentó una burlona voz detrás de Garner, quien sintió contra su espalda un duro e inconfundible contacto—. Eres magnífico, Red. Hola, Don, me olvidé de darte cuarenta dólares para que te compraras un sombrero nuevo.

Red Garner había quedado inmóvil, como transformado en hielo. El desconocido continuó, apretando con más fuerza su revólver contra la columna vertebral del bandido:

—Es delicioso oír hablar a los que son tan valientes como tú. Sigue adelante, Don, haremos el viaje casi hasta San Francisco; pero Red no vendrá con nosotros. Estoy seguro de que su presencia te molesta tanto como a mí.

—¿Qué piensa hacer, señor
Coyote
? —preguntó Don Martin—. ¿Le asesinará?

—He estado reflexionando sobre eso —replicó
El Coyote
.—. De momento pensé en aguardaros por el camino y darle a Red la oportunidad de morir con los revólveres en la mano.

—Eso es lo que hubiese hecho un hombre valiente —gruñó Red.

—Tal vez —admitió
El Coyote
—. Pero yo no tengo necesidad de demostrarte a ti ni a los demás que soy capaz de llenarte de balas el corazón. Resulta ya tedioso el ir matando gente a tiros. Y además, resulta caro. Si te tomamos a ti como ejemplo, todos reconocerán que no vales el plomo que se necesitaría para echarte de este mundo. Claro que te podría matar con uno de estos revólveres —siguió
El Coyote
, arrancando de sus fundas los revólveres de Garner—. Pero de todas formas sería malgastar el plomo.

—¿Me va a matar sin darme una oportunidad? —preguntó Garner—. Si tan seguro está de matarme, ¿por qué no quiere que resolvamos el asunto cara a cara?

—Pienso darte una oportunidad, Red. ¿Ves el hermoso despeñadero que tienes a tu derecha? Pues ésa es tu oportunidad. Salta. Si te partes la cabeza, estará muy bien partida. Si te salvas… otra vez nos encontraremos cara a cara. ¿Aceptas?

—¿Quiere que salte? —preguntó, horrorizado, Garner.

—Sí. Te resultará muy divertido.

—Pero… me mataré.

—Así lo espero.

—Usted no puede hacer eso. Es un crimen…

—Tal vez. Contaré hasta tres. En cuando diga «tres» dispararé y entonces sí que nada te salvará de la muerte. En cambio, si saltas, quizá te libres con una pierna o un brazo rotos.

—Eso es un crimen —gimió Garner.

—Uno.

—No tiene derecho a hacer…

—Dos —interrumpió
El Coyote
, hundiendo con más fuerza el cañón del revólver en la espina dorsal de Garner—. Y voy a contar…

Lanzando una maldición, Garner saltó de su asiento y lanzóse hacia el despeñadero, por el que rodó entre un alud de piedras que le acompañaron hasta el fondo. Don Martin había detenido la diligencia y, como
El Coyote
, escuchaba con atención. Oyóse un grito de agonía y luego un sordo golpe, que llegaba del fondo del abismo. Cuando se hubo apagado el rodar de las piedras, el silencio reinó en absoluto.

—En paz descanse —comentó Don Martin.

—Era un hombre muy malo, Don; pero como Dios es tan compasivo, quizá le haya perdonado. Continúa.

Sin replicar nada, Don Martin soltó los frenos y juró descuartizar a los seis caballos si éstos se negaban a galopar como demonios. Luego, volviéndose hacia
El Coyote
, preguntó:

—¿A dónde quiere que le lleve?

—A un sitio donde tengo unos cuantos caballos para trasladar el botín. Creo que es de los buenos.

—Ciento cincuenta mil dólares. Creo que con esto hunde al jefe.

—Aún le queda bastante; pero cuando termine con él no tendrá ni para las flores de su tumba.

—¿Cómo ha aparecido tan de repente? —preguntó Don Martin—. Donde menos me lo imaginaba era detrás de nosotros.

—En la guerra, Don, conviene presentarse por el lugar más inesperado y en el momento más inoportuno para el enemigo.

—Empiezo a creer que no debe usted sus triunfos a la casualidad, señor
Coyote
. Y me alegro de no figurar entre sus enemigos.

—Es una suerte para ti; pero si sigues, mirándome de reojo y tratando de descubrir algún detalle que te permita luego identificarme, me veré obligado, muy contra mi voluntad, a volarte la cabeza. ¿Entiendes?

—Sí, sí… no le miraré más.

—Eso debes hacer. Si no miras, no verás lo que no debes ver. Cuando llegues al final de la cuesta, detente.

Y como para entretener el tiempo que faltaba,
El Coyote
comenzó a tararear una popular tonada mejicana.

Don Martin, sintiendo una serie de continuos escalofríos, guió los caballos hasta el final de la larga pendiente. Entonces se detuvo bajo unos abetos que cubrían con sus ramas la carretera y muy cerca de los cuales se veían tres caballos.

Capítulo IX: La visita del
Coyote

King Colin estaba sentado en su despacho. Sólo un esfuerzo de voluntad le permitía continuar allí en vez de salir a recorrer las calles en espera de que regresara la diligencia con la noticia de que el oro había sido entregado sin daño alguno. No le importaba tanto el regreso de Red Garner. Su muerte sería una de las noticias que King acogería con mayor agrado; pero estaba seguro de que Red Garner, para desgracia suya, continuaría viviendo mucho tiempo… Hasta que él encargara a alguien de la eliminación. Garner le había sido muy útil en otros tiempos. Como también lo fue Gort Gallagher, pero lo malo de los compañeros útiles era que así que advertían su utilidad volvíanse insoportables y había que recurrir al violento sistema de terminar con ellos por medio de un tiro o de una traición. Con Garner habría que emplear el tiro, pues la traición no serviría de nada.

—Le veo muy pensativo, King —dijo en aquel momento una voz junto a él.

King Colin dio un respingo y, al volverse, lanzó un grito de terror:

—¡
El Coyote
!

Sentado a poco más de un metro de él y haciendo girar el revólver, por el guardamonte, en torno del dedo índice de su mano derecha, un hombre vestido a la moda mejicana y con el rostro cubierto por un negro antifaz le observaba con dura sonrisa que dejaba al descubierto una hilera de blancos dientes.

—¡
El Coyote
! —repitió King, sintiendo un angustioso vacío en su estómago.

—Ya le he oído antes —sonrió el enmascarado.

—¿Qué… qué quiere de mí? —tartamudeó King.

—He venido a verle. ¿Es que le molesta mi visita?

—¿Qué quiere? —repitió King.

—Pues anunciarle que su querido amigo Red Garner ha muerto. Creo que su; cabeza chocó contra una piedra más dura que ella y se partió en unos cuantos; pedazos.

—¿Le mató? —preguntó, horrorizado, King.

—Se suicidó. No supo comprender que
El Coyote
no mata a un hombre por la espalda, por muy canalla que sea.

—¿Y el oro? —preguntó, casi sin voz, Colin.

—¿Qué oro?

—El de la diligencia… Los ciento cincuenta mil…

—No se inquiete por su oro. Lo tengo, guardado en sitio seguro.

—¡Dios mío! ¡Me ha arruinado!

—No exagere, amigo Colin. Le veo muy nervioso. Ha perdido la serenidad, Y eso es lo último que debe perderse. En San Francisco, cuando dirigía La Bella Unión, era usted más audaz.

—¿Qué quiere de mí?

—Amigo Colin, veo que es inútil que yo me esfuerce por hablar amistosamente con usted. No hace más que insistir en discutir de dinero y de otras cosas por el estilo. He averiguado que a doña Rosario de Kreider le sacaron ustedes cien mil dólares a cambio de unos documentos que demostraban unas antiguas culpas. Deme ese dinero.

—Pero… si ya repartimos el dinero entre todos —tartamudeó Colin—. Cada uno recibió su parte.

—King, cuando pido una cosa quiero que se me dé esa cosa. Le he pedido dinero… No deseo excusas estúpidas. ¿Me entiende?

—Pero…

—King Colin, encomiende su alma a Dios o haga lo que quiera. Dentro de tres segundos le mataré.

El revólver habíase detenido en sus giros y apuntaba directamente a la cabeza de King, para cuyos ojos el negro cañón del arma empezó a adquirir proporciones fabulosas.

—Por favor… no me mate —musitó King.

—No pienso complacerle. Voy a ma…

El dedo pulgar del
Coyote
había empezado a levantar el percutor del arma. El chasquido de los muelles del revólver agotó la resistencia de King, que, demudado, dijo con alterada voz:

—Se lo daré.

El Coyote
dejó que el percutor descendiera suavemente y permitió que Colin se serenase un poco.

—No vaya a imaginar que puede engañarme y en vez de darme dinero empuñar un arma. A la menor sospecha de que trata de jugar sucio, le mataré.

Pero King Colin no pensaba en jugar sucio. Con mano temblorosa sacó de la caja de caudales un montón de fajos de billetes de banco y los dejó ante
El Coyote
, diciendo:

—Aquí tiene cien mil dólares.

—Muchas gracias. Ahora vuélvase de espaldas y no cambie de postura a menos que quiera quedarse para siempre tal como le deje mi bala.

King Colin fue hacia la pared y levantando las manos quedó frente a ella, inmóvil como una estatua.

Mientras recogía el dinero,
El Coyote
le anunció:

—No volveré a molestarle, King. Me marcho bastante lejos y puede que no volvamos a vernos. Muchas gracias por el botín que me ha proporcionado. Esa línea de diligencias es una verdadera mina. Adiós; pero no olvide que a lo mejor no me he ido y que al ir a volverse puede dar un desagradable tropezón.

—No me moveré —dijo, trabajosamente, Colin.

Y a pesar de que estaba seguro de que
El Coyote
ya se había marchado, King Colin siguió completamente inmóvil hasta que Blanton y Abbot entraron en el despacho.

—¿Qué significa esa postura? —preguntó Buck Blanton.

Al reconocer su voz, Colin bajó las manos, volviéndose hacia sus cómplices.


El Coyote
—murmuró—. Ha estado aquí y nos ha robado cien mil dólares.

Buck Blanton entornó los ojos y acercando la mano a la culata de su revólver preguntó, con voz amenazadora:

—¿Estás seguro de que ha sido
El Coyote
quien se ha quedado con ese dinero?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque me parece muy casual que
El Coyote
te haya robado cien mil dólares y, en cambio, te haya dejado vivo.

—¿Qué sospechas? —gritó Colin.

—Lo más lógico —declaró Abbot—. El dinero es de todos y tú puedes haber decidido robar nuestra parte. Cien mil dólares te vendrían muy bien, pero ese dinero es de los cuatro.

—No —dijo Colin—. No es de los cuatro.

—¿Qué dices? —preguntó Blanton con la mano en la culata de su revólver.

—Red ha muerto —musitó King Colin—. Lo mató
El Coyote
. Lo despeñó.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo
El Coyote
. ¡Dios mío! Terminará con todos nosotros. Ha dicho que se marchaba, pero…

—Si ha matado a Garner también se habrá apoderado del oro —dijo Abbot.

—Claro.

—¿Y tendremos que pagar ciento cincuenta mil dólares?

—No podemos evitarlo.

—Eso significa la ruina —dijo Blanton.

—Completa —admitió King.

—Pero aún queda la chica —siguió Blanton—. Si te casases con ella… Sería medio millón. Claro que podríamos escapar con lo que nos queda; pero con cincuenta mil dólares cada uno no hacemos nada. King, debes casarte con la chica, y en cuanto salga de la iglesia la liquidas.

—No nos precipitemos. Aguardemos el regreso de la diligencia. Si me confirma lo que dijo
El Coyote
, entonces haremos lo que hemos decidido. Tal vez todo sea una mentira.

Pero cuando Don Martin regresó a Arbolado, su declaración confirmó lo que había dicho
El Coyote
. Después de largos y difíciles trabajos, el cadáver de Red Garner fue sacado del fondo del despeñadero, corroborándose todo cuanto temían Colin y sus dos cómplices.

—¡Estamos arruinados! —musitó King—. Sólo nos queda la chica.

—Sí —dijo Blanton—; pero no olvides lo que acabas de decir. Nos queda la chica. No pretendas reservarte todo el beneficio para ti.

—No tengáis miedo. Jugaré limpio. No me atrevo a hacer frente, solo, a este hombre.

—Está bien —dijo Abbot—. Llama a la muchacha.

Capítulo X: El toque de difuntos de tres canallas

Ida Hubbard clavó la mirada de sus negros ojos en Fred Farrell.

—Hasta ahora —musitó.

—¿Por qué insistes en marcharte? —preguntó el capitán.

—Sólo quiero recoger algunos objetos particulares. Son pequeñas cosas que no puedo dejar detrás. Recuerdos de mi infancia. De mi madre… No temas. Ni me oirán. Aguárdame en La Sirena. Iré allí en cuanto tenga hecho mi equipaje.

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