La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (7 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—Buenos días, Rosario —saludó. Y mirando interrogadoramente a César, siguió—: Creo recordarle a usted, caballero.

—Es César, Walter —respondió Rosario, poniéndose en pie y bajando del coche.

Kreider trató de hacer memoria. Al fin preguntó:

—¿César?

—De Echagüe —dijo César, bajando también del coche—. Compañero de juegos de su esposa.

—¡Es cierto! ¡El famoso don César de Echagüe, de Los Ángeles! Precisamente acabo de regresar de su ciudad. Es usted el afortunado poseedor de unos terrenos que necesitamos para levantar la estación.

—¿Afortunado?

—Sí, porque estamos dispuestos a pagar lo que nos pida. Le estuve buscando por Los Ángeles y al fin me dijeron que estaba usted aquí.

—Entonces tendremos que discutir de negocios, ¿no?

—No, don César, no habrá discusión, porque estamos dispuestos a pagarle lo que usted nos pida.

—¿Un millón?

Por toda respuesta, Walter Kreider sacó su cartera y de ella un cheque ya extendido que tendió a César, diciendo:

—Conforme; aquí está el millón.

César echóse a reír.

—Ustedes, los del Este, son terribles. Ahora comprendo cómo han podido tender el ferrocarril a través de todo el continente. Bien, no quería vender aquellos terrenos, pero me ha cogido usted la palabra y suyos son. Si me permite entrar en su casa, le extenderé el documento de venta. Hace usted un buen negocio.

—No creí a los californianos de pura cepa tan buenos comerciantes —dijo Walter—. ¿Cómo sabe que hago un buen negocio?

—Porque los terrenos que me compra son los únicos que le sirven para lo que usted desea… Hace unos años, cuando se empezó a hablar del tendido del ferrocarril, llamé a un buen ingeniero, que lo sería mucho mejor si le gustase menos el alcohol, y le encargué que estudiase el tendido de una vía férrea hasta Los Ángeles.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque, inevitablemente, algún día el ferrocarril tenía que llegar a Los Ángeles, y quise estar preparado para ese día… Aquel ingeniero trazó cuatro proyectos. Uno, desde San Francisco; otro, desde Carson City; otro, desde Sacramento; el último, desde Salt Lake City. Por todos esos proyectos adquirí terrenos para venderlos en su día a los ferroviarios. Y cuando se trató de elegir un emplazamiento para la estación, me aseguró que, a menos que las compañías estuvieran locas, sólo había cuatro sitios lógicos para las estaciones terminales de los cuatro tendidos de vía. Compré por menos de cincuenta mil dólares los cuatro terrenos. A él le fijé una pensión de cincuenta dólares mensuales, y vive tan contento en mi rancho…

—Le doy cien mil dólares por ese ingeniero, señor Echagüe —dijo Walter.

—Acepto. Yo no lo necesito, y muchas veces me he asombrado de que los del Union Pacific no lo hubiesen descubierto. Le daré su nombre, pero les prevengo que deben mantenerlo alejado del alcohol… Cuando quieran que les resuelva un problema, prométanle una botella de ginebra. Entonces trabajará mejor que nunca.

—Entremos, Walter —sonrió Rosario—. Me atontas con esa facilidad para ofrecer millones.

Mientras entraban en la casa, Walter Kreider explicó:

—Yo sólo ofrezco el dinero cuando se trata de obtener algo que vale mucho más de lo que yo ofrezco. Un ingeniero capaz de predecir con exactitud los planes secretos del Union Pacific, vale millones… Los planos del tendido de esas cuatro líneas, señor Echagüe, nos han costado cinco millones y un año entero de trabajo de veinte secciones. Un ingeniero capaz de haber hecho por sí solo el trabajo de cuatro mil hombres, vale su peso en brillantes.

—Si es así, empiezo a creer que he sido un mal comerciante, señor Kreider —replicó César, cuya mirada recorría todos los rincones de la casa—. Bonita vivienda ésta.

—No la elegí yo —confesó Kreider—. Lo dejé todo en manos de un artista y he quedado satisfecho. Me costó mucho, pero todo es poco para mi mujer. Sin ella yo no hubiese sido nada.

—Ya sabes, Walter, que todo te lo debes a ti —dijo Rosario.

—No, chiquilla —replicó el financiero—. Hubo momentos en que me dejé llevar por el desánimo, y si tú me hubieras pedido que abandonara un trabajo que parecía tan inútil, lo habría hecho sin protestar. Nunca me pediste nada, siempre te portaste honradamente conmigo y por eso triunfé. ¡Qué poco es lo que te doy a cambio! Por cierto que antes de marchar a Los Ángeles, estuve buscando ese collar.

—¿Por qué? —preguntó Rosario con voz estrangulada.

—Quería darte una sorpresa —siguió Walter, que no había advertido nada—. Pero no pude encontrarlo y tuve que marcharme sin él. Estoy viendo que no podré darte la sorpresa.

—¿Qué sorpresa? —preguntó, débilmente, la mujer.

—¿No recuerdas lo que te prometí aquel día, en Utah, mientras se estaba poniendo fin a mi obra? Cada éxito mío iría señalado por una hilera de perlas, hasta que ese collar fuese el más valioso del mundo. El tendido de la vía hasta Los Ángeles ha sido otro éxito y quiero que quede señalado en el collar. He encargado ya otras cuarenta perlas. Dame el collar y las haré colocar en él. Tendrás que privarte de él durante algún tiempo. Ya sabes que las perlas que forman ese collar son muy raras y nada fáciles de encontrar. Lo tendrás dentro de un mes o dos.

Sintiendo que le faltaba el aliento, Rosario pudo decir, al fin:

—Si lo llevas ahora a arreglar no podré lucirlo en la fiesta que piensas dar a tus amigos y a los accionistas de San Francisco.

Walter hizo un gesto de contrariedad.

—¡Es verdad! —exclamó—. Me olvidaba… Faltan sólo veinte días. Y no podrás tenerlo para entonces. Bueno, siendo así, retrasaremos un poco el arreglo. No quiero que dejes de lucir el mejor collar de perlas de América. Don César, queda usted invitado a la fiesta. Aunque no sea usted accionista del Union Pacific, basta con que sea amigo de mi esposa.

—También soy accionista —rió César—. Tuve fe en el ferrocarril y compré tantas acciones como pude. Creo poseer unas seis mil.

—En ese caso, insisto en mi invitación.

—Gracias, pero no me será posible asistir a su fiesta. Para entonces tendré que estar en Los Ángeles, y en tanto que no circule el ferrocarril entre esta ciudad y aquélla, el viaje seguirá siendo muy lento.

—De todas formas, procure hacer un esfuerzo y venir.

—Lo procuraré, pero no confíe demasiado en mi venida. Ahora, si no tiene inconveniente, extenderemos el contrato de venta. Supongo que bastará que le extienda un documento reconociendo haber recibido un cheque por un millón de dólares a cambio de los terrenos de Santa Lucía.

—Desde luego. Su firma vale una fortuna. No necesitamos nada más. ¿Quiere que celebremos nuestro primer y rápido contacto comercial? Tengo en la bodega una colección de botellas de vino español más viejo que la conquista de California.

Un cuarto de hora más tarde, después de haber brindado por la felicidad de Walter y de su esposa, César salía de la casa, y, subiendo a su coche, que durante todo el rato había ido detrás del de Rosario, ordenó al cochero:

—Llévame al Barrio Chino. Al mismo sitio donde antes nos detuvimos. ¿Lo recuerdas?

—Sí, señor —respondió el cochero, haciendo restallar el látigo sobre las cabezas de los dos caballos que tiraban del ligero cochecillo.

César de Echagüe recostóse en el asiento y, sacando otro cigarro, lo encendió, pausadamente, contemplando, abstraído, las nubéculas de azulado humo que brotaban del habano.

Capítulo VI:
El Coyote
entra en acción

El coche se detuvo de nuevo frente a la joyería de Ah Sing, y César bajó ágilmente, entrando en el establecimiento. Apenas hubo traspasado el umbral de la tienda, se encontró trasladado al Oriente clásico. Muebles laqueados, ligeros y cálidos, pequeñas alfombras tejidas a mano, colgaduras de seda, luces ambarinas, olor a incienso cuyas nubéculas ascendían de los pebeteros de verdoso bronce. Jarrones de porcelana de maravillosa fragilidad, telas de seda con pinturas de pájaros y monstruos fabulosos, y detrás de una mesita, que se levantaba cuarenta centímetros del suelo, un chino muy viejo, que fumaba pausadamente una larga pipa de marfil artísticamente decorada, representando una serpiente de escamoso cuerpo que sostenía con la abierta boca una cazoleta donde ardía un tabaco de dulzón aroma.

—Buenos días, Ah Sing —saludó César, quitándose el sombrero e inclinándose ceremoniosamente.

—Bienvenido a mi despreciable tienda, magnífico señor —replicó en perfecto español el chino.

—¿Me permites que me asombre de la pureza con que hablas el idioma de mis respetables antepasados? —preguntó César, perfecto conocedor de la idiosincrasia de los orientales.

—Con tu asombro llenas de pecadora vanidad mi corazón. Aprendí vuestro idioma en Manila, donde mis ojos empezaron a ver las realidades de la vida y a olvidar las fantasías de la infancia.

Alargando la sarmentosa mano hacia un gong de bronce, Ah Sing lo golpeó con una maza de ébano. César observó la desmesurada largura de las uñas del chino.

Casi al momento otro chino mucho más joven surgió de entre unos cortinajes de seda y con la cabeza inclinada casi hasta el suelo, aguardó las órdenes de Ah Sing, que en chino le habló un momento. Cuando se hubo retirado, el propietario de la joyería explicó:

—He ordenado a mi servidor que traiga té para honrarte como mereces.

César, que se había sentado sobre un enorme almohadón, inclinó la cabeza y aguardó en silencio. Transcurrieron casi diez minutos antes de que regresara el criado, y durante aquel tiempo la mirada de César no se apartó de un abombado jarrón que decoraba uno de los ángulos de la tienda. Ni la entrada del criado logró arrancarle de su contemplación. Al fin, Ah Sing, en cuyo inexpresivo rostro había aparecido una sonrisa de satisfacción, tuvo que inclinarse hacia él y pedirle:

—¿Permites a tu siervo que distraiga tu interés?

—¡Oh! —exclamó César, haciendo como si le arrancara de un sueño—. Perdóneme, Ah Sing. Me había olvidado del tiempo y de que estoy en la tierra.

—Hace cinco generaciones, uno de mis honorables antepasados vivió toda su vida con la mirada fija en ese jarrón. Y su vida fue la más feliz que se ha conocido.

—Porque estuvo en el Paraíso… ¿Acaso Dios descendió a la tierra para formar esa maravilla de porcelana?

—Representa la vida entera de un maravilloso artífice que después de mil ciento tres fracasos consiguió al fin obtener la obra de arte que andaba buscando. Para alimentar el horno donde se cocía la pasta, quemó toda la leña de sus bosques, las vallas de su jardín, los cerezos que en primavera se cubrían de flores, y al fin, su casa, su lecho, sus libros. Y cuando terminó el jarrón, lo ofreció a la mujer cuya hermosura había tomado como modelo.

—Eres feliz poseyéndolo —dijo César, bebiendo un sorbo de té—. Sólo tu raza es capaz de dar al mundo esas maravillas. Y ahora te suplico que perdones los malos deseos que la contemplación de esta belleza ha despertado en mi alma. El robo no me parecería pecado si era el medio de obtenerlo.

—El que confiesa sus malos pensamientos, demuestra que sabe dominarlos —replicó Ah Sing—. No debes inquietarte.

Bebieron los dos en silencio. César hubiera obrado de muy distinta manera; pero sabía que con los orientales es inútil ir de prisa. Su concepto de la vida y del tiempo es muy distinto del de los occidentales. Cuando se hubo consumido todo el té, Ah Sing inclinó la cabeza, preguntando a César:

—¿A qué debe mi humilde morada el honor de tu visita?

—Hace un rato, al pasar ante esta casa, camino de una despreciable, pero urgente ocupación, vi cómo una dama que conservaba en su rostro la belleza de la flor del melocotonero contemplaba un collar de perlas. El sol se contemplaba también en las perlas y mi corazón sintió deseos de poseer un collar como aquél. Vi tu nombre y supuse que la dama había adquirido aquella hermosa joya en esta casa. Por ello, al terminar mi ocupación, volví hacia aquí. ¿Podrías proporcionarme un collar como aquél?

—Aquel collar es indigno de tu grandeza —replicó Ah Shing—. Y también es indigno de la hermosura de su dueña.

—Comprendo que quien es dueño de esa maravilla de porcelana, considere despreciables las perlas que nacieron en el fondo del mar, producto casual de unos seres tan humildes como las ostras.

—Aquel collar, como hubieras comprobado si lo hubieses tenido lo bastante cerca de tus ojos, no nació en el fondo del mar.

—Perdona que exprese incredulidad a tus palabras. ¿Acaso quieres decirme que aquel collar no era legítimo?

—Eso es lo que mis palabras quieren decir. Aquel collar nació en el laboratorio de mi hijo, que ha robado a la naturaleza el secreto de producir perlas.

—Siento una gran decepción ante mi incapacidad de descubrir la verdadera legitimidad del collar; pero si es posible imitar tan bien las perlas, la imitación debe de valer tanto como la realidad.

—Cometes de nuevo un error. La apariencia es exacta, pero sólo exteriormente. El peso basta para revelar que las perlas son como vacías pompas de jabón. Lo que tus ojos contemplaron no es más que la imagen de otro collar del que aquella dama tuvo que separarse. Al perder el original me pidió que le hiciera una reproducción exacta. Como el padre que despide a su hijo que marcha a lejanas tierras, quiere conservar su imagen para encontrar en ella un consuelo y una ayuda para recordar al bien ausente, aquella dama quiso conservar un débil recuerdo de la deslumbrante realidad.

—Tal vez si mi mano hubiera sopesado el collar habría convencido a mis ojos de que estaban cometiendo un error, pero la imagen era tan parecida al original que… mi error está justificado. ¿Qué motivo pudo impulsar a aquella dama a desprenderse de su hermosa joya?

—Conozco los efectos, pero ignoro las causas. Aquella dama necesitaba urgentemente una gran suma. Acudió a mí y ofreció el collar a cambio del despreciable dinero. Pidió un precio muy elevado, pero no excesivo. Uno de mis compatriotas embarcaba hacia nuestra patria para disfrutar de la dicha de cerrar para siempre los ojos en ella. Como mejor recuerdo se llevó con él el collar.

—Eso quiere decir que aquella maravilla está en la feliz tierra donde nace el sol.

—Que ahora será más hermosa que nunca.

César de Echagüe inclinóse hacia el oriental y empezó:

—Mi corazón arde lleno de deseos de poseer un collar como el que vi. Escucha…

Una hora más tarde, César abandonaba la joyería de Ah Sing y, subiendo a su coche emprendió el regreso al domicilio de don Diego Rivera. Evitando encontrarse con el dueño de la casa, encerróse en su cuarto y de una caja asegurada con un candado sacó un fajo de papeles. Eran los que había encontrado en el árbol junto al cual, años antes, hiriera a Gort Gallagher. Eligiendo uno de los papeles, leyó:

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