La justicia del Coyote / La victoria del Coyote

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Episodios 13 y 14 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.

José Mallorquí

La justicia del Coyote/La victoria del Coyote

Coyote 013 y 014

ePUB v1.1

Cris1987
30.11.12

Título original:
La justicia del Coyote/La victoria del Coyote

José Mallorquí, 1945.

Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta

Diseño portada: Salvador Fabá

Editor original: Cris1987 (v1.1)

ePub base v2.0

Capítulo I: Un mensaje para
El Coyote

Dos postes verticales que se levantaban uno a cada lado del tablado sostenían otro poste horizontal que iba de uno a otro, y aquel tercer poste sostendría dentro de muy poco, colgado del extremo de una cuerda nueva, el cuerpo de un hombre.

Ese hombre estaba de pie casi junto a la cuerda, que aún conservaba las curvas del rollo de donde había sido cortada. El cordelero que la trenzó no pensó jamás que el limpio y fragante cáñamo de que la iba haciendo tuviera que servir un día para quitar la vida a un hombre. Pero así lo había dispuesto el Destino, y ahora Gort Gallagher estaba aguardando el momento de abandonar este mundo por otro indudablemente mejor.

El
sheriff
de San Francisco, sobre quien recaía la desagradable tarea de empujar la palanca que debía retirar el pestillo que sostenía la trampa sobre la que Gort Gallagher pasaría, en pie, los últimos segundos de su existencia, permanecía apoyado en la baranda de pino recién cortado que rodeaba el cadalso que olía, anacrónicamente, a savia, a primavera y a vida. No estaba contento del trabajo que se le había encomendado. A pesar de que la ejecución de Gort Gallagher estaba más que justificada, el
sheriff
sabía que los motivos principales que habían llevado a Gort a aquella situación no eran, precisamente, los de que él fuera un temido pistolero y el que tuviera sobre su conciencia un buen número de crímenes u homicidios. A Gort le habían condenado a muerte sus amigos, no sus enemigos. Claro que en aquel caso los amigos de Gort eran sus peores enemigos.

—Mañana yo asesinaré a un hombre que estorba a otros —había dicho Jos Taylor a su esposa la noche antes—. Como
sheriff
de este condado he de ejecutar la sentencia recaída sobre Gallagher; pero no será una sentencia, sino un crimen. El jurado estaba vendido, el juez atemorizado, y los demás, o recibieron dinero o amenazas, y al fin y al cabo, Gort es un delincuente peligroso.

—No te preocupes demasiado —aconsejó su esposa—. Tú, al fin y al cabo, no haces más que cumplir con tu deber. La Justicia debe ser ciega.

—Pero yo no lo soy, y me quema la sangre pensar que cuando mi mano envíe al otro mundo a Gort Gallagher habrá unos cuantos que reirán muy contentos del trabajo que les habré ahorrado.

Y había llegado ya el momento. No cabía esperar un indulto, porque el gobernador del Estado de California nunca se habría molestado por salvar la vida de un pistolero profesional que no tenía sobre su conciencia más que crímenes y delitos similares.

Los agentes del
sheriff
habían ceñido ya con una recia correa los brazos de Gort y le habían abierto la camisa. Los espectadores reunidos en torno al cadalso no se impacientaban, porque cuanto más durase el gratuito y emocionante espectáculo, tanto mejor para ellos, que eran los únicos que disfrutaban de él.

Pero no eran ellos los únicos que estaban pasando un buen rato. Desde un coche detenido en lo alto de un montículo cercano, King Colín, acompañado de sus pistoleros Buck Blanton, Red Garner y Clay Abbot, contemplaba el espectáculo. En aquellos momentos sonreía, aunque oficialmente había fingido hacer todo lo posible por salvar al que hasta unos días antes fue su principal colaborador.

—Gort tiene muy buen aspecto —dijo Blanton, que con unos pequeños gemelos seguía todos los preliminares.

—Siempre dije que subiría al cadalso como un hombre —sonrió blandamente King Colin, cuyo leonino semblante mostraba en aquellos momentos una fingida compunción—. Es muy agradable que sea así.

—Hubiese sido muy desagradable que hubiera empezado a contar quiénes eran sus cómplices, ¿verdad? —rió el pelirrojo Red Garner.

—Los hombres como Gort mueren sin traicionar a sus amigos —sonrió Clay Abbot—. Aunque si hubiera sabido la faena que le habían hecho sus amigos quizá no hubiese tenido tantos escrúpulos.

—Gort no puede tener queja de mí —replicó, siempre con su fingida tristeza, King Colin—. Le envié buen tabaco, buena comida y le proporcioné un elegante traje para que pudiera presentarse dignamente ante el público. ¿Qué más podía querer?

—Nada —contestó Garner—. ¡Pero si hasta su ahijada recibirá todas las atenciones que puede apetecer una mujer!

—Déjate de ironías, Red —interrumpió King, duramente—. Nuestro trabajo se ha de realizar, y no olvides que hasta hace unos días Gort se consideraba imprescindible.

—¿Quiere decir que yo soy menos insustituible que él? —preguntó Garner, acercando la mano a la culata de su revólver.

—Sí, eso quiero decir, y si tienes sentido común apartarás la mano de ese revólver, pues entonces te tendría que sustituir inmediatamente.

—Para eso tendrías que ser más rápido que yo —replicó Garner.

—Lo sería; pero no es necesario que demostremos de lo que somos capaces. No me interesa matarte, pues tengo para ti muy buenos trabajos; pero no me gusta que mis hombres se permitan burlas a mi costa. ¿Entendido?

—Entendido; pero quiero que entienda que a mí tampoco me gusta que me digan ciertas cosas, jefe.

—Parece que ya le van a ahorcar —anunció Buck Blanton, señalando hacia el cadalso.

Taylor habíase acercado al reo y con voz tensa le anunció:

—Ha llegado el momento, Gallagher.

—Tenía que llegar —replicó el condenado—. Cuando quieras, Jos.

—Te aseguro que me duele mucho tener que ser yo quien… quien…

—Sí, ya lo sé; pero con que lo sientas no se resuelve nada. Ni tú ni yo tenemos importancia en este asunto. Ni yo puedo evitar mi suerte ni tú el tener que abrirme la puerta al otro mundo. Pero sí me puedes hacer un favor.

—¿Cuál?

—Me gustaría decir unas palabras al público. Creo que entra dentro de los derechos del condenado.

—Pues… sí, creo que sí. Pero… supongo que no te estarás hablando un par de horas.

—No. Seré breve; pero tampoco empezaré a dar consejos a los adolescentes para pedirles que no sigan mi mal camino.

—Tienes derecho a decir lo que se te antoje.

Cuando Gallagher avanzó hacia la baranda del cadalso, se hizo un profundo silencio entre los espectadores, pues todos comprendieron que el reo iba a hablar, y todos tenían interés por oír sus últimas palabras, aunque casi todos creían adivinar cuáles serían: protestas de inocencia o bien consejos encaminados, más que a conmover a los niños, a lograr una reacción del público que acaso se podía traducir en un indulto exigido por la voluntad popular.

Pero nadie acertó en sus pronósticos, pues las palabras que Gort Gallagher pronunció con firme acento fueron muy distintas de las esperadas.

—Amigos —empezó—. No os molestaré diciéndoos que soy inocente de los delitos de que se me acusa. Soy culpable de ellos y de otros muchos. La justicia está acertada al terminar conmigo; pero con ello no cumple con todo su deber. Hay algo más que no ha hecho. Y como sé que no puede hacerlo, yo encargo de ese trabajo a un viejo enemigo mío.

Interrumpióse Gort y el silencio que reinaba en la plaza pareció aumentar. Todos esperaban, impacientes, las próximas palabras del condenado a muerte. Al fin, éste siguió:

—Mi mensaje es para
El Coyote
.

Un murmullo de asombro corrió por el mar de cabezas que rodeaba la blanca roca del cadalso. ¿Cómo se atrevía un reo de muerte a pronunciar el nombre del
Coyote
?

—Sí, me dirijo al
Coyote
—prosiguió Gallagher—. No sé quién es, ni dónde está, ni siquiera si vive todavía; pero hace cinco años él me arrancó de un balazo el lóbulo de la oreja izquierda y me dijo que no disparaba mejor porque tenia la esperanza de que aún podría regenerarme. Deseo que
El Coyote
recuerde dónde ocurrió aquello, porque en el árbol a cuyo pie quedé sentado encontrará los detalles relativos a las causas que me han traído aquí. Hubo algo que yo no supe hacer y que le ruego que él haga. Que termine la labor que yo no empecé. Y que obtenga para mí el perdón de la persona que hasta ahora sólo tiene motivos de odio hacia el que debió ser su amigo y ha sido su enemigo.

Gallagher se interrumpió un momento y después de respirar profundamente, terminó:

—Aquel de todos vosotros que conozca al
Coyote
que le lleve mi mensaje. Adiós.

Y volviéndose hacia Jos Taylor dijo:

—Cuando quiera,
sheriff
.

King Colin volvióse hacia sus compañeros y preguntó:

—¿Qué significa eso?

—Una tontería más de Gallagher —declaró Blanton.

—Me parece que no es precisamente una tontería —dijo Red Garner—,
El Coyote
es una realidad.

—Pero ¿qué tiene que ver
El Coyote
con esto? —preguntó Colin.

—Hace años marcó a Gallagher y él le guardaba bastante rencor.

—Por eso me parece una tontería que acuda a él —dijo Abbot.


El Coyote
sería un enemigo peligroso si llegase a enfrentarse con nosotros —afirmó Red Garner.

Un silencio casi tangible se había hecho de pronto en la plaza. Colin y sus hombres volvieron la vista hacia el patíbulo. Iba a llegar el momento de que Gort Gallagher pagase su deuda con la justicia.

La mano del
sheriff
se posó en la palanca y Gallagher sintió temblar bajo sus pies la trampa que iba a ser, para él, la puerta hacia la eternidad.

Cuando diez minutos después un médico certificó que el alma de Gort Gallagher había abandonado aquel cuerpo que colgaba entre el cielo y la tierra, la mirada de Jos Taylor, huyendo del desagradable espectáculo, se clavó en el madero transversal y una exclamación de asombro brotó de los labios del
sheriff
.

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