Read La justicia del Coyote / La victoria del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Su secreto le costará a Rosario de Kreider una fortuna. El plan consiste en pedirle cien mil dólares por los documentos que prueban su culpa. Si ella no quiere darlos, el plan es ofrecerlos a su marido, quien, para evitar la publicidad que podría darse al asunto, pagará lo que se pida. Mike, Lang y Karpis han sido encargados del chantaje. Yo impediré que puedan triunfar; pero no sé si podré salvarme. Por eso dejo estos documentos, que son el único duplicado que existe de los que posee King. Debiera empezar por él; pero antes tengo que impedir que Ida se vea envuelta en los planes de Colin. Ojalá tuviera mayor inteligencia para saber lo que debo hacer. Mataré a esos tres y luego traspasaré a alguien la defensa de Ida.
Guardando el documento, que era el final de una larga carta, César entornó los ojos y mentalmente revivió la escena en que Gort Gallagher habíase enfrentado con los tres pistoleros, Mike, Lang y Karpis, y de la cual poseía una referencia completísima. Gort Gallagher había entrado en la taberna donde los tres se encontraban y, sin darles tiempo a defenderse, comenzó a disparar sobre ellos. En dos segundos todo terminó; pero al huir, Gort cometió un error y Farrell y sus hombres lo detuvieron.
—¡Precisamente Farrell! —exclamó César—. Si él lo hubiera sabido, habría hecho lo posible para que Gort escapara a la justicia.
Poniéndose en pie, agregó, clavando la mirada en un enorme espejo veneciano:
—Don
Coyote
, ha llegado el momento de intervenir. Y como tú solo no puedes hacerlo todo, tendrás que pedir ayuda al único hombre dispuesto a prestártela.
Aquella noche, César de Echagüe anunció a don Diego Rivera que al día siguiente marcharía a Sacramento.
—Tengo allí unos asuntos pendientes cuya solución he retrasado hasta ahora.
—Bien, no esperaba que se marchara tan pronto. Por cierto que he estado examinando las ballestas y los dardos y uno de éstos tiene unas señales recientes…
—Don Diego —interrumpió César—. Cuando a un pobre le dan una moneda de oro y le dicen que es un centavo, lo mejor que puede hacer es callar y aceptar el falso centavo.
—Don César, no me empiece con jeroglíficos. Hable claro.
—Quiero decir que si el capitán Farrell, que es un hombre muy sagaz, no ha reconocido el dardo que disparó
El Coyote
. Es porque debe de tener motivos para ello.
—¿Cree acaso que
El Coyote
utilizó la ballesta y el dardo?
—Desde luego, y el dardo ha vuelto a su casa. Alégrese de que el capitán Farrell no le haya molestado todo cuanto hubiera podido hacerlo.
—¿Qué motivos puede haber tenido para devolverme el dardo?
—¿Quién se lo ha devuelto?
—Pues el capitán. ¿Quién va a ser?
—Pudo traerlo
El Coyote
—sonrió, burlón, César.
—¡Bah!
El Coyote
no puede atravesar una puerta de roble que ni un cañonazo derribaría.
—Eso es algo que está por probar, don Diego. Olvídese de todo y no complique la existencia al
Coyote
ni al capitán. Creo que los dos son malos adversarios. No se entrometa.
—¿Cómo sabe todo eso?
—No lo sé; pero me lo imagino. Piense que lo lógico hubiera sido que al no encontrar el dardo, el capitán le hubiese metido en la cárcel. Si no lo ha hecho es porque no quiere perjudicarle. Y si fue
El Coyote
quien trajo el dardo, entonces es que tampoco
El Coyote
quiere molestarle. Pero si usted anda voceando sus descubrimientos, se expone que
El Coyote
y el capitán Farrell premien desagradablemente sus esfuerzos por deshacer lo que ellos hicieron. ¿Me entiende?
—Pues… quizá sí. ¿Cree que no debo decir nada?
—En boca cerrada no entran moscas, y en este caso el adagio es el apropiado.
—Y también usted. La verdad es que hasta ahora le había creído un poco tonto. Estaba equivocado.
—Sí, estaba muy equivocado. Debía haberme creído muy tonto. Entonces hubiera estado en lo cierto. Adiós.
Con los ojos dilatados por el asombro, don Diego sólo pudo tartamudear:
—Adiós.
Aquella noche, el capitán Farrell acudió de nuevo a la misión Dolores, en respuesta a una llamada urgente del
Coyote
.
—Marche a Arbolado —ordenó el enmascarado—. Póngase en contacto con Ida Hubbard y cásese con ella.
—¿Por qué? —preguntó Fred Farrell.
—Porque sólo así podrá salvar su vida.
—No entiendo.
—La vida de Ida Hubbard está pendiente de un hilo. Y ese hilo será cortado a menos que los que tienen las tijeras averigüen que su crimen no ha de reportarles ningún beneficio. Según las leyes de esta nación, el marido hereda los bienes de la esposa. Si Ida Hubbard muere, usted heredará su fortuna. Y ni Ring Colin ni sus compañeros desean que eso ocurra. Ellos han hecho planes para que el dinero vaya a sus manos, y uno de los planes de King Colin es el de casarse con Ida y luego…
—¿Qué?
—Luego enviudar y heredar medio millón. No pierda un segundo.
Antes de que Fred Farrell hubiera vuelto en sí de su asombro,
El Coyote
había escapado a todo galope.
A la mañana siguiente, César de Echagüe emprendía la marcha hacia Sacramento, y una hora antes, el capitán Farrell había solicitado tres semanas de licencia, que le fueron concedidas porque en San Francisco reinaba, por el momento, una paz octaviana.
King Colin se paseaba nerviosamente por la estancia. Desde hacía tres años vivía en Arbolado y hasta poco antes había echado terriblemente de menos a San Francisco. Sin embargo, en aquellos momentos sentía las mismas inquietudes que le obligaron a poner tierra de por medio entre San Francisco y él.
—¿Estáis seguros de que se trata de Farrell? —preguntó, volviéndose hacia sus tres compañeros.
—Claro que era él —replicó Buck Blanton—. ¿Crees que olvidaría su cara?
—Era él —asintió Red Gamer, encendiendo un cigarrillo en la llama del quinqué colocado sobre la mesa—. Además, no trata de ocultar su identidad.
—Menos miedo me da Farrell que
El Coyote
—dijo Clay Abbot.
—Pues a mí nada me placería tanto como encontrarme cara a cara con
El Coyote
—dijo Red Garner—; pero no es probable que nos dé la cara.
—¡Claro que nos la dará! —gruñó Clay Abbot—. ¿Crees que si no estuviese dispuesto a luchar se habría molestado en contestar a la demanda de Gallagher? Desde el momento en que contestó tan pronto es que piensa luchar contra nosotros.
—¿Y qué puede un solo hombre contra cuatro bien decididos? —insistió Red—. Hasta ahora sólo ha peleado contra gente débil…
—Si los de la Calavera te parecen débiles —se burló Abbot.
—En aquello le acompañó la suerte. Además, al principio luchó contra miembros aislados. Contra toda la banda sólo peleó una vez.
—Y la exterminó —dijo Blanton.
—Un tiro de suerte —insistió Garner.
—Hace muchos años que la Suerte acompaña al
Coyote
—recordó Abbot—. ¿Por qué no ha de seguirle favoreciendo?
—Algún día le abandonará, y ese día será aquel en que Red Garner le tenga frente a sus revólveres.
—Recuerda, Red, que Gort Gallagher era mil veces más rápido que tú —dijo Clay—. Sin embargo,
El Coyote
le arrancó el revólver de la mano y luego le señaló. Si hubiese querido le habría matado.
—¿Queréis callaros de una vez? —gritó King Colin—. Tenemos otros problemas más importantes. Ese Farrell puede estropearnos el buen negocio que estamos realizando. ¿Creéis que habrá venido para investigar los asaltos a las diligencias?
—No —respondió Garner—. Sólo el
sheriff
tiene autoridad para hacerlo y es nuestro de pies a cabeza.
—Puede traicionarnos.
—Le costaría la vida.
—Entonces, ¿a qué ha venido?
—En busca de un corazón —dijo Blanton.
—¿Qué corazón? —preguntó King.
—El de Ida —respondió Blanton—. ¿Es que no te has dado cuenta de que la chica no está enamorada de ti?
—Hablas mucho, Buck, y te expones a que un día… te haga callar.
—¿Cómo hiciste con Gort? ¡Bah! Él estaba encariñado con la chica y no quiso descubrirnos por no perjudicarla con la publicidad, pero yo no estoy enamorado de Ida ni de nadie, y para hacerme callar tendrías que matarme con tu propia mano, para lo cual te faltaría hombría.
Entornando los ojos, King advirtió:
—Si quieres que te demuestre que no me falta hombría lo haré cuando quieras.
—¿Ahora? —preguntó Buck, llevando velozmente la mano derecha a la nacarada culata de su revólver.
Red Garner le impidió empuñar el arma y, al mismo tiempo, se interpuso entre él y Colin, que, muy pálido, había hecho, también, intención de sacar su revólver.
—No seáis loco —ordenó—. Después de la muerte de Gort, de Mike, de Lang y de Karpis, hemos quedado reducidos a la mínima expresión. Y vosotros aún queréis reducir más nuestras fuerzas. No sobra ninguno de nosotros y, por el contrario, aún faltan unos cuantos. Tenemos un buen negocio y nos conviene vivir para disfrutar de sus beneficios. Dejad, pues, los personalismos y trabajemos unidos. Unos tenéis miedo del
Coyote
y otros de Fred Farrell.
El Coyote
aún no ha aparecido por aquí, y Farrell no parece venir con malas intenciones. Dejémosle tranquilo y atendamos a nuestros asuntos. En primer lugar, hoy nos hemos reunido no para discutir temores más o menos infundados, sino para repasar las cuentas. ¿Cómo andamos de dinero, King?
—Dejémoslo para otro día, Red. Hoy no estoy de humor para discutir de dinero. ¿Necesitas algo? Te daré…
—No me des nada más que lo legal. Quiero que hagamos cuentas y que a cada uno se le dé lo que es suyo. La señora Kreider nos entregó cien mil pesos. De acuerdo con lo convenido, veinte mil a cada uno de nosotros y cuarenta mil a ti. Empieza a repartirlos.
—¿No crees que es mejor esperar algún tiempo?
—¿Para ver si entretanto nos morimos y todo queda para ti? Anda, empieza a sacar el dinero y a repartirlo. Si deseas tener una reserva de capital, confórmate con lo que se obtuvo de los asaltos a las diligencias que transportaban oro no asegurado.
—Ese dinero no se puede tocar —se apresuró a decir Colin—. Podría ocurrir algún accidente y entonces necesitaríamos responder de los seguros.
—¿Quién puede asaltar las diligencias? —preguntó burlonamente, Blanton—. Hasta ahora sólo nosotros lo hemos hecho.
—Pero entonces teníamos más gente —dijo Abbot—. Podíamos mantener una vigilancia que ahora resulta imposible. King tiene razón. Si algún bandido independiente nos robase tendríamos que abonar el seguro.
—Está bien —dijo Garner—. Repartámonos sólo el dinero del chantaje.
King Colin abrió una caja de caudales y de ella sacó una cartera llena de billetes de banco. Comenzó a contarlos y Abbot le ayudó en la tarea. Cuando terminó Colin, cada uno de los tres bandidos tenía ante él veinte mil dólares, y Colin, dos montones que sumaban cuarenta mil. Los cuatro guardaron el dinero que les había correspondido. Luego King anunció:
—Hoy la mina «Resolución» hace un envío asegurado en treinta mil dólares.
—¿Es ése su valor real? —preguntó Garner.
—No. El valor exacto es de veinticinco mil.
—Ya se han convencido de que es preferible valorar el oro que envían en mucho más del valor real. Así no sufren ningún asalto. Al principio lo valoraban en menos y se encontraron con que algunas veces recibieron de nosotros veinte mil dólares por un cargamento robado por nosotros mismos que valía, en realidad, cincuenta mil.
—¿Quién vigilará el cargamento? —preguntó Colin—. ¿Alguno de vosotros?
—No es necesario —dijo Garner—. Pueden ir los hombres de costumbre. ¿Algo más?
—Nada más. Vigilad a Farrell.
—Y al
Coyote
—rió Red Garner—. No temas.
En aquellos momentos, Ida Hubbard permanecía, vacilante, a la puerta del almacén de Loewenstein. A través del sucio cristal del escaparate había visto a Fred Farrell. La noticia de la llegada del capitán a Arbolado le fue comunicada por el chino encargado de lavar la ropa de Colin y de su gente. En cuanto lo supo, Ida se apresuró a salir en busca del hombre en quien no había dejado de pensar desde que saliera de San Francisco. Pero ahora que ya sabía dónde estaba, una súbita timidez le impedía entrar y fingir como ya había decidido, que el encuentro era casual. Al ir a mirar de nuevo a través del cristal, una voz la contuvo.
—Buenos días, señorita Hubbard.
—¡Oh! —casi chilló Ida. Y en seguida—. ¿Usted aquí, capitán?
—Sí, señorita —sonrió Farrell—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
—Sí… mucho tiempo. E… entraba a comprar…
—No quiero estorbarla.
—No importa, ya volveré luego. En realidad no era nada urgente; pero como Loewenstein suele tener artículos de mercería… Pues… Pero ya lo compraré mañana. No se trataba de nada que me hiciese mucha falta.
—Entonces, ¿puedo acompañarla?
—Sí…, sí, claro. Iba a dar un paseo.
—Mejor. Yo también deseaba pasear. Sólo he entrado a comprar un poco de tabaco. Arbolado es muy hermoso.
—Antes lo era más —contestó Ida—. Cuando aún no había minas.
Comenzaron a caminar por las desiguales y estrechas aceras de tablas. A su alrededor se desarrollaba una vida semejante a la de todas las poblaciones mineras.
—¿Ya sabe que Gallagher ha muerto? —preguntó, de pronto, Farrell.
Ida inclinó la cabeza.
—Fue usted quien le detuvo, ¿verdad?
—Sí. Mató a tres compañeros suyos.
—Eran tres canallas —declaró fogosamente, Ida—. Mike, Lang y Karpis eran casi los peores de todos.
—¿Casi? —preguntó Farrell.
—Sí. Los peores son King y Garner. Blanton y Abbot son malos; pero no tanto.
—¿Por qué vive usted con ellos? —preguntó Farrell.
Ida le miró con los ojos llenos de angustia.
—King es mi tutor —murmuró—. Gallagher era el único algo bueno. Parecía sentir un gran cariño hacia mí… No, no era que estuviese enamorado. No me miraba como… como me mira King. Pero siempre me decía que hasta llegar a mi mayoría de edad no podríamos hacer nada. Yo creo que le tenía algo de miedo a King Colin.
—Si King Colin no hubiera entregado al fiscal que llevó la acusación contra Gallagher ciertas pruebas de pasados delitos, a Gort le hubiesen dejado en libertad —dijo Farrell—. Pero había algo en el pasado de Gort que sólo podía ser purgado con la muerte.