Read La justicia del Coyote / La victoria del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—¿Qué quiere usted decir? Y ¿quién es usted?
—Me llamo César de Echagüe, soy de Los Ángeles y estoy en San Francisco de paso o, mejor dicho, para visitar a mi querido amigo don Diego Rivera.
—Le he preguntado qué ha querido decir con aquello de que apestaba a coyotes —replicó el capitán.
—Le juro, señor Farrell, que al nombrar a los coyotes no me refería a usted —aseguró César.
—Lo creo —contestó el capitán—; pero ha pronunciado usted un nombre que está relacionado con mi visita a esta casa.
Nuevamente César ocultó con la mano derecha un amplio bostezo y volviéndose hacia don Diego, cuyo rostro expresaba fuerte tormenta, declaró:
—Como ve, querido don Diego, el capitán viene a preguntarle por sus ballestas.
—¿Cómo sabe…? —empezó Farrell, y conteniéndose agregó—: ¿Quién le ha informado del motivo de mi visita?
—De su visita nos ha informado aquel criado que parece un papamoscas, y los motivos los he adivinado estrujando un poco mi cerebro. Pero explíquele a don Diego los cargos que tiene contra él.
—¿Cómo ha dicho usted que se llamaba? —preguntó Farrell.
—César de Echagüe, de Los Ángeles, donde soy propietario del rancho de San Antonio, del rancho Acevedo y de unas cuantas tierras más, valoradas todas ellas en un total de cinco millones de pesos. De acuerdo con los cánones generalmente establecidos, soy un hombre importante y además, debo ser un hombre honrado, respetable y…
—A pesar de lo cual, una vez se le acusó de ser
El Coyote
, ¿no?
—Tiene usted buena memoria —sonrió don César—. Sí, hace unos años, en Monterrey, se me acusó de ser… eso que usted ha dicho; pero… también a usted le acusaron de haber sustraído tres mil quinientos dólares de la caja de su regimiento y de habérselos jugado al póquer con el honorable fin de convertirlos en diez o doce mil. Pero luego, al examinarse las cuentas, se vio que todo había sido un error y que no faltaba ni un dólar.
Farrell había palidecido intensamente y por unos momentos quedó sin habla. Al fin, haciendo un esfuerzo, replicó:
—Sabe usted muchas cosas, don César.
El señor de Echagüe se encogió, modestamente, de hombros.
—Lo que todo el mundo sabe. Nada más. De la misma forma que usted sabe lo que todo el mundo sabe.
—Bien… —Farrell volvióse hacia el dueño de la casa y pidió—: ¿Podría mostrarme su colección de armas?
—¿Con qué derecho me pide eso? —preguntó don Diego.
—De momento sólo se lo pido como amigo, es decir, particularmente. Tiene usted pleno derecho a negarse, en cuyo caso conseguiremos una orden judicial y con ella procederemos a actuar por la fuerza.
—No es necesario. Soy inocente de toda culpa y puede actuar como guste. Sígame.
En aquel momento apareció el criado que anunciara a Farrell y, dirigiéndose a éste, dijo, tendiéndole un pliego sellado:
—Acaban de traer esto, capitán.
El militar tomó la carta y miró el sello y lo escrito en una de las caras. Por fin, rompió el sello, desdobló el papel y leyó rápidamente el contenido. Al terminar dobló la carta y la guardó, lentamente, en un bolsillo. Una gran transformación se había verificado en su rostro. Parecía haber envejecido diez años de golpe. Con voz apenas perceptible, dijo:
—Cuando usted quiera, don Diego.
César de Echagüe, que no perdía de vista a Farrell, sonrió casi imperceptiblemente cuando el capitán volvía la espalda. Luego, se puso en pie, y con paso lento acercóse a una de las ventanas, desde la cual miró hacia fuera. Debajo de uno de los faroles de petróleo que mal alumbraban la calle vio a un peón vestido de blanco y cubierto con un ancho sombrero de paja.
—Has sido muy oportuno —musitó. Luego volvió a su sillón y dejóse caer en él, como si estuviese muy cansado. Tres minutos después dormía profundamente, ante el escándalo de los invitados.
Mientras seguía a don Diego, el capitán Farrell volvió a sacar la carta que había recibido y la releyó. Cada palabra parecía escrita con fuego y todas ellas le abrasaban el corazón.
«CAPITÁN: Hace tres años recibió mi primer mensaje. Lo recuerda, ¿verdad? Ahora recibe el segundo y con él la oportunidad de pagar aquel pequeño favor. Es necesario que no vea nada, que no encuentre nada y que abandone la idea de abrillantar, su carrera con un gran descubrimiento. Necesito el dardo que le ha puesto sobre la pista. Esta noche, a las dos de la madrugada, podrá encontrarme junto a las ruinas de la misión Dolores, para entregarme el dardo. Usted sabe dónde está. En su lugar deje esta nota, como recibo del dardo».
Tomando el otro papel que iba dentro de la carta, el capitán Farrell leyó:
«He recibido un objeto de mi propiedad».
—Un momento, don Diego —pidió Farrell.
—¿Qué quiere?
—¿Es ésta la habitación donde guarda sus colecciones de armas antiguas? —preguntó el capitán, señalando una recia puerta de roble.
—Sí.
—¿Es la única entrada?
—La única.
—Entonces deme la llave y mañana por la mañana examinaré mejor las armas.
—¿Por qué le he de dar la llave? —preguntó don Diego.
—Para evitar que se cambie nada —contestó el capitán. Y agregó—: Le aseguro que lo hago por su bien y que ningún perjuicio se le reportará de ello… Le doy mi palabra de honor.
Don Diego Rivera vaciló un momento y, por fin, tendió la llave al capitán, diciendo:
—No entiendo nada; pero confiaré en usted.
—Gracias —replicó Farrell, guardando la llave—. Así no le entretendré más. Buenas noches.
—Buenas noches.
Encerrado en su despacho, el capitán Farrell jugueteó distraídamente con el dardo arrancado del cadalso de Gort Gallagher. Jos Taylor se lo había entregado por ser él el jefe de Los Vigilantes, la organización civil dedicada a imponer la ley en la ciudad, y cuya jefatura había recaído en el capitán Farrell, que era considerado como el más enérgico de los militares de la costa del Pacífico.
Varias veces habían tenido que reunirse Los Vigilantes para dominar a los que trataban de alterar el orden en la famosa ciudad. En un principio fueron sólo una fuerza desordenada, mal armada y peor dirigida; pero al fin habían constituido una perfecta organización militar, provista, incluso, de artillería. Desde que Farrell estaba al frente de Los Vigilantes, la actividad de éstos había sido sumamente eficaz, hasta el punto de que después de un par de choques, los elementos subversivos de la ciudad convenciéronse de que era mucho más saludable no enfrentarse con Los Vigilantes.
—Sólo ustedes pueden luchar contra
El Coyote
y vencerlo —le había dicho unas horas antes Jos Taylor, entregándole el dardo.
El capitán había vacilado y, de buena gana, hubiese rechazado el encargo que le hacía Taylor; pero no podía explicar a éste los motivos que le impulsaban a sentir una gran repugnancia por chocar contra
El Coyote
. Al fin había aceptado el encargo; pero antes de terminar la primera investigación, un mensaje del
Coyote
le había frenado.
—¡
El Coyote
! —murmuró Farrell.
Releyó la carta y los recuerdos regresaron a su cerebro.
Tres años antes había recibido el primer mensaje del
Coyote
. Entonces aquel mensaje fue su salvación. Ida Hubbard. La Bella Unión. Dos nombres y un mismo pecado. La Bella Unión era uno de los más famosos garitos de San Francisco. Allí se jugaban las partidas más arriesgadas y el dinero no corría en ningún otro lugar con la abundancia que allí. Por muy alta que fuera la apuesta, la casa siempre la aceptaba. Una mujer arrebatadora, Ida Hubbard, tenía a su cargo una de las mesas de ruleta. Por verla, por recibir una sonrisa suya, Fred Farrell acudió noche tras noche a aquella mesa. Y para poder permanecer unas horas frente a Ida jugó y perdió primero su dinero, luego el que no era suyo y, una noche, a la invitadora sonrisa de Ida Hubbard, Fred Farrell no pudo responder con ninguna moneda más. Había gastado todo el dinero que le fue confiado a su custodia. Al día siguiente tenía que presentar el estado de cuentas y no podría justificar en modo alguno la desaparición de casi cuatro mil dólares. Desde tres noches antes había acudido a La Bella Unión con la esperanza de recuperar todo el dinero tan locamente perdido; pero aunque tuvo algunas fugaces rachas de buena suerte, éstas no duraron el tiempo suficiente para permitirle rehacerse, y a las doce de aquella noche, el capitán Farrell vio cómo el asistente de Ida Hubbard se llevaba la última moneda de veinte dólares.
Angustiado, Fred Farrell acudió a King Colin, dueño del garito. La conversación sostenida con él la recordaba con toda claridad.
—Necesito que me preste dinero, King —le había dicho.
—¿Quinientos dólares? —preguntó sonriente, el dueño del garito—. ¿Quiere probar mejor fortuna?
—No, ya me he convencido de que mi fortuna es mala. Pero necesito cuatro mil dólares. Se los devolveré dentro de dos o tres días.
King Colin era un hombre de modales suaves, sonrisa fácil; pero de una energía que se reflejaba en sus claros ojos y en su firme boca.
—Cuatro mil dólares… —murmuró pensativo; y por un momento Farrell alimentó la esperanza de que el propietario de La Bella Unión se dejara ablandar; pero las intenciones de Colin eran muy otras—. Cuatro mil dólares son muchos dólares —dijo—. Son seiscientos menos de los que ha perdido usted en los últimos días.
—He perdido casi cinco mil.
—¿Y quiere usted que le devuelva una parte?
—No me entiende usted, señor Colin —replicó Farrell—. No se trata de que me devuelva el dinero que he perdido. Présteme cuatro mil dólares por tres días. Luego se los devolveré. Los mismos. Y hasta le pagaré intereses…
King Colin le había interrumpido con un ademán.
—No siga, capitán. No me dedico a prestar dinero con usura. Mi negocio es de muy distinta clase. Creo conocer los motivos que le impulsan a pedirme ese dinero. Mañana hay revisión de cuentas y las suyas no están claras. Circula por todo San Francisco el rumor de que el capitán Farrell se está jugando el dinero que le confiaron. Aunque es grande, San Francisco no lo es tanto como para que las noticias no corran velozmente por toda la ciudad. Todo se sabe y… sus jefes están tan bien enterados como yo de la clase de vida que usted lleva… No, no trato de ofenderle, capitán. Sólo quiero hacerle ver las cosas tal como realmente son y justificar mi comportamiento. Usted confía en salir del mal paso en que anda metido reponiendo los cuatro mil dólares que le faltan. Llegará la revisión de cuentas, se encontrará todo conforme y usted continuará administrando el dinero. En cuanto los inspectores vuelvan la espalda, usted retirará los cuatro mil dólares y vendrá a devolvérmelos, y luego, ahorrando, haciendo mil esfuerzos, irá reponiendo lentamente la suma que faltará en la caja.
—Así es. Le felicito por su sagacidad.
—Muchas gracias; pero el caso es, capitán Farrell, que se ha decidido que usted no vuelva a administrar el dinero de su regimiento.
—¿Qué dice?
—Que a partir de mañana el capitán Farrell no volverá a administrar un centavo. Se ha decidido ya retirarle de ese puesto.
—¿Es que saben…?
—No, no. Sus jefes no saben con certeza si usted ha sustraído el dinero o no. Lo sospechan y lo temen; sobre todo lo temen.
—¿Por qué?
—Porque si el capitán Frederick Farrell resulta culpable de desfalco, entonces tendrán que buscar a otro para que ocupe el puesto de jefe de la milicia ciudadana llamada Los Vigilantes.
»Sí, los señores vigilantes desean un militar de carrera que los mande, y nadie mejor que usted, que tanto se ha distinguido en las últimas campañas contra los pieles rojas y en la pasada guerra. A su sueldo piensan agregarle quinientos dólares más; pero a condición de que usted los instruya militarmente y los convierta en una fuerza eficaz.
—Está usted muy bien informado, señor Colin.
—Lo estoy por necesidad. Si no supiese todo lo que ocurre en la ciudad no tardaría ni una semana en estar arruinado.
—Si es verdad lo que usted dice, Colin, en ocho meses le puedo devolver, sin ningún esfuerzo, el dinero que le pido. Le entregaré mensualmente los quinientos dólares…
—No, no, capitán. Usted no me entiende. No se trata del dinero en sí. Cuatro mil dólares no significan tanto para mí. Puedo tirarlos si quiero. Pero… lo que más me importa es… poder conservar la situación actual, o sea poder seguir ganando veinte o treinta mil dólares cada noche. Si yo supiera que alguien me garantizaba que mi situación no iba a cambiar, le daría no cuatro mil, sino hasta diez mil.
—No lo entiendo…
—Sí que me entiende, capitán. Usted va a ser nombrado jefe de Los Vigilantes. Ya conoce su manera de ser. En un momento dado se reúnen y marchan contra los establecimientos de mala nota, especialmente casas de juego y tabernas y los clausuran violentamente, o sea rompiéndolo todo. Hasta ahora yo me he librado de esa suerte; pero nadie puede asegurarme que el día de mañana no seré, también, víctima de los afanes puritanos de Los Vigilantes.
—Bien, señor Colin, usted me ofrece diez mil dólares si yo le prometo que al ser nombrado jefe de Los Vigilantes haré cerrar otros locales, pero nunca el suyo. Si acepto usted me salva de la vergüenza de ser acusado de desfalco. Si no acepto me deja a mi suerte.
—En este lamentable mundo, nadie da nada por nada. Firme usted un documento mediante el cual se comprometa a no molestarme en agradecimiento a los diez mil dólares que le entrego para cubrir su desfalco. Al momento recibirá el dinero, y sólo si algún día trata de olvidar su promesa será utilizado contra usted el documento.
Fred Farrell quedó pensativo. Al cabo de un rato levantó la cabeza y, mirando fijamente a King Colin, declaró:
—No trato de aparentar una fácil indignación que tal vez usted creyera destinada a disimular mis verdaderos sentimientos o a salvar mi cara, como decimos. No trato de aparentar que aún conservo el honor, pero sí le diré que si de todas formas he de cometer una canallada, prefiero que esa canallada sea la que ya he cometido. Si para disimularla cometiera otra, habría cometido dos, y con el tiempo, para borrarlas, tendría que seguir cometiendo otras, hasta que para huir de mi vergüenza tendría que saltarme la tapa de los sesos. No, King Colin, no acepto su dinero. Y si por un milagro lograra salir del atranco en que me hallo metido, lo primero que haría sería cerrar La Bella Unión y echarle a usted de San Francisco. Buenas noches.