Read La justicia del Coyote / La victoria del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—Ya es hora de pasar al bufete —dijo Rosario, después de consultar el relojito de oro que llevaba sobre el pecho.
Dirigiéndose hacia una puerta cerrada y custodiada por dos criados, hizo seña de que se abrieran las puertas que daban a la sala destinada al servicio de bufete, y en la cual numerosas mesas aparecían cubiertas de bandejas y vinos y licores colocados a disposición de los invitados.
Walter y Rosario acababan de llenar su copa y disponíanse a hacer el primer brindis, cuando una irónica voz ordenó:
—Tengan la bondad de mirarme.
Walter y Rosario volvieron la vista hacia el lugar de donde procedía la voz y la mujer lanzó un grito de espanto. De detrás de uno de los cortinajes de una de las puertas que daban a la terraza acababa de surgir un hombre con el rostro cubierto por un antifaz negro. Iba vestido a la mejicana y empuñaba un desagradable revólver de seis tiros.
—¿Cómo se atreve…? —empezó Walter, tratando de lanzarse contra el enmascarado.
—Cuidado —advirtió fríamente el hombre—. No sea impetuoso y procure no discutir nunca con quien tiene en la mano un revólver como éste.
—Si cree que me asusta, está en un error.
—Si no se asustara, ya se habría lanzado encima de mí y yo le hubiera atravesado la cabeza de un tiro.
El enmascarado notó el revuelo que se producía en la sala y advirtió, levantando la voz:
—Que nadie se marche. Es sólo cuestión de un momento. Supe que la señora Kreider poseía un magnífico collar y vine a buscarlo. Tenga la bondad de dármelo, señora —agregó, dirigiéndose a Rosario, que maquinalmente empezó a quitarse el collar.
—¡Es usted un canalla! —gritó Walter, haciendo intención de precipitarse contra el enmascarado.
Este le contuvo con el cañón de uno de sus revólveres y, sin dejar de sonreír, declaró:
—No soy un canalla. Soy, simplemente,
El Coyote
.
—¡EI
Coyote
!
El famoso nombre corrió velozmente por la sala, levantando un murmullo de asombro y curiosidad.
Rosario habíase quitado ya el collar y se lo tendía al
Coyote
, que, sin mirarlo, lo guardó en un bolsillo de su chaquetilla. Iba ya a retirarse, cuando Walter, con el rostro demudado, le pidió:
—Un momento, señor…
—¿Qué quiere? —preguntó,
El Coyote
.
—Escuche… Para usted ese collar que se lleva no tiene ningún valor, aparte del material, ¿verdad?
—Que ya es mucho —sonrió
El Coyote
.
—¿En cuanto lo valora? —preguntó Walter.
—En algo más de cien mil dólares. ¿Por qué?
—Si piensa vender esa joya… yo se la compraré. Dígame el sitio donde podemos encontrarnos y le pagaré doscientos mil dólares.
La sonrisa del
Coyote
se acentuó.
—¿Por qué? —preguntó—. Dígame por qué está dispuesto a ofrecer tanto dinero.
—Porque ese collar tiene para mí un gran valor sentimental.
Mientras escuchaba a Walter,
El Coyote
observaba atentamente a todos los que estaban en la sala.
—Explíqueme ese valor.
—¿No le basta mi palabra?
—No. ¿Por qué da usted tan gran valor a esta joya? —preguntó de nuevo
El Coyote
, sacando del bolsillo el collar de Rosario.
—Déjale que se lo lleve —instó la mujer—. No hagas tratos con ese hombre…
Kreider no hizo caso de lo que aconsejaba su esposa.
—Es un regalo que le hice a ella —explicó, dirigiéndose al
Coyote
—. Al terminarse el ferrocarril, se lo regalé. Por eso estoy dispuesto a pagarle mucho más de lo que costó.
—Bien. —
El Coyote
reflexionó unos instantes—. Un recuerdo sentimental…
Hizo saltar el collar y el choque de las perlas se oyó claramente en el expectante silencio que reinaba en la sala. Luego, como excusándose, agregó:
—Creí que este collar sólo tenía un valor material. Se lo devuelvo, señor Kreider. Esta noche
El Coyote
ha salido de caza y vuelve a su cubil sin ninguna presa.
Dejando el collar en la mano de Walter,
El Coyote
saludó con una profunda inclinación a Rosario, y antes de que Kreider pudiera replicar, desapareció tras la cortina y sus pasos sonaron un momento en la terraza, apagándose súbitamente.
Cuando Walter salió a la terraza no vio a nadie.
El Coyote
había desaparecido.
Tan pronto como Walter regresó al salón, su esposa le miró, angustiada.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Kreider.
—Temí… temí que te hubiese ocurrido algo —contestó Rosario—. Si aquel hombre hubiera disparado sobre ti…
—Estás pálida.
—No me encuentro bien, Subiré a acostarme. Excúsame con los invitados.
Isaac Poheim, que se había abierto paso por entre los asistentes a la fiesta llegó junto a Walter y, suavemente, le quitó el collar. Rosario, al advertirlo, se mordió el labio inferior y quedó inmóvil siguiendo ansiosamente todos los movimientos del joyero, que parecía estar disfrutando mucho, mientras acariciaba la perlas. Al fin exclamó:
—¡Es fantástico! ¡Jamás lo hubiera creído!
Rosario cerró los ojos, temiendo oí las palabras que no podían dejar de brotar de los labios del joyero; pero cuando Poheim siguió, dijo algo muy distinto de lo que Rosario esperaba.
—¡Es el mejor grupo de perlas ceilandesas que he visto en mi vida! Le felicito señor Kreider. Si alguna vez quiere vender ese collar… Bueno, ya sé que no quiere venderlo; pero es que realmente se trata de un ejemplar de museo. Lo más curioso es que, de momento, debido sin duda a la luz creí… Nunca se podrá imaginar lo que creí.
—¿Qué? —preguntó Walter.
—Pues que el collar era una vulgar imitación bastante bien lograda, pero una imitación, nada más.
—¿Por eso lo miraba tan insistentemente? —rió Walter.
—Sí, sí. Claro que yo ya me imaginaba que todo era debido a un efecto óptico, y que las perlas tenían que ser buenas. No era lógico que usted le hubiera comprado a su esposa un collar de veinte dólares.
—¿Y ahora ya está seguro de que es legítimo? —preguntó, con voz muy débil, Rosario, dirigiéndose a Poheim.
—Desde luego. No puedo equivocarme. Y si sospecha usted que su marido la engañó y le dio un collar de perlas de imitación en vez de uno legítimo, permítame ofrecerle cien mil dólares por esta maravilla. Haré un excelente negocio.
—Tal vez —replicó Rosario—; pero ahora, con su permiso, me retiraré. Han sido demasiadas emociones y no estoy habituada a ellas.
Sumida en un mar de confusiones, Rosario abandonó la estancia y empezó a subir la escalera que conducía a las habitaciones del segundo piso.
En su cerebro se repetía continuamente la misma pregunta:
¿«Cómo un collar falso se había convertido en uno legítimo, por el que un perito de la talla de Isaac Poheim estaba dispuesto a pagar cien mil dólares»?
La respuesta la estaba aguardando en su cuarto.
Rosario abrió la puerta de su dormitorio y la cerró tras ella sin darse cuenta de que no estaba sola. Fue al sentarse ante el espejo de su tocador cuando un leve carraspeo la advirtió de la presencia de otra persona en la habitación. Sofocando un grito, Rosario volvióse hacia el punto donde había sonado el carraspeo y vio, sentado en un silloncito, al hombre que poseía la clave de todo aquel misterio.
—¿Usted? —preguntó, emocionada—. ¿
El Coyote
?
—Para servirla —respondió el enmascarado, inclinando la cabeza.
—¿Qué… qué desea? —inquirió la mujer.
—Hablar con usted. Supongo que está desconcertada, ¿no?
—Sí; realmente no puedo creer que lo ocurrido sea verdad.
El Coyote
rió silenciosamente, mostrando su dentadura; luego, de un bolsillo extrajo una larga sarta de perlas.
—¿Lo conoce? —preguntó.
—¿Es el… el otro? —preguntó a su vez Rosario.
—Sí, el falso.
—Todo esto es una locura —murmuró Rosario, escondiendo el rostro entre las manos.
—¿Por qué es una locura? —preguntó
El Coyote
, levantándose y cerrando con un pestillo la puerta del cuarto.
—Usted me quitó un collar falso y me devolvió uno legítimo, ¿verdad?
—Sí, es un sistema nuevo de robar.
—¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué fin persigue? ¿Qué se propone? ¿Qué desea a cambio de su acción?
—Es usted una mujer práctica… Desde luego, todo lo que se hace tiene un precio. El collar de perlas que le he entregado vale doscientos mil dólares, pues se trata de las mejores perlas que había en el mercado. Además, fue preciso hacerlo muy de prisa, lo cual aumentó su precio A cambio de esos miles de dólares le pediré dos cosas: la segunda, que mañana a las diez de la mañana, acuda a la iglesia de la Merced.
—¿Para qué? —preguntó Rosario.
—Temo que sospeche usted unas malas intenciones que jamás he alimentado. Si quiero que vaya a esa iglesia es porque en ella se casan unos amigos míos. El capitán Farrell y una jovencita de veinte años, que es…
El Coyote
movió varias veces la cabeza como para observar mejor a Rosario.
—¿Qué es? —preguntó ésta.
—Luego se lo diré. ¿Irá usted?
—¿Cree que puedo negarme?
—Una mujer hermosa tiene derecho a todo.
—Iré.
—Gracias.
—¿Qué más quiere de mí? —preguntó Rosario—. Me ha expresado su segundo deseo, pero no el primero. ¿Cuál es el primero?
—¿Le gustan los cuentos?
—¿Se burla usted de mí?
—Conteste a mi pregunta.
—No sé. —Rosario se encogió de hombros—. Puede que sí. Todo depende de la clase del cuento.
—El que yo voy a contarle es de los que gustan a las mujeres. Sobre todo a las mujeres que tienen secretos.
—¿Por qué dice eso?
—Escuche mi cuento. ¿Cree que subirán a interrumpirnos?
—Supongo que no.
—El cuento empieza allá por el año mil ochocientos cincuenta y, detalle curioso, en la ciudad de Los Ángeles. Usted la conoce, ¿no es cierto?
—Nací en ella.
—Lo mismo le ocurrió a la heroína de mi cuento. Era una muchacha divina. La más hermosa de la ciudad. Hace un rato, al contemplar ese daguerrotipo que tiene usted en su tocador, me pareció estar viendo a la heroína de mi cuento.
—Si es un cuento no pueden existir personajes reales —recordó Rosario.
—En efecto. Pero es que usted responde tan bien a la idea que yo tengo de Rosario, que no puedo por menos que imaginarla tal como usted era cuando tenía diecisiete años.
—¿Cómo sabe que yo tenía diecisiete años al ser impresionada esa fotografía?
—¿Los tenía usted?
—Claro.
—Es una casualidad. Como es una casualidad que mi heroína se llame Rosario.
—Ya veo que todo en usted está lleno de casualidades.
—En efecto. La casualidad es mi aliada. Pero volvamos a las desventuras de Rosario, pues la pobre fue muy desgraciada, a pesar de que con el curso del tiempo llegó a poseer una respetable fortuna. En su infancia, Rosario no pasó penalidades, porque nadie las pasaba entonces en California. Pero su familia ya no era rica. Su padre fue bastante loco y dejó que los naipes se le llevaran unos grandes bocados de su dinero. Luego, al llegar los norteamericanos y hacerse la revisión de las propiedades, perdieron otro buen trozo de su hacienda y sólo les quedó lo justo para ir viviendo.
»Aquella linda muchacha estaba enamorada de un hombre que no era digno de ella. Hubiese necesitado un hombre enérgico y encontró un ser débil que sólo sabía amarla con todas sus fuerzas, que no eran muchas.
—¿Se llamaba Julio? —preguntó emocionada, Rosario.
—Sí, Julio era su nombre. ¿Cómo lo adivinó?
—Por casualidad. Continúe.
—Julio y Rosario se amaban, pero eran dos locos, y, por una parte, ella no pensó en las consecuencias que suelen traer las locuras, y por otra, Julio sólo pensó que amaba con locura y con pasión a Rosario. El resultado fue que…
—Su cuento no tiene nada de original, señor Coyote —dijo la mujer—. Seguramente me dirá que Rosario se encontró con que iba a tener un hijo.
—Es usted muy sagaz. En efecto, esa desgracia era la que amenazaba caer sobre Rosario. ¡Pobre chiquilla! Estoy seguro de que ella no había pensado ni por un momento en que el amor pudiese tener unas consecuencias tan feas.
—No se esfuerce por adivinar los sentimientos de Rosario en aquellos momentos —dijo, con amargura, Rosario Kreider—. No sabría explicarlos.
—Es posible que no —suspiró
El Coyote
—. En cuanto Julio se enteró de lo que iba a llegar…
—Julio no se enteró antes… —empezó Rosario.
—Esta equivocada, señora. Usted, como mujer, podrá adivinar o comprender los sentimientos de una mujer; pero no podrá nunca adivinar ni comprender los de un hombre débil. Julio supo en seguida lo que iba a ocurrir. Iba a llegarle un hijo y él no tenia ni cien malditos pesos que utilizar para aquel hijo que dentro de poco se presentaría en el mundo exigiendo atención y armando un escándalo de todos los demonios.
—¿Y qué hizo Julio?
—Era un chiquillo y tenía el cerebro un poco trastornado. Eso le hacia ver las cosas deformadas y encontrar soluciones tan peregrinas como la que al fin utilizó. Una tal Adela, no recuerdo su apellido, estaba locamente enamorada de Julio. Tenia unos añitos más que él; pero no muchos. Era algo feúcha; pero no asustaba. En cambio, era una formidable administradora y, sobre todo, tenía casi ochocientos mil pesos, de los cuales estaba dispuesta a ceder una buena parte a su esposo. Cuando Julio le dijo que la amaba y que quería ser su marido, la pobre Adela casi se murió de la emoción. Se aceleró la boda y se procuró guardar el secreto: pero el guardar un secreto semejante en Los Ángeles era más difícil que guardar un elefante en un armario ropero. Rosario supo la verdad y creyó morir. Julio le dijo que había hecho aquello por su hijo, a fin de que no le faltara nada.
«Rosario estaba en un violento estado de depresión moral, y juró que su hijo le importaba menos que un zapato viejo. Y que si llegaba al mundo lo echaría de él a puntapiés. Tal vez no dijera exactamente eso, pero el sentido fue ése. Julio se casó y a la media hora se enteró de que su rancho, o sea la última propiedad que le quedaba, estaba lleno de oro, pero ya era tarde para que se separase de Adela. Lo único que pudo hacer fue ayudar a Rosario, que marchó a Utah, donde a su debido tiempo tuvo un hijo. Una hermosa chiquilla a la cual ni siquiera quiso ver».