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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (23 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—¿Esta mañana te dijo algo?

—No, maestro. Ni siquiera me miró a la cara.

Monardes dio un suspiro.

—Debes intentar mantener la calma y ser fuerte, Clara. El juego dañino y destructivo al que juegan Vargas y tu madre es algo demasiado hondo, complejo y enquistado como para que tú intentes comprenderlo o sentirte afectada por él.

—Me afectará si Vargas cumple la amenaza que le hizo a mi madre —dijo Clara, molesta por lo que interpretó como falta de entendimiento del médico—. Aún no puedo creer que él quiera...

—No es cuestión de sexo, muchacha. Es cuestión de poder, de lucha de voluntades.

—No me sirve de consuelo.

—Lo sé, pero me alegro de que me lo hayas contado, porque creo que puedo ayudarte con eso.

La joven siguió a Monardes hasta el laboratorio. El médico tomó una redoma limpia y le añadió un par de dedos de agua.

—Abre el cajón de compuestos peligrosos y pásame el frasco marcado como «safavium» —dijo alargándole una llave a Clara. Ella abrió el cajón y le pasó un recipiente pequeño, hecho de barro y con un tapón de cera, en el que nunca se había fijado antes.

—Esto viene de más allá de Tierra Santa, de un extraño mar cerca de donde estuvieron las ciudades de Sodoma y Gomorra. Dicen que es un lugar mágico, donde es imposible ahogarse, aunque yo no lo creo demasiado. Aléjate un poco, el vapor es peligroso.

Con la uña del meñique, que siempre se dejaba larga y puntiaguda, Monardes rompió el sello de cera y vertió unas gotas en la ampolla con agua limpia. Clara tomó una vela ancha y gruesa y restituyó el tapón de cera, sellando de nuevo el frasco. Monardes la miró con aprobación y sonrió ante su iniciativa.

—Prepara unas limaduras de hierro lo más finas que puedas —dijo mientras removía el líquido y lo colocaba sobre un pequeño brasero.

Un cuarto de hora más tarde le ordenó que fuese echando las minúsculas escamas negruzcas dentro de la redoma. Al entrar en contacto con el líquido caliente, las limaduras producían pequeñas burbujas chisporroteantes. Clara vigiló la mezcla durante otro rato, removiendo constantemente, hasta que el médico volvió y le mandó añadir una cucharada de un polvo rosado que tampoco habían usado antes.

—¿Qué es? —preguntó Clara, sin dejar de remover.

—Nadie lo sabe. Los árabes lo utilizan como ingrediente secreto para fabricar índigo, junto a cenizas de plantas y otros elementos. No es peligroso, pero tampoco se le conocen efectos beneficiosos en las personas. Tiene un sabor ligeramente salado —respondió Monardes pasándose la lengua por los labios.

Clara se maravilló de que el anciano se hubiese atrevido a ingerir una sustancia desconocida y potencialmente letal, pero comprendió que al fin y al cabo ésa era otra de las labores de los médicos: rebasar las fronteras de lo que se sabía para poder aumentar los límites del conocimiento. Aunque eso supusiese un riesgo. En aquel momento sintió una oleada de admiración por su maestro.

Un cambio se estaba produciendo en el interior de la redoma. La tonalidad rojiza del compuesto que habían echado al principio había desaparecido, dejando en su lugar un color blanquecino. Poco a poco el contenido del recipiente se fue volviendo lechoso y acumulándose en el fondo de la redoma, separándose del líquido de la parte superior, que era incoloro pero más espeso que el agua. Clara había visto en otras ocasiones aquel efecto, similar al del aceite sobre el agua, pero nunca dejaba de asombrarle.

—Toma un filtro de paño y vete sacando con una cuchara el líquido de la parte superior —le indicó el médico.

La joven obedeció, echando el contenido en un recipiente plano de barro. El médico lo puso sobre el pequeño brasero y el líquido se hirvió en pocos minutos.

—¿No hay peligro de que se queme con tan poco líquido, maestro?

—Sí, por eso debes vigilar la cantidad de calor que desprende el brasero. Si notas que está demasiado caliente, reduce el fuego. Cuando vuelva a enfriarse, la colocas de nuevo. Así hasta que todo el líquido se haya evaporado.

Al cabo de un rato Clara le llevó la redoma a Monardes. Sobre recipiente plano sólo quedaban unos terrones blancos y duros que se rompieron en cuanto el médico los rozó con una cucharilla. El resultado fueron unos pequeños cristales parecidos a la sal.

—Debes echarle media cucharada de esto en el vino o en el agua cada tres o cuatro días, pero no en la comida, o no hará efecto.

—¿Para qué sirve? —preguntó Clara, tragando saliva.

—Con esto tu amo no sentirá ningún deseo sexual, por mucho que se esfuerce. Debes tener cuidado con la dosis, pues demasiado de esto le hará descuidado y agresivo.

La joven se quedó mirando los pequeños cristales con aprensión. Se sentía reacia a emplear aquel método, pero al mismo tiempo no quería acabar en la cama de Vargas. Aquello le daba aún más miedo. Aún era virgen, y aunque había sentido las punzadas del deseo al cruzarse con algún joven de su edad en la calle, no poseía experiencia alguna en ese sentido. Entre los libros del médico había encontrado un tomo pequeño de cubiertas negras en cuya primera página no venía el
imprimátur
, el sello oficial de la Iglesia autorizando una publicación. La mera posesión de aquel libro era merecedora de excomunión, o de algo peor si el infractor caía en manos de la Inquisición. Estaba repleto de ilustraciones que describían con todo detalle cómo se relacionaban hombres y mujeres. Explicaba que se sentía un gran placer, pero la joven era incapaz de imaginarse a qué se referían. Lo que sí tenía claro era que cuando se decidiese a hacerlo sería con alguien de su elección, y no porque se la obligase.

—¿Cómo descubristeis este compuesto? —preguntó Clara, que no recordaba haberlo visto entre las recetas de Monardes.

—Un tutor mío en la universidad me habló de él hace ya muchos años. No es algo que se pueda poner por escrito, pues sus efectos podrían ser considerados brujería.

La joven seguía dudando.

—No quisiera causar daño a nadie.

—No tengas miedo, muchacha. Yo puedo darte fe de que no es peligroso.

—¿Vos lo habéis usado? —Se asombró Clara.

—Ahora la edad se ha encargado de apagar las llamas de mi caldera, pero cuando acudía a la universidad no era así. Y la vida puede ser muy peligrosa para los que son como yo.

La joven sabía desde hacía tiempo que a Monardes le gustaban los hombres, pues se había fijado en cómo se le iban los ojos cuando algún varón apuesto entraba en la botica, y sintió cómo se reavivaba su compasión por el anciano.

No tuvo demasiado tiempo para pensar en ello, pues en ese momento llamaron a la puerta.

Clara corrió a abrir, alarmada por la insistencia de los golpes. Aunque a veces recibían a pacientes con asuntos urgentes, éstos eran los menos. Los médicos eran muy caros, y poca gente podía permitirse acudir a ellos. Aunque fuese un contrasentido, los familiares solían acudir a los mucho más asequibles cirujanos barberos para los casos más graves, pues en el fondo todos creían que si la muerte rondaba a uno de los suyos ni el más caro de los médicos conseguiría posponer lo inevitable, pero sí conseguiría dejarles una deuda además de un muerto.

Al abrir, Clara se encontró con un joven con heridas en el rostro. Sostenía en brazos el cuerpo maltrecho de lo que al principio tomó por un niño, y cuando sus ojos se encontraron con los de la esclava había confusión en su mirada, casi como si hubiera esperado ver a alguien diferente.

—¿Es ésta la casa de Monardes? Necesitamos ayuda.

—¡Maestro! —gritó Clara.

Monardes se hizo cargo enseguida de la situación.

—¡Pasa rápido! Colócalo allí, sobre la mesa. ¡Clara, haz sitio!

La esclava apartó tortas y redomas, despejando parte de la superficie, y el joven depositó el cuerpo con cuidado sobre la mesa. Temblaba de los nervios y del enorme esfuerzo de haber llevado al paciente hasta allí.

—¡Trae vendas y un cuchillo, Clara, deprisa! —dijo Monardes—. Tú, ¿qué le ha pasado?

Clara extrajo con rapidez vendas limpias de una arqueta que había bajo la mesa y las colocó cerca del médico.

—Le han dado una paliza de muerte dos matones. No he podido hacer nada —dijo el joven apretando los puños.

—Siéntate allí y no estorbes. ¡Clara, ese cuchillo!

—Ya va, maestro —respondió ella, tomando la bandeja en la que Monardes los guardaba de una repisa. El médico cogió uno y desgarró las ropas del herido. Varias piezas de metal que estaban ocultas en los pliegues de la tela cayeron al suelo, pero el médico apenas las miró. Clara no sabía qué eran.

—Ponte a mi lado y empieza a cortar vendas, diez o doce tan largas como tu brazo. Luego trae agua caliente.

Durante un par de horas Monardes luchó contra la muerte con denuedo. Clara no había visto nunca al médico tan concentrado y atento. Los ojos le brillaban y daba órdenes secas y precisas. Le admiró por la firmeza con la que tomaba los miembros ensangrentados y palpaba en busca de fracturas. Los casos que solían atender no eran violentos, ya que los pacientes del médico eran todos ellos ricos y nobles con enfermedades comunes, así que era la primera vez que Clara contemplaba los resultados de una paliza.

Cuando Monardes limpió con cuidado el rostro del herido con una esponja empapada en agua con unas gotas de vinagre, la joven se quedó sorprendida al ver el rostro de un enano. Los había visto en casa de algún noble, actuando como bufones, que era el papel que la estricta sociedad de Sevilla asignaba a los que tenían la mala suerte de nacer como él.

—Toma, Clara —dijo Monardes—. Atiende a ese muchacho. Él también está herido.

Clara se agachó junto al joven, que parecía muy abatido.

—Por mí no os preocupéis. Ocupaos de mi amigo.

—Déjala hacer —le instó el médico sin volverse—. Yo aquí ya estoy terminando.

Con cuidado, Clara alzó la barbilla del joven y estudió su rostro en busca de las heridas.

—Yo os he visto antes.

De pronto dio un respingo al reconocerle. Ahora entendía la mirada confusa que le había dedicado cuando ella abrió la puerta. La pañoleta y los moratones de su rostro la habían hecho parecer diferentes a ojos de su visitante.

—¿A qué os referís?

—Ya lo sé. ¡Sois el chico de la plaza!

El joven asintió cautelosamente, y la esclava creyó reconocer un destello de alivio en sus ojos. Había algo más en él, algo que le estaba ocultando pero en ese momento Clara no supo precisar qué era.

—Siento la manera en la que os traté aquel día —dijo encogiéndose de hombros.

—Me humillasteis delante de toda Sevilla —dijo Clara, restregando la esponja con fuerza en la cara del joven. Ya no le importaba hacerle daño, al contrario, ahora deseaba que le escociese bien.

—Os salvé de los alguaciles.

—Podría haberme defendido sola.

—Pues no se os estaba dando muy bien.

Clara, ofendida, arrojó la esponja en su cuenco y palpó sin miramientos la cara del joven. Tenía varios cortes y la nariz le sangraba, pero no estaba rota. Apretó más de la cuenta, pero los ojos del joven no acusaron el dolor. Clara detuvo en ellos la mirada un instante, atraída sin poder evitarlo.

—Saldréis de ésta. —Volvió el rostro bruscamente, intentando que él no captase lo que estaba sintiendo. Por un momento se sintió expuesta y vulnerable, como si aquellos ojos verdes pudiesen penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Sacudió la cabeza. Aquello era una tontería.

El joven se puso en pie y se acercó hasta la mesa donde Monardes atendía a su compañero. El médico se volvió hacia él.

—Habéis tenido la peste, ¿verdad? —dijo Monardes.

El joven se acarició el cuello con las yemas de los dedos y Clara se fijó en las marcas que le habían quedado, media docena de cicatrices oscuras del tamaño de una moneda.

—Hace un par de años.

—Sois afortunado, entonces. Habéis mirado a la muerte a la cara y habéis escapado. Vuestro amigo no tendrá tanta suerte, me temo.

Clara vio cómo una oleada de tristeza invadía el rostro del joven, y cómo luchaba por contener el llanto. Sintió deseos de ponerle una mano en el hombro para consolarle, pero se contuvo. Monardes no lo hubiera visto con buenos ojos, pues siempre decía que Clara era demasiado cercana con los pacientes. Además, seguía furiosa con el joven.

El herido, entonces, levantó la mano un poco.

—¡Mirad! —dijo el joven.

—No os alegréis mucho —le advirtió Monardes bajando la voz—. La vida escapa de su cuerpo. Despedíos de él.

El joven se arrodilló junto al enano. Éste tenía la mandíbula vendada y no podía hablar bien.

—¿Quieres tu zurrón? —preguntó el joven, poniendo la oreja junto a la boca del herido—. Está aquí, Bartolo. Aquí lo tienes.

El enano metió la mano, rebuscando torpemente con sus últimas fuerzas. Finalmente sacó algo pequeño que Clara no pudo ver y lo colocó en la mano de su compañero. Éste lo miró un momento y no pudo contener el llanto más tiempo.

—Bartolo. Mi amigo. Gracias, gracias.

En ese momento Monardes llamó aparte a Clara.

—Necesito que vayas a buscarme los ingredientes de esta receta al mercado —dijo tendiéndole un papel.

La joven iba a preguntar «¿Ahora?», pero en el último instante la cara de advertencia del médico la detuvo. Tomó su basta capa de lana y se la echó a los hombros. Al salir a la calle leyó la nota del médico. Su abigarrada letra aparecía torcida y nerviosa.

«Estos hombres son ladrones, llevan ganzúas y otras herramientas de su oficio. El moribundo ha tenido un altercado violento. No podemos vernos mezclados en esto. Ve a la plaza de San Francisco y trae a los alguaciles. M.»

Clara sintió una mezcla de temor y excitación. ¡Ladrones! Mientras corría hacia la plaza confusos pensamientos se cruzaban en su cabeza. Le parecía injusto que aquel joven que la había salvado de los alguaciles hacía unos meses fuera a ser llevado por la justicia. De pronto le llegó una idea horrible. ¿Y si el joven había hecho aquello sólo para lograr una distracción mientras su compañero robaba? Catalina le había hablado alguna vez de aquel truco, en el que sólo los más tontos y los forasteros caían. Los sevillanos avezados agarraban con fuerza las cosas de valor cuando se acercaban a un corrillo de gente.

Casi llegaba a la plaza cuando vio al grupo de corchetes que habitualmente hacía el recorrido por allí. El alguacil estaba parado hablando con un hombre extraño y mal encarado. Hacía gestos de asentimiento, como si estuviese recibiendo órdenes de un superior, algo que a Clara le extrañó, ya que aquel hombre no parecía un magistrado, más bien un matón de capa sucia y bigotes manchados de grasa. Cuando se dio la vuelta para marcharse vio que era bizco.

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