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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (27 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Cuando sucedió, fue un cúmulo de desgraciadas pequeñas cosas. Un día especialmente caluroso, que les hizo sudar copiosamente y nubló los ojos de Josué durante un instante. Un calambre inoportuno en el bogavante del banco anterior al de Sancho, que se agarró la pierna. Dos novatos que dejaron caer su peso sobre el remo en el peor momento posible, dejando a éste en un ángulo extraño.

Los remos chocaron yendo en direcciones opuestas. El de Josué cayó sobre el otro, desgajando la pala del remo de delante en dos.

—¡Alto!¡Alto, me cago en vuestra puta madre!

El Cuervo llegaba dando enormes zancadas por la crujía, resoplando de furia. Cuando se asomó al ventanuco de proa y descubrió lo ocurrido, el rostro se le volvió escarlata.

—¡Malditos seáis!

Llegó hasta la hilera número cinco, aquella donde se había roto el remo, y comenzó a golpear al bogavante que lo había dejado escapar.

—¡Ha sido él, señoría! —dijo éste entre sollozos. Señalaba a Josué, mientras intentaba parar los golpes con el brazo, sin éxito—. ¡No me peguéis más, os lo ruego!

El cómitre se volvió hacia el negro Josué. Éste ni siquiera le miraba, sino que mantenía la vista fija en sus manos, con las palmas hacia arriba, como si no pudiese creer lo que había sucedido. El Cuervo lo interpretó como una admisión de culpabilidad. Echó el rebenque hacia atrás y lo descargó salvajemente contra el cuello de Josué. El grueso cuero se enroscó alrededor de la garganta del esclavo, y el látigo se quedó atascado por unos instantes. Los ojos de Josué se llenaron de terror pues no podía respirar, pero aun así no volvió el rostro ni alzó los brazos para protegerse. Cuando el cómitre tiró para liberarlo, una miríada de minúsculas gotas de sangre salpicó el rostro de Sancho, que decidió que ya había tenido suficiente.

—¡Basta! —gritó.

Hubo un gran silencio en la bajocubierta. El cómitre se detuvo, con el brazo en alto, y miró a Sancho, sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué es lo que acabas de decir? —dijo con voz glacial.

El silencio de los galeotes se convirtió en un jadeo expectante. Sancho sintió miedo de repente, pero había llegado demasiado lejos como para arrepentirse ni echarse atrás. Durante toda su vida aquellos que estaban por encima de él le habían obligado a seguir el camino que ellos creían como algo ineludible e irremediable. El desacato era para ellos un crimen imperdonable, pero Sancho simplemente no podía quedarse callado.

—No ha sido culpa de Josué, señoría, sino de la mala maniobra de los de delante. Pero si insistís en castigar a alguien de este banco, pegadme a mí. Al menos yo entiendo qué es un castigo injusto.

Al oír aquello, el Cuervo sonrió, lo que no contribuyó precisamente a tranquilizar a Sancho. Muy despacio, el cómitre se agachó y miró al joven a los ojos sin perder aquella mueca sardónica.

—Ah, novato. No tienes espalda suficiente para los golpes que vas a recibir.

Hubo un borrón oscuro frente al rostro de Sancho, que no tuvo tiempo de apartarse. El cuero le golpeó de refilón en la ceja y el pómulo, cerrándole un ojo.

El cómitre le miró burlón.

—Vaya, parece que he fallado. Probaremos otra vez.

—¡Cómitre! —dijo una voz insegura a su espalda.

El Cuervo se puso en pie, molesto por la interrupción. Tras él se hallaba el contramaestre, y no llevaba buena cara. Sujetaba con la mano izquierda un gajo de limón bajo la nariz, como hacía siempre que sus obligaciones le obligaban a descender a la bajocubierta, cosa que no ocurría a menudo.

—Señor —dijo el cómitre con desgana. A todas luces odiaba que alguien más joven que él estuviese por encima en la cadena de mando.

—¿Qué diablos ha sucedido? ¡El capitán está furioso! Llevamos ya varias horas de retraso.

—Estoy metiendo a estos galeotes en cintura, señor —respondió el cómitre atravesándole con la mirada—. ¿Por qué no os volvéis arriba con vuestro querido capitán?

En otras ocasiones el Cuervo había conseguido imponerse al contramaestre, al que la mera visión de aquel bruto y su látigo intimidaba bastante. Sin embargo, el desdén implícito en aquella última frase removió algo en su interior. Miró hacia abajo y su vista se cruzó con la de Sancho, cuya imprudente defensa del negro había escuchado mientras bajaba. Sintió que la valentía de aquel chico era un ejemplo a seguir.

Arrojó el limón al suelo, y cuando habló su voz estaba revestida de un tono distinto, más enérgico.

—Lo que deberíais hacer es no forzarlos tal y como habéis estado haciendo estos días. No me extraña que acaben cometiendo errores.

—Señor, no creo comprenderos —dijo el Cuervo, confuso ante aquella acusación implícita.

—Yo creo que me comprendéis muy bien. Pegándoles no haréis que le crezca otro remo al barco.

—¡Pero los galeotes deben ser disciplinados! —El tono del Cuervo era casi suplicante.

—Por insubordinación o deslealtad, no por cometer un error al que vos mismo les habéis forzado —dijo el contramaestre, bajando tanto la voz que apenas les oyó nadie aparte de Sancho y los que estaban cerca—. Y ahora mandaré a unos cuantos marineros a que recojan el remo roto. Distribuid a los hombres de ese banco entre aquellos faltos de manos y olvidemos este asunto.

Sin esperar respuesta, se marchó. El Cuervo se quedó mirando a la crujía, donde el gajo de limón aplastado había quedado como único recuerdo del enfrentamiento. El cómitre se enrollaba una y otra vez el látigo alrededor de los nudillos, y cuando se dio la vuelta llevaba una promesa de muerte en el rostro. Sancho agachó la cabeza, intentando no provocarle más, pero intuía que para entonces ya había hecho suficiente. En aquella mirada sólo había escritas dos palabras.

«Seis años —pensó Sancho—. Seis años.»

XXXII

S
ancho no sufrió inmediatamente la venganza del Cuervo. El cómitre era demasiado listo como para ensañarse con él justo después del accidente. Esperó un tiempo prudencial, y después comenzó a hacerle pagar al joven la humillación que le había hecho pasar, usando un método tan frío como cruel.

El puerto de Mahón era un punto estratégico esencial en el Mediterráneo para los barcos que patrullaban las aguas de la cristiandad, cazando las galeras turcas y berberiscas que intentaban sacarse el oprobio de las derrotas de Malta y Lepanto. En los últimos años la piratería se había recrudecido, no sólo por parte de turcos y moros sino de los herejes ingleses. Unos y otros hacían incursiones en las costas españolas, cayendo sobre los desprevenidos pueblecitos en mitad de la noche y llevándose ganado y esclavos, sobre todo niños cristianos a los que poder convertir a la fe del Profeta. Detrás dejaban sólo cadáveres y ruinas calcinadas.

La
San Telmo
arribó allí unos días más tarde. El remo roto fue cambiado por otro, se rellenó el agua dulce de los barriles y los marineros pasaron un par de noches en tierra. A los galeotes no se les permitía abandonar su posición, aunque al menos durante ese tiempo no tuvieron que bogar. Desde su lugar en el banco Sancho no tenía más vistas que una rendija de tierra a través de la ventana del quinterol, a la que tampoco podía acercarse demasiado pues ésta era privilegio del Cagarro y del Muerto. No pudo contemplar la hermosa ría encastrada entre dos suaves colinas, ni el arsenal encalado de blanco del que se abastecían todos los buques de la Armada. Apenas pudo captar retazos de la vida normal que otras personas llevaban en el muelle, aunque éstos le supusieron poco consuelo.

Aquellos dos días fueron especialmente tristes. Voces apresuradas con acentos extraños, el crujido de las poleas cargando bultos en la galera, el mugido de las bestias, el chirrido de las ruedas de los carros. Todos los ruidos del puerto le traían recuerdos amargos del Malbaratillo, y de las muchas horas que pasó junto a Bartolo revendiendo los pañuelos y los botones de plata que había conseguido descuidar en las ajetreadas calles de Sevilla. Sin otro lugar al que dirigir la mirada que a sí mismo y a sus recuerdos, Sancho se dio cuenta de que el enano había significado mucho para él, tal vez lo único parecido a un padre que había llegado a conocer. Durante un tiempo había querido adjudicar ese papel a fray Lorenzo, pero el frío y distante religioso no había dado nunca ni la más mínima muestra de cariño hacia el muchacho. Sin embargo Bartolo, ese a quien todos despreciaban por su aspecto, le había regalado una extraña sabiduría. No los conocimientos crudos y estériles con los que le había llenado la cabeza el fraile, ni las mecánicas enseñanzas de una religión que ni entendía ni compartía. Bartolo le había enseñado a valerse por sí mismo, a ser su propio juez y a tomar de los demás sólo aquello de lo que pudieran desprenderse. Amaba la vida, que era lo único que le habían quitado.

A Sancho la fealdad del crimen cometido contra Bartolo le rasgaba el alma. Había intentado buscar una explicación a lo sucedido durante las largas sesiones de boga, sin conseguirlo. Su mente volvía una y otra vez a Monipodio y a por qué había enviado a sus matones a acabar con ambos antes de que pudiesen saldar su deuda. Sólo había una explicación, y era el contenido del cartapacio que habían robado el día anterior. No las cartas de crédito, sino aquellos otros papeles a los que apenas habían prestado atención. Alguien debía de haber pagado a Monipodio para recuperarlos. Si Sancho quería obtener justicia tendría que llegar hasta el hampón, uno de los hombres más peligrosos y protegidos de Sevilla, y obligarle a contar la verdad antes de rajarle la garganta.

La enormidad de una tarea como aquélla habría consumido el ánimo de alguien más débil que Sancho. Sin embargo para el joven supuso el revulsivo que estaba necesitando. Hasta aquel instante se había dedicado a lamerse las heridas y a lamentar su suerte, sin ver más allá de los seis años de condena que le restaban por cumplir. Ahora, por primera vez tenía un objetivo y una razón para sobrevivir.

En aquella pestilente bajocubierta, comido por los piojos y las chinches, comenzó a fraguar un plan. Era poco más que el germen de una idea cambiante y móvil, como cuerdas en llamas balanceándose en la oscuridad.

Cuando volvieron a mar abierto, el Cuervo comenzó a ejecutar sus propios planes. Le hubiese sido muy sencillo acabar con Sancho de un plumazo; un certero golpe de rebenque en la tráquea y el joven estaría muerto en un par de minutos. Lo había hecho en ocasiones, cuando alguno de los galeotes resultaba demasiado díscolo o demasiado lento. Pero en la mente retorcida de aquel animal aquella solución se antojaba demasiado sencilla. En lugar de ello comenzó a golpear a Sancho una vez por cada cinco latigazos que soltaba a los demás forzados. La distribución era siempre exacta, hasta el punto de que Sancho cerraba los ojos cada vez que escuchaba el quinto latigazo, sabedor de que el siguiente sería él.

—Y éste de propina para nuestro invitado especial —se jactaba el Cuervo cada vez que alcanzaba al joven.

En lugar de ser golpeado un par de veces por semana, como era habitual entre los galeotes, comenzó a recibir dos o tres al día. Tenía enormes dificultades para conciliar el sueño y sólo colocándose de lado podía atenuar el dolor constante de sus heridas.

Unas cuantas jornadas en aquellas terribles condiciones eran asumibles, pero si el acoso continuaba demasiado tiempo Sancho sabía que no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir.

—Ya le he visto hacer esto mismo otras veces, cuando realmente odia a alguien —le dijo el Muerto con un brillo malicioso en los ojos—. Cada día estarás más débil, y comenzarás a darle motivos auténticos para que te azote en serio. A este ritmo te lanzarán por la borda dentro de un mes, novato.

—¡Un mes! ¡Un mes! —subrayaba el Cagarro con risa floja. A Sancho le daban ganas de estrangularle.

Poco a poco la piel de la espalda se le iba convirtiendo en el horrendo paisaje de cicatrices que lucían los remeros más antiguos, y el ánimo del joven iba decayendo, tanto que hasta alguna noche especialmente dura llegó a soñar que le alcanzaba la muerte y al fin podía descansar. Tan sólo las cataplasmas que Josué le aplicaba regularmente le proporcionaban cierto alivio, aunque éstas no eran todo lo frecuentes que sus heridas necesitaban. El negro contaba con la ayuda de uno de los remeros asalariados, que le llevaba de tanto en tanto un poco de tierra para que Josué hiciese su mejunje mezclándolo con orina. El remero se acercaba a él al finalizar la jornada y le pasaba un puñado de tierra, robado de los barriles de lastre o trapicheado con uno de los marineros. Le hacía un gesto a Josué y éste miraba fijamente sin responder, pero tendía la mano y aceptaba la tierra.

Sancho observaba el fugaz intercambio con curiosidad, aunque nunca preguntó nada. A pesar de no estar encadenados, los buenas boyas tenían prohibido hablar con los forzados, por lo que no esperaba obtener respuesta, como tampoco la obtendría del resto de los galeotes. Desde que el Cuervo le había declarado la guerra, los demás prisioneros le habían hecho el vacío, como si la culpa de Sancho fuera contagiosa. Tan sólo se dirigían a él sus otros dos odiosos compañeros de banco, y sólo para insultarlo o burlarse de él.

Desesperado por comunicarse con alguien, Sancho intentó en varias ocasiones dirigirse a Josué, aunque éste fingía no prestar atención o se limitaba a negar con la cabeza. El joven se devanaba los sesos tratando de buscar un método para hablar con él. Probó a trazar letras sencillas en el aire, pero era inútil. Josué no sabía leer, y sin papel y algo para escribir jamás podría enseñarle. Casi había desistido de su empeño cuando recordó que Bartolo le había mostrado una serie de señas que los ladrones hacían por la noche cuando allanaban una casa y querían comunicarse sin hacer ruido. El enano había añadido unas cuantas de su cosecha que Sancho y él usaban a la luz del día para robar en mercados y plazas. Aunque el joven dudaba de que las señales de «los dueños se han despertado» o «distrae a éste mientras le robo la bolsa» fueran a ser de ninguna utilidad, aquello le dio una idea.

—Josué, escúchame —le dijo durante uno de los descansos de boga—. ¿Y si yo te enseñase a hablar?

El negro levantó la cabeza del plato de habas que les acababan de servir y se volvió hacia Sancho. Tenía el ceño fruncido y había reproche en sus ojos, como si creyese que se estaba burlando de él y no lo considerase justo. Lentamente, abrió su boca y le mostró al joven su lengua cortada. Éste reprimió un gesto de repulsión ante la carnicería que alguien había perpetrado con el pobre esclavo tiempo atrás, pero no apartó la mirada.

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