La leyenda del ladrón (28 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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—No necesitas la lengua para hablar, Josué. Tan sólo tus manos. Tienes dos manos, ¿verdad?

Josué levantó los dos enormes jamones que había al extremo de sus brazos. Las palmas eran muy claras, casi blancas, y duras como la madera por el constante roce con el remo. Las de Sancho comenzaban a adquirir un callo similar.

—Voy a enseñarte a hablar con las manos, Josué. Tú mírame atentamente, ¿de acuerdo?

Sancho se señaló con un dedo.

—Esto significa «yo». Repítelo.

Josué se mantuvo quieto durante unos instantes, y Sancho temió que no quisiese obedecer o peor aún, que su inteligencia fuera igual que la de las bestias del campo, tal y como había oído a menudo decir de los de su raza. El negro no había perdido la seriedad en el rostro, pero sin embargo obedeció, imitando el gesto de Sancho.

Éste dudó antes de representar su siguiente palabra. Se agarró el anverso de la mano izquierda con la derecha.

—Esto significa «tengo».

Josué imitó el movimiento, esta vez a la primera. Sancho alzó un solo dedo. Aquella palabra era más fácil.

—Una.

La siguiente podía representarse de muchas maneras, aunque Sancho prefirió interpretarla por su forma, no por los gestos que se hacían con ella. Colocó la primera falange del índice derecho sobre la tercera del índice izquierdo, con ambas manos levantadas.

—Espada.

Después colocó las palmas de las manos una frente a otra, dejando un espacio tan ancho como su torso en medio.

—Grande. Ahora repítelos todos seguidos.

—Ese imbécil no te entenderá nunca —se burló el Muerto a su espalda—. Estás perdiendo el tiempo. El poco que te queda.

Sancho le ignoró y miró a Josué. Algo en la expresión del esclavo había cambiado. En su rostro no había recelo, sino algo distinto. Miedo, tal vez, o expectación. Sancho no supo distinguirlo. De nuevo creyó que no iba a conseguirlo, pero de repente el negro ejecutó todos los movimientos de carrerilla.

«Yo tengo una espada grande.»

—¿Has visto, Josué? Acabas de hablar.

Josué se quedó mirando a Sancho con asombro y adoración. En ese momento el Cuervo hizo sonar su silbato y los galeotes tuvieron que despojarse una vez más de sus ropas e inclinarse sobre los remos.

Entonces comenzaron a suceder varias cosas buenas.

La primera fue que el Cuervo dejó de tomar a Sancho como blanco principal, y todo fue porque alguien cometió un pecado aún mayor que la rebeldía que había cometido el muchacho. Uno de los galeotes de refresco que habían embarcado en Mahón recibió un par de latigazos y en lugar de tragárselos como un hombre se volvió y sujetó el rebenque, arrancándolo de las manos del Cuervo. Fue un acto reflejo, puro instinto de conservación, y se lo devolvió enseguida, pero eso era algo que el cómitre no podía tolerar en absoluto. La emprendió con él, tornándole en el mismo objeto de venganza fría y cruel en la que había convertido a Sancho. El muchacho se sintió aliviado por ello, aunque la culpabilidad y la compasión por el pobre desgraciado que había tomado su lugar le llenaron de amargura.

La segunda fue que Josué se tomó la invención de Sancho muy en serio. Desde el momento en que el negro fue capaz de articular su primera frase coherente usando las señales, una suerte de fiebre se apoderó de él. Dedicaron cada minuto libre a establecer las bases de aquel idioma nuevo. Los inicios fueron lentos, puesto que había muchas palabras que no se parecían a nada y sobre las que tenían que llegar a un acuerdo. ¿Cómo indicas con señas «vida» o «amanecer»? Además, según iba creciendo su vocabulario, las manos no bastaban.

Estuvieron atascados durante varias sesiones hasta que Josué tuvo la idea de acudir a otras partes del cuerpo como parte de las señales. Por ejemplo, acariciarse la cara para indicar belleza o hacer un círculo sobre el pecho para indicar bondad. Con el paso de las jornadas, Sancho comenzó a intuir que en el enorme cráneo del negro habitaba una mente profunda y sabia, presa como la suya de la tristeza y de la soledad.

La base sobre la que establecieron su nuevo lenguaje fue precisamente la historia de Josué. Les llevó un par de semanas conseguir hilarla completa, pues muchas palabras requerían de otras tres o cuatro para definirlas, pero lo consiguieron, y Sancho jamás se había sentido tan orgulloso de algo en su vida. Ni cuando recitaba a fray Lorenzo la respuesta correcta, ni la primera vez que cortó una bolsa ajena. Aquellas señales dibujadas en el aire eran la mejor rebeldía contra los que habían arrancado la lengua del negro y les habían cargado de cadenas.

«Nací lejos de aquí.»

—En África —apuntó Sancho cuando el negro compuso la primera frase, pero Josué sólo se encogió de hombros. Para él aquel nombre no significaba nada, aunque lo había escuchado muchas veces en boca de los españoles. Él conocía su tierra, aunque Sancho no había conseguido descubrir cuál era, pues aún no sabían cómo representar los nombres usando sólo sus manos.

«Vivía con mis padres, mis cuatro hermanos. Yo era pequeño. Así de alto», dijo indicando la altura de lo que Sancho interpretó como la de un niño de unos nueve años, aunque en el caso de aquel enorme ser humano podría ser algo más joven.

A trompicones, dejando muchos retazos en el camino, Josué narró cómo los negreros entraron en su poblado, en plena noche. Eran muchos, e iban cargados con armas muy superiores a las que ellos poseían. Su padre era un gran guerrero, y consiguió matar a dos de los intrusos, pero otro de los atacantes le metió un balazo por la espalda. Josué acabó en una jaula de madera. Luego fue encadenado, embarcado y vendido en los muelles de Sevilla, como lo fueron miles antes que él y como miles lo serían después. El negro contaba aquella parte de su vida con frialdad y distancia, incluso la parte en la que los negreros le cortaron la lengua aquella noche porque no dejaba de llorar.

Tan sólo parecía asomar la emoción por su rostro al relatar cómo había terminado entre aquellos muros. Había trabajado durante más de once años como aguador para un comerciante sevillano, que se dedicaba comprar mano de obra esclava y enviarla por la ciudad, cada uno con una mula y unas jarras de agua.

Sancho se había cruzado a diario con los aguadores por las calles, incluso alguna vez había dejado caer un maravedí en la taza de lata que todos solían llevar y había dado un par de tragos templados que sabían a gloria. En un lugar como Sevilla, donde muchas personas trabajaban a pleno sol y la temperatura en verano asemejaba la de las calderas del infierno, aquél era un negocio lucrativo, especialmente si no tenías que pagar a tus trabajadores. Cuando éstos estaban demasiado viejos o enfermos para trabajar, el dueño los liberaba «por caridad cristiana», lo que en la práctica significaba que se desentendía de su suerte. Los recién liberados iban a morir a las mismas calles de las que habían extraído los cobres con los que su amo se enriquecía. Sin embargo, la fortuna a veces daba reveses a los que jugaban a aquel juego. El amo de Josué se encontró con que cinco de sus ocho esclavos enfermaron a la vez. El negro no pudo especificar a Sancho qué mal sufrieron sus compañeros, pero murieron todos en pocos días.

Sin nadie para atender las mulas y corto de efectivo, el dueño de Josué tuvo que venderle al oficial de galeras del rey.

«Me dijo tú comes más que los demás. Me dijo con el dinero que me dan por ti compro tres.»

Sancho imaginó la cara que habría puesto el oficial al ver entrar en sus oficinas cerca de la muralla a aquel gigante. No dudaba que habría estado deseoso de comprarlo, y más pensando que el esclavo tenía en torno a veinte años y estaba en la cúspide de sus fuerzas. Había sido un buen negocio para el rey y un buen negocio para el amo de Josué.

Para el negro había supuesto el cambio de una vida soportable por un destino infernal.

«Me gustaban las calles y las mulas, y me gustaba dar agua. La gente bebía y se sentía mejor. Y había sol. Aquí sólo hay oscuridad», concluyó Josué.

Entonces fue el turno de Sancho de narrar cómo había terminado allí, y lo hizo usando sólo las señales, recurriendo a la voz sólo cuando debía clarificar algo o crear nuevas palabras para su vocabulario. Josué asentía e interrumpía sólo para hacer alguna entrecortada y gramaticalmente incorrecta pero inteligente pregunta, que solía enfocar muchos de los sucesos por los que el joven había pasado en los últimos meses bajo una nueva luz. Ambos se hicieron amigos, y aquélla fue la tercera de las cosas buenas que sucedieron aquel verano.

Pero como Sancho había descubierto ya desde muy niño, cuando se encadenan una serie de sucesos afortunados suele significar que en el horizonte aguardan escollos. Y eso fue exactamente lo que pasó el 17 de agosto de 1589.

XXXIII

E
ran las tres de la tarde, y acababa de terminar el segundo de los turnos de boga cuando el contramaestre asomó la cabeza por la trampilla para dar la orden fatal. Aquélla fue la causa del desastre, y no cabe duda de que las cosas hubieran sido muy distintas de no ser por la arrogancia del capitán.

Los marineros llevaban una temporada nerviosos, y habían contagiado su estado al resto del buque. Los forzados escuchaban sus conversaciones a través de las trampillas y las rendijas de la cubierta, y lo que oían no les gustaba nada. Temían que aquél fuese el primer año en el que la
San Telmo
pasase la festividad de la Asunción sin capturar ninguna presa. Aquel día marcaba los dos tercios de la temporada de caza, y para un barco de guerra habituado a los triunfos alcanzarlo de vacío suponía una deshonra. Por no hablar del menoscabo que suponía para los oficiales del buque la pérdida de los ingresos derivados de la captura del cargamento y la venta como esclavos de los piratas supervivientes.

Realmente una racha de mala suerte parecía haberse cebado con la
San Telmo
. Hasta en cuatro ocasiones había arribado a varios pueblecitos de la costa para encontrar los restos humeantes de una incursión. El capitán de la galera había trazado rutas circulares cerca de los lugares de la costa de Levante de más fácil acceso para los barcos enemigos, pero aunque su intuición había sido acertada, no lo habían sido los tiempos. Cada barquichuela de pesca con la que se cruzaron y cada torre de vigilancia que les hizo señales les transmitieron el mismo mensaje: los habían perdido por muy poco.

Una semana antes de la Asunción, las velas triangulares de un jabeque aparecieron en el horizonte, y la borda de babor se combó bajo el peso de los tripulantes exaltados, que corrieron a gritar obscenidades y celebrar que por fin les sonreía la suerte. La nave se escoró peligrosamente y el capitán mandó que todos volvieran a sus puestos y emprendiesen la persecución.

Los moros demostraron ser unos contrincantes excepcionales. Sabedores de que no eran rival para la galera, un barco casi el doble de grande y con mucha más potencia de fuego, explotaban su mayor maniobrabilidad y se mantenían lejos del alcance de la
San Telmo
. La persiguieron durante ocho días, perdiéndola de vista en más de una ocasión y encontrándola por puro azar y obstinación del capitán. Finalmente, la mañana del 17 de agosto la combinación de vientos y mareas puso al jabeque tunecino entre la costa y los cañones de su perseguidora. Sin un triste soplo de aire, las velas del jabeque resultaban inútiles, y los ochenta galeotes que la impulsaban perdían terreno irremediablemente contra los dos centenares que llevaban los españoles.

La primera sesión de boga de la mañana redujo la distancia que los separaba a la mitad. El jabeque se detuvo primero, alrededor de las once. Estaba a poco más de quinientas brazas, siguiendo la línea de la costa e intentando largar algo de trapo para escapar, sin suerte. Su bandera, de un verde sucio, colgaba lacia del palo mayor. Abandonado a la fuerza de sus remos, debía librar un juego muy peligroso con su perseguidora. La fuerza de los galeotes tenía que ser administrada cuidadosamente.

La
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se detuvo también. El capitán se retorcía de impaciencia, pero sabía que el jabeque era ya suyo. Si no les alcanzaban en la segunda sesión de boga sería en la tercera. Los tunecinos cargaban en cada borda diez cañones de menor calibre que los quince que llevaban los españoles, aunque apenas tendrían tiempo de lanzar más de una andanada. Como mucho encajarían siete u ocho balas antes de abordarles. Después entrarían en juego las espadas, y de ésas la galera tenía el triple que su rival.

El descanso fue sólo de una hora y media. Pasaba la una de la tarde cuando el jabeque se puso en marcha de nuevo.

—Tienen miedo, señor —dijo el contramaestre al capitán.

Éste se tomó su tiempo antes de responder. En la última escala habían desembarcado al primer oficial, que se había roto un pie al ser golpeado por un cañón que un marinero descuidado no había asegurado convenientemente, otro evento que había sido interpretado por los marineros como de mal augurio. Aunque el contramaestre realizaba ahora las funciones de segundo de a bordo, el capitán le trataba siempre con cierta condescendencia por ser plebeyo y llevar apellido flamenco.

—Hacen bien en tener miedo. Sigamos.

Dos horas más tarde, el barco enemigo se detuvo. Había seguido en paralelo a la costa, y estaba a punto de doblar el cabo de Marzán cuando hizo un nuevo alto. El capitán se alegró de ello.

—Malditos idiotas. Si hubieran seguido hasta rebasar el cabo podrían haber usado las corrientes para ganar distancia.

—Sólo sería retrasar lo inevitable, señor.

—Cierto, cierto. Encárguese de que los galeotes reciban una ración de carne y vino. Necesitarán recobrar fuerzas.

—Enseguida, señor.

—Dentro de dos horas estaremos mandando moros al infierno —dijo el capitán sin apartar la vista del jabeque. Estaba a menos de doscientas brazas. Sesenta más y ambos entrarían a tiro de sus respectivos cañones, aunque tal y como estaba situado el tunecino no se pondría al pairo frente al español, porque eso supondría una sentencia de muerte. En tal caso la
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sólo tendría que seguir de frente y embestirles con la borda. Un golpe de lleno a la velocidad adecuada hundiría el barco enemigo en cuestión de minutos.

El contramaestre dio las órdenes con rapidez y decisión. Los marineros empezaron a descender los odres de vino trampilla abajo y los soldados aprestaron sus mosquetes y pistolas. Por todas partes la cubierta era ajetreo y nerviosismo. Las bravatas y los rezos se confundían con el afilar de los aceros.

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