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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (25 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Gabriel acudió enseguida junto a la figura que aguardaba, erguida e impaciente en el castillo de proa. Vestido con calzas y jubón rojos, adornado con vistosos galones que colgaban en su pechera, su voluntad era igual a la de Dios o el rey. Rara vez hablaba a sus subordinados, pues todas las órdenes las daba a través del contramaestre.

—Excelencia —dijo Gabriel, inclinando la cabeza al llegar junto a él.

—¿Cuántos años llevas en la mar?

—Tres, su excelencia.

—¿Sabes manejar un tambor?

—Sí… sí, su excelencia.

—Veremos qué tal se te da.

Aquello no era un honor, sino lo contrario. El de cómitre era un trabajo desagradable, sucio y peligroso, que nadie más entre los marineros quería hacer. Tenías que pasar horas y horas en la pestilente bajocubierta, soportando el calor y empuñando el rebenque para maltratar a otros seres humanos. Gabriel sintió que el mundo se le venía encima.

Dos días después, Gabriel había olvidado los motivos por los que se alistó. Ni las mujeres, a las que no encontraba atractivas, ni el oro, ni el juego, ni el vino ni la gloria. Mientras marcaba con su voz aterciopelada el ritmo de los remeros, había encontrado su auténtica vocación. Rezó por que el cómitre oficial no saliese de las fiebres, e incluso le llevó un poco de vino con un par de cucharadas de mercurio para cerciorarse.

El Cuervo se consideraba la persona más importante de la flota del rey Felipe. Cierto, el capitán ordenaba las maniobras y el monarca dictaba los destinos. Pero en última instancia, quien controlaba la velocidad del barco era él. A él correspondía el éxito de un ataque, el alivio de esquivar una abordada. A él, quien ojo avizor paseaba por la crujía, atento al más mínimo fallo. La estrecha pasarela que separaba ambas bancadas era una trampa mortal. Cualquier paso en falso, cualquier resbalón, cualquier golpe de mar que le hiciera perder el equilibrio y caer en una de las bancadas, en mitad de la chusma... y ya podía despedirse para siempre.

Ellos le esperaban, vaya si lo hacían. Escondían sus astillas afiladas bajo el cuero que protegía los bancos, en los hatos de ropa, incluso en el culo. Cada dos o tres días había que registrarlos para quitarles aquellos pedazos de madera que arrancaban con las uñas del propio costado del buque o de la tablazón del suelo, o que les pasaban los buenas boyas cuando volvían de cubierta. Los frotaban contra el borde de sus propios grilletes por la noche, hasta conseguir una punta de seis o siete dedos de longitud. Suficiente para abrirte la garganta o perforarte los riñones en menos tiempo que se tarda en decir «Amén Jesús».

Pero no eran ésos los únicos peligros. Los hijos de la gran puta no necesitaban un pincho para joderte, no señor. Podían ahogarte con las cadenas, o pasarte de mano en mano hacia la popa del buque, dándote mordiscos por el camino. A la altura del mástil ya estabas muerto, sobre todo si los primeros bocados te agarraban el cuello o los sobacos.

De madrugada, cuando todos dormían, Gabriel se acariciaba despacio las cicatrices del costado. Él se había caído tres veces, tan sólo tres veces en dos décadas. De la primera guardaba dos hermosas rayas blancas sobre el costillar, recuerdo de un pincho que había tropezado en su caja torácica. La segunda se había llevado varios bocados en un brazo, y se las había visto muy crudas. Enfermó durante semanas, en mitad de una escaramuza con los turcos que lo tuvo dando bandazos en su camastro de proa día sí día también. El médico de a bordo le dijo por todo consuelo que las mordeduras de hombre mataban más que las de perro o de serpiente, y que se fuera preparando. El brazo se le hinchó y se le puso morado, pero sobrevivió.

Los capitanes de las galeras nunca castigaban a un galeote que atacaba a su cómitre, a no ser que éste muriese, en cuyo caso lo habitual era colgar al responsable del palo mayor. Si eran tres o más, comenzaba la lotería. No era posible ajusticiar a muchos galeotes, porque entonces el barco perdería su operatividad. Costaba mucho conseguir galeotes en condiciones, y los jueces tenían que bajar cada vez más el listón para enviar nueva chusma. Uno de los que le había mordido estaba allí por robar medio saco de trigo para alimentar a su familia.

Estar en galeras era peor que la muerte, y los galeotes lo sabían, al igual que sabían que si le atacaban en número suficiente tenían muchas probabilidades de librarse. Por eso los cómitres solían durar poco en el cargo, y por eso los capitanes nunca se encargaban de castigar a quienes los agredían. Dejaban ese cometido al interesado, con la especial recomendación de que procurase no averiarlos mucho.

Gabriel había tenido semanas para pensar en un castigo apropiado.

Cuando tuvo fuerzas suficientes, mandó colocar un fogón en mitad de la crujía. Atravesó una barra de hierro en mitad de las brasas, y observó cómo el terror se iba abriendo paso en las caras de los galeotes. Mandó a un par de soldados que sujetasen fuerte a los tres que le habían mordido. Despacio, muy despacio, tomó el hierro y lo levantó para que todos lo viesen. La punta era de un blanco sucio y refulgente. Lo acercó a los ojos de los culpables, sin llegar a tocar su piel. Aunque cerraron los párpados, las córneas se abrasaron en pocos minutos.

—Así seguiréis bogando —dijo con voz suave cuando los aullidos de dolor se convirtieron en llantos apagados—. El próximo os lo colocaré entre las piernas.

La tercera vez que se cayó nadie le puso una mano encima.

Había perfeccionado un método a lo largo de los años.

El primer día que llegaban galeotes nuevos los recibía con la bajocubierta en completa oscuridad. Bajaban la escalera como reos. Sobre la plataforma del cómitre les rapaba el pelo al cero, para evitar los piojos y para que les reconociesen si alguno de esos cabrones conseguía escapar. Las ordenanzas obligaban a dejarles a los moros un mechón de pelo en lo alto de la frente, lo cual al Cuervo le parecía una idea fantástica. No porque le importase una mierda que Alá se llevase a los fieles agarrándoles del pelo al paraíso cuando morían, sino porque aquello le ofrecía muchas posibilidades.

Podía cortárselo de una simple cuchillada cuando se portaban mal o cuando se enfrentaban a una galera turca. Aquello les ponía especialmente frenéticos, puesto que aquellos cerdos vivían con la esperanza de que sus correligionarios derrotasen al barco en donde se hallaban prisioneros y les liberasen. En la penumbra, cuando los suyos atacasen, nadie les reconocería sin aquellos mechones, e irían derechitos al infierno o como se llamase lo que aquellos infieles tuvieran.

O podía tirarles del mechón muy fuerte cuando vagueaban, y hablarles muy suave y despacio, para que le confundiesen con Dios.

Eso era lo que más amaba el Cuervo de su trabajo. Tener absoluto control sobre más de doscientos forzados, que se movían al único ritmo de su voz. Nada de estúpidos tambores o trompetas, de los que se había aburrido enseguida y a los que sólo recurría si la garganta no le respondía.

Cuando los había rapado, les mandaba levantar una enorme piedra y sostenerla tanto tiempo como pudiesen. Aquello le daba una idea de su fortaleza, algo decisivo antes de asignar tanto la hilera como la posición a un galeote. De los cinco que debía haber por banco, la primera posición era la más importante. Se llamaba bogavante, y tenía que ser un hombre de gran fuerza y habilidad, pues era el que manejaba la posición del remo y cargaba con mayor peso. A su lado estaba el apostís, que bastaba con que fuese fuerte. El tercerol era la posición más cómoda, pues no soportaba el esfuerzo de los dos primeros ni tenía que agacharse tanto como el cuarterol y el quinterol, más pegados al costado del buque.

Pero no era ése el motivo por el que les mandaba cargar con la piedra. Lo de menos era cuánto aguantaban o la fuerza que tenían, pues o bien echaban músculo a fuerza de remo o reventaban y los cambiaban por otros. No, el Cuervo quería mirarles a los ojos mientras la sostenían, pues con el paso del tiempo había aprendido a leer en sus almas durante aquel momento de prueba. Los había endebles, matones de tres al cuarto de anchas espaldas que se desinflaban a la mitad de una buena remada. Ésos le echaban miradas de cordero degollado, y el Cuervo sabía que no durarían demasiado.

Y los había que suplicaban de palabra, como aquel muchacho escuálido de ojos verdes que había llegado en la última remesa de galeotes. Iba a colocarle de cuarterol o quinterol, pues tenía los brazos demasiado delgados. Era poco más que un niño, aunque había algo distinto en él. Había pedido por favor, pero las palabras habían nacido en sus labios, no en su corazón. Tenía acero en la voz mientras pedía. Le había hecho empezar otra vez la cuenta, y aun así había resistido el doble.

El Cuervo le había amado por eso. Aquél sería un buen engranaje para su máquina.

Después de cortarles el pelo y evaluarles, el cómitre los mandaba a su banco, donde tenían que esperar, en completo silencio, a que todos los reemplazos estuviesen procesados y encadenados. El Cuervo sabía que en aquellos momentos, mientras la incertidumbre calaba en sus almas, creaban la atmósfera ideal para su discurso de bienvenida. Siempre se demoraba un poco antes de comenzar, paladeando la reacción que se produciría en sus caras cuando gritaba…

XXX

A
brid las trampillas!

En la cubierta, los marineros obedecieron. Seis enormes columnas de luz entraron de golpe en la bajocubierta, y todos los galeotes alzaron las manos ante el rostro para protegerse de la claridad.

Sancho cobró consciencia de pronto del lugar donde debía cumplir su condena. Bartolo no había exagerado ni un ápice: aquello era el infierno. Estaba encadenado a un banco de madera forrado de cuero, por la misma cadena que unía a otros tres galeotes. Los dos de su izquierda, tristes y famélicos, lo miraban con aire malicioso. Asustado, se volvió hacia su derecha y se encontró con un gigante.

El joven había visto negros antes, pues en Sevilla había centenares, si no miles de ellos. Pero nunca uno tan descomunal. Sus brazos eran el doble de gruesos que las piernas de Sancho, y parecían sacos de piel rellenos de enormes melones. Tenía la cabeza rapada, al igual que todos los galeotes, y lo miraba con curiosidad. Su rostro era amable, de frente grande, y en su barbilla se hubieran podido partir nueces.

—¡Atención! —gritó el cómitre.

La plataforma que había intuido en la oscuridad, erigida sobre grandes cajones, le quedaba a Sancho al nivel de la barbilla. Dividía en dos la bajocubierta, y sobre ella estaba el cómitre, plantado con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Iba vestido con calzones y botas. Se cubría el torso con un chaleco de cuero negro y jugueteaba con un látigo corto de cuero, que acariciaba con parsimonia.

—Mi nombre es Gabriel Soutiño, pero todos me llaman el Cuervo. Vosotros os dirigiréis a mí como señoría. —Dio unos cuantos pasos hacia adelante—. Estáis a bordo de la
San Telmo
por vuestros pecados. El rey ha tenido a bien no ahorcaros para que sirváis como fuerza de impulso de sus barcos. No acabará esta jornada sin que le maldigáis por ello. No acabará esta semana sin que maldigáis a vuestra madre por pariros. De los que estáis aquí, más de la mitad estaréis muertos en dos años, así que no hay demasiado de que preocuparse.

Hubo un ligero murmullo al fondo de la bancada, que el Cuervo acalló haciendo restallar el látigo en el aire.

—¡Silencio! La primera norma es que nadie habla mientras se rema. Quiero un silencio completo, ocurra lo que ocurra. Decid una sola palabra y éste os acariciará la espalda. Aquí no se escucha más voz que la mía durante la boga, para poder mantener el compás. Y hay otra razón para ello. Mirad al suelo.

Sancho obedeció, y no pudo reprimir una mueca de asco. El barro maloliente que había intuido bajo los pies desnudos eran excrementos humanos.

—Vosotros, asquerosa chusma, no abandonaréis este banco durante los próximos siete meses. Dormiréis en vuestro sitio, comeréis en vuestro sitio, cagaréis en vuestro sitio. Todos los días un par de vosotros echaréis baldes por el suelo, pero el resultado será siempre el mismo. Las galeras huelen a mierda a muchas leguas de distancia. Los putos moros con sus narices ganchudas las perciben, los ingleses con sus napias blancuzcas las perciben. Por suerte la mierda de infieles y herejes huele igual de mal que la nuestra, así que al final todo acaba siendo cuestión de en qué dirección sopla el viento. —El cómitre hizo una pausa teatral, abriendo mucho los brazos—. Ahora imaginaos que cualquiera de vosotros, hijos de puta, os quejaseis de que os duele un callo en mitad de la noche con viento a favor. Cualquier moro podría venir y mandarnos al fondo. Así que desde el toque de queda hasta la mañana, silencio absoluto también. ¿Me habéis comprendido?

Nadie respondió.

—Así me gusta. Y ahora vais a aprender para qué sirve ese madero que tenéis delante —dijo señalando uno de los remos—. Lo amaréis con locura, y no dejaréis de abrazarlo durante mucho tiempo. ¡Ropas fuera!

Atónito, Sancho vio cómo todos los forzados veteranos se desnudaban sin dudarlo. Era fácil deducir cuáles eran los novatos como él, que dudaban antes de desprenderse de sus ropas en público.

—La segunda norma es ¡obedecer! —dijo el Cuervo. Caminó por la crujía, soltando severos latigazos a izquierda y derecha. Sancho se sacó rápido la camisa antes de que llegase a su altura, y se arrepintió enseguida de no haber empezado por los pantalones. El rebenque le alcanzó entre los omoplatos desnudos, y el dolor fue tan intenso, repentino y fugaz que dudó por un instante de que le hubiesen dado de lleno. Pero enseguida un tremendo escozor lo sacó de su error.

—¡Deprisa! ¡Cuando el turco ataque no tendréis tanto tiempo!

Sancho hizo un lío con la camisa y los pantalones, aunque no sabía dónde colocarlo, y por un momento temió que tuviese que dejarlos en aquel asqueroso suelo. Vio que los demás se agachaban bajo el banco, y allí encontró un pequeño hueco donde pudo embutir sus prendas.

Completamente desnudo, su ánimo se vino abajo al alzar la mirada y ver las espaldas de los galeotes del banco de delante. Todas estaban surcadas de arriba abajo por cicatrices alargadas, formando un mosaico de crueldad. Apenas había un hueco que se hubiese librado del látigo del cómitre.

«Yo ya tengo la primera —pensó—. Y ni siquiera he empezado a remar.»

El Cuervo les ordenó agarrar el remo por la parte de abajo. Sancho descubrió sorprendido que a diferencia de las barcas pequeñas que había visto en el Betis, los enormes remos de la galera no se manejaban tirando de ellos sino levantándolos con fuerza, poniéndose en pie y luego dando una fuerte culada en el banco. Normalmente eran cinco remeros los que había asignados a cada remo, pero la enorme fuerza del negro que ejercía como bogavante en el remo que le había tocado a Sancho había reducido en uno su número.

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