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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (65 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Aunque estaban en un rincón de una taberna desierta, Sancho le hizo caso.

—¿Aún os hacéis pasar por irlandés?

—Mal que me pese, así es. Tengo aprecio por mi vida. Y no es que pueda volver a mi patria, aunque lo desearía. Pero no habrá barcos que naveguen de Sevilla a las islas mientras Felipe siga en guerra con Isabel.

—Podríais viajar hasta Normandía.

—Para eso haría falta dinero, cosa que no tengo. Mi única esperanza es encontrar un buen capitán inglés que quiera devolver a un compatriota a su tierra. Me temo que tendré que esperar.

Guillermo le contó lo difícil que habían sido para él aquellos años, con un ardor y una pasión que llenaban de colores y sensaciones el relato. Había sido maestro de inglés en varias casas de jóvenes nobles y comerciantes, un trabajo que había acabado con su paciencia y que le daba para malvivir. Hubo días en que tuvo que deslizarse en las cocinas de las casas para robar algo de comer. Cuando no aguantó más las impertinencias de los mocosos malcriados, cambió la hambrienta profesión de maestro por la aún más hambrienta profesión de actor. Con su pobre castellano todos los papeles a los que podía aspirar eran secundarios y sin frase.

—He sido guardia, pastor y piedra. Y árbol, maldita sea. Juro que si algún día escribo una comedia digna de tal nombre no pondré un solo árbol en ella.

—¿Seguís escribiendo, Guillermo?

El inglés se miró las yemas de los dedos, que estaban como siempre embadurnadas de tinta. Había frustración en su voz, y unas arrugas se le formaron alrededor de los ojos.

—Algo. Pero nada que me guste. He malgastado muchas resmas de papel que habrían sido más útiles como leña. Por eso acabo quemando todo lo que escribo.

Entonces fue el turno de Sancho de narrar su historia. Comparada con la de Guillermo, fue un relato frío y escueto, que le llevó la mitad de tiempo. Pero al concluir, Guillermo lo miraba asombrado.

—Así que os volvisteis ladrón.

—Como Robert Hood. Creí que yo también podría escapar de la miseria de la taberna, hacerme grande robando a los ricos para dárselo a los pobres. Qué imbécil fui.

—No era más que una historia —dijo Guillermo con un hilo de voz.

Sancho no respondió. El inglés le preguntó con aire culpable si podía hacer algo por él.

—Claro que podéis, don Guillermo. Podéis representar el papel de vuestra vida. Yo a cambio me encargaré de que volváis a casa.

Al oír aquello el abatimiento y la culpabilidad volaron del rostro de Guillermo, como arrastrados por un golpe de viento.

—¿Y dónde se llevará a cabo la representación?

El escenario, le había explicado Sancho, sería el despacho de Vargas, adonde Guillermo estaba ya entrando, franqueado el paso por el capitán Groot. Comparado con el frío del patio, la estancia era un horno. Aunque el inglés agradeció poder entrar en calor, supo que enseguida estaría sudando.

«No debo secarme el labio superior, ni la frente. Evitar el contacto físico», pensó Guillermo.

Se acercó a Vargas, que le contemplaba sentado tras su escritorio con una mirada llena de desconfianza. Guillermo hizo una inclinación de cabeza, tieso como un palo, y le alargó al comerciante sus credenciales. Vargas no hizo el menor gesto para cogerlas, sino que fue Groot quien se acercó a tomarlas de mano del visitante y se las entregó a su jefe. Éste les echó un somero vistazo, sin mover un músculo de la cara.

«Son reales. Todo es real, tan real como el cuchillo que te clavarán en las tripas como no lo hagas bien», se obligó a pensar Guillermo, intentando abstraerse del hecho de que dos días antes aquellas falsas credenciales tenían la tinta aún fresca. Habían costado una fortuna, que Sancho había tenido que financiar cortando bolsas en la plaza de San Francisco. Algo que le desagradó profundamente, pues cada vez odiaba más el acto de robar.

—Me llamo Francisco de Whimpole, señor Vargas, y yo… —comenzó Guillermo en su renqueante castellano.

—Conozco perfectamente vuestra lengua, señor de Whimpole —le interrumpió Vargas en inglés. Tenía una voz dura y autoritaria, y Guillermo supo al instante que era un hombre despiadado.

—Eso me alegra, señor. Facilitará mucho mi labor —dijo el actor, con mucho más aplomo por poder contestar en su idioma.

Vargas agitó un pedazo de papel, escrito con letra diminuta. Guillermo se lo había entregado, lacrado, a uno de los criados de la casa una hora antes.

—No sé qué labor puede ser ésa, Whimpole. Este mensaje era deliberadamente ambiguo. Aunque bien podríais haber puesto en él la receta del porridge. Vuestra mera presencia en esta ciudad es un acto de traición.

—¿Tan grande como quemar silos vacíos de trigo y echarle la culpa a mi soberana, señor Vargas? —dijo Guillermo, intentando impregnar sus palabras de sarcástica altivez.

Hubo una triple reacción ante sus demoledoras palabras. Vargas tensó los hombros y apretó los puños, Groot dio un paso adelante y un graznido aterrado en el extremo contrario del despacho reveló la existencia de otra persona tras un biombo.

—Salid, Malfini. Ya que insistís en descubriros vos mismo, bien podéis ver cómo Groot despedaza a este inglés —dijo Vargas, rechinando los dientes.

Guillermo soltó una carcajada. Si aquello hubiese sido una obra de teatro, el público se hubiera estremecido ante la naturalidad de aquel gesto de desprecio. En el despacho, al menos tuvo la capacidad de detener a Groot, que miró desconcertado a su jefe. El hombre que había detrás del biombo, gordo y de aspecto desaliñado y lascivo, había abandonado su escondrijo y contemplaba la escena con la boca abierta.

—Lamento si mis palabras os han parecido duras, señor Vargas. Sólo dejaba claro que la traición es una cuestión de puntos de vista. Para los ingleses yo soy un patriota, y vos... bueno, vos tenéis dinero. Y después de hoy, tendréis mucho más dinero.

Vargas miró a Groot, que dio dos pasos atrás.

—Continuad.

—Quiero comprar vuestro trigo.

—No existe ningún trigo.

—Por favor, señor, el esfuerzo es inútil. Sevilla entera está cuajada de nuestros espías. Sé muy bien lo que guardáis en la vieja serrería. Y como no soy el único que lo sabe, saldré por la puerta con el pellejo intacto, lleguemos a un acuerdo o no. ¿Nos hemos comprendido?

Muy pocos habían hablado nunca a Francisco de Vargas en aquel tono. El comerciante estaba lívido de furia y tardó bastante en contestar. Guillermo intuyó que estaría preguntándose cómo lo había descubierto, aunque eso era algo que no pensaba revelarle.

—Sí —dijo Vargas muy despacio—. Nos hemos comprendido.

—Bien, en ese caso permitidme que cumpla el encargo de su majestad, la reina Isabel. —El inglés irguió aún más el cuello, presa de un orgullo no del todo fingido al mentar a su soberana—. Queremos comprar vuestro cargamento de trigo.

—¿Vuestra oferta?

—Un millón de escudos.

Malfini soltó un soplido de pura avaricia. Incluso Vargas, acostumbrado a mantener el rostro pétreo en cualquier negociación, sintió un ligero temblor en el labio inferior.

—Si os vendo a vos el trigo, Sevilla se morirá de hambre —dijo el comerciante con voz ronca.

—Que es exactamente lo que quiere Inglaterra, señor Vargas. Necesitamos una España dividida, para fines que ya os imaginaréis. No queremos otra Armada enfilando hacia las islas. La próxima vez podría saliros bien.

—¿Sois consciente de lo que me pedís?

—Dicen que nacisteis pobre, señor Vargas. Habéis llegado a rico. Por mi experiencia, ningún hombre honrado pasa de un estado a otro. Así que sé que aceptaréis.

—Sois un arrogante hijo de puta, Whimpole.

Si Vargas esperaba hacer mella en su visitante, no lo consiguió. Guillermo, inteligentemente, ignoró su comentario dejando claro lo irrelevante que consideraba la opinión de Vargas.

—Como vos deseéis. Pero ¿soy un hijo de puta con un cargamento de trigo?

El comerciante miró al suelo. Cuando alzó de nuevo la vista el miedo parecía haber desaparecido de sus ojos, como si una vez tomada la decisión se desentendiera de las consecuencias de sus actos.

—Tenemos un trato.

—Bien, señor Vargas. En ese caso, éstas son las condiciones…

Guillermo desapareció de la circulación durante los días siguientes. Siguiendo las instrucciones de Sancho, no volvió por el teatro ni se dejó ver por las calles, para minimizar el riesgo de un encuentro desafortunado con Vargas.

Una semana más tarde, la víspera de la fecha acordada con el comerciante, el inglés despertó al atardecer en su camastro, con la cabeza resacosa y los ojos cubiertos de legañas. Sancho le había mantenido un suministro regular de vino, que había obrado estragos en él. Como siempre le ocurría tras algún exceso, se juró que jamás volvería a beber, aunque era un juramento que no parecía capaz de mantener. Guillermo notaba dentro de sí una necesidad insatisfecha, que le devoraba las tripas como una bestia, y que se manifestaba sobre todo cuando intentaba encarar alguno de sus sonetos. Si las palabras no llegaban o no estaban a la altura de su propio y exigente juicio, los dientes de la bestia se ensañaban con sus hígados. Y la única manera que Guillermo conocía para apaciguarla era ahogándola.

Aunque procuraba no pensar en ellos para no sentir aún más el peso de la soledad, en aquel momento recordó a sus hijos. Cuando había abandonado Inglaterra en 1588 la mayor, Susana, tenía cinco años y los gemelos, Hamnet y Judith, tres. Hacía muchos meses que no conseguía dinero suficiente para enviar a casa, y se preguntó si todos estarían bien. Su esposa era demasiado egoísta y demasiado estúpida como para aprender a escribir o mandarle noticias. Por enésima vez en su vida lamentó haber dejado preñada a una mujer ocho años mayor que él y con la que se había casado a la fuerza. Apenas se soportaban, y marcharse lejos de ella en busca de fortuna había sido un auténtico alivio. Llevado por su deseo de triunfar en el teatro, se había unido a una
troupe
de cómicos itinerantes que hacían una gira de dos años por el continente, visitando lugares de los que nunca antes había oído hablar, como Verona, Venecia o la propia Sevilla. El talento de Guillermo para la interpretación era bastante justo, algo que compensaba intentando improvisar sobre el escenario. Para ello sí que estaba dotado, mucho más que sus compañeros. Esto había ocasionado roces y peleas que habían acabado con la paciencia del director y resultado en su expulsión de la compañía. Había terminado viviendo en un cuchitril de mala muerte llamado el Gallo Rojo, maldiciendo su suerte, atrapado por la guerra con España y por el agujero perpetuo de sus bolsillos.

Aquella imagen mental de una bolsa sin fondo trajo a su cabeza el primer verso de un soneto, pero para entonces ya se encontraba frente a la posada de Tomás Gutiérrez. La elegancia del edificio le cohibió, y entró con cautela, siendo demasiado consciente de que sus calzas estaban remendadas por un par de sitios y los puños de su camisa estaban amarillentos y repletos de manchas de tinta.

—¡Maese Guillermo!

Sancho estaba esperándolo junto a la puerta y lo llevó hasta una sala pequeña pero acogedora, que el dueño de la posada había dispuesto para ellos. Había una mesa baja, rodeada por un banco y dos sillas. En una de ellas había un hombre delgado y de nariz ganchuda que se puso en pie al entrar él.

—Don Miguel de Cervantes, permitidme que os presente a don Guillermo de Shakespeare.

La cena transcurrió en trabajosa adaptación, mientras Guillermo se peleaba con su mal español y Miguel ponía cara de extrañeza cuando el actor empleaba palabras en su lengua. El único inglés que conocía el comisario se limitaba a las maldiciones y los reniegos propios de la soldadesca. Pero con la ayuda de Sancho todos acabaron entendiéndose.

Cuando el joven los presentó, Miguel había barrido de arriba abajo a Guillermo con su mirada acerada y recta, tan escueta como su propia anatomía, y no ocultó el desagrado al hallarse en presencia de un enemigo de su rey. Guillermo había advertido esto enseguida, pero había tratado de modificar esa impresión intentando buscar aquellas cosas que ambos tenían en común. Aparentemente no podía haber dos hombres más distintos, pues frente a la severidad castellana del comisario, Guillermo oponía un carácter voluble y sensual.

—Comprendo vuestra prevención hacia mí, don Miguel —dijo Guillermo, apartando el plato donde sólo quedaban las raspas de un pescado a la brasa—. Pero de corazón os digo que no me preocupan en absoluto las disputas entre nuestros reyes. Ingleses o españoles, amos o criados... la vida es un juego de máscaras, amigo mío.

El comisario parpadeó, sorprendido al principio por aquella idea que le había lanzado el inglés, pero enseguida comprendió qué clase de hombre tenía enfrente. Ambos compartían algo que pocas personas poseían: la capacidad de mirar dentro de las cosas, la esencia secreta oculta tras su forma visible.

—Así que vos también sois poeta, don Guillermo. Porque no me diréis que eso os lo habéis hecho escribiendo cartas —dijo Miguel señalando las manchas de tinta en los puños de la camisa del inglés.

—No, tenéis razón. Lo confieso. —Alzó uno de los puños, ya no avergonzado de la pobreza de su atuendo—. Esto de aquí es la materia de los sueños.

La última frase la dijo en inglés, pero cuando Sancho la tradujo no pudo contener una mueca sarcástica.

—Discrepo de nuestro invitado, comisario. La única materia de los sueños es ésta —repuso el joven, haciendo sonar las monedas en la bolsa que llevaba al cinto.

—Y yo discrepo de ambos. La materia de los sueños es la esperanza, sin la que éstos no son posibles.

—¿Esperanza? —preguntó Guillermo—. ¿Esperanza de qué?

—De libertad —terciaron Sancho y Miguel, casi a la vez.

Guillermo sacudió la cabeza.

—A las personas les gustan los muros. Vivir sepultadas dentro de cómodas certidumbres. Dios, rey y patria. Matarán para que no les saques de sus errores.

Hubo un silencio incómodo, plagado de una desagradable y lúcida sobriedad. Por un instante los tres se miraron sin saber muy bien qué decir. Dos de ellos eran enemigos porque así lo habían decidido sus reyes y sus obispos. El tercero era un ladrón, prófugo de galeras, alguien que había roto todas las reglas.

—No tiene sentido discutir esto —terció Miguel, enarcando las cejas—. Sólo somos hombres, efímeros como pedos de monja.

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