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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (62 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Mientras la pobreza aumentaba a pasos agigantados y el hambre comenzaba a cobrarse sus primeras víctimas, Francisco de Vargas esperaba de pie junto a su ventana, en su bien caldeada habitación. En pocas semanas la desesperación de los rectores de la ciudad sería tan enorme que estarían dispuestos a aceptar la oferta de Vargas para vender el trigo por diez veces su valor. Pero seguía habiendo una sombra que le impedía disfrutar de su inminente triunfo. De tanto en tanto acariciaba el alféizar de la ventana, inadvertidamente, como si sus dedos se empeñasen en recordárselo.

Estaba absorto en sus pensamientos cuando entró Catalina en la estancia y se acercó a él.

—Amo, ha venido a veros un hombre que dice tener un negocio que proponeros.

—Despídele. No deseo recibir a nadie hoy.

El ama de llaves sonrió con suficiencia.

—Así lo haré, amo, y con gusto. Es un hombre bien extraño. Decía que podría libraros de vuestro visitante nocturno. Seguramente un loco.

Vargas se dio la vuelta y miró asombrado a la vieja esclava.

—¿Qué has dicho? ¡Repite eso! —dijo agarrando a Catalina por el brazo.

—No es nadie… sólo un mendigo ciego y harapiento. ¡Me hacéis daño!

—Dile que suba, Catalina. Pero antes manda venir a Groot.

El ama de llaves se zafó de Vargas y se marchó, asustada y frotándose el brazo, mientras el comerciante sentía como poco a poco una sonrisa iba aflorando a su rostro.

LXI

S
ancho se revolvió incómodo en la banqueta. Llevaba un par de semanas sin salir del Gallo Rojo, y la tensión provocada por la inactividad le estaba devorando por dentro. La noche en la que había ido a visitar a Vargas había sido su último momento de felicidad, si bien bastante arriesgado. Había estado a punto de estrellarse contra la calle al salir por la ventana, por no hablar de lo difícil que había sido dar con el dormitorio del comerciante. Cuando le había explicado a Clara lo que había hecho habían tenido una tensa discusión, sin que el joven llegase a comprender muy bien los motivos. Ella parecía enfurecida porque Sancho le hubiese puesto un cuchillo en el cuello, a pesar de que odiaba a aquel hombre casi tanto como él. Acabaron separándose enfadados, y no habían vuelto a verse desde entonces. Sancho esperaba que un poco de tiempo sirviese para que se calmasen las cosas y permitirle hablar con ella sobre sus sentimientos. Se sentía completamente perdido ante aquella criatura compleja, inteligente y llena de carácter que era Clara, y tampoco podía buscar consejo en quienes le rodeaban, pues eran tan inexpertos en temas de amores como él.

Al concluir el asunto de la Corte, Sancho les había ofrecido a sus compañeros el tomar la parte que les correspondía del botín que habían conseguido hasta ese momento y marcharse. A diferencia de la venganza que habían tramado contra Monipodio, ni los gemelos ni Zacarías tenían nada personal contra Vargas. Este nuevo embrollo sería feo, peligroso y tal vez no muy bien remunerado. Todos habían decidido quedarse junto a Sancho, incluso el ciego, que había abandonado su hosquedad de los últimos días para jurar lealtad eterna al joven.

—Y cuando dejes la balanza equilibrada nos dedicaremos a cosas más productivas, ¿verdad, muchacho?

La voz lastimosa de Zacarías le recordó a Sancho el momento en el que Bartolo le había suplicado que se quedase junto a él en Sevilla. Sancho le había dicho que se marcharía a cumplir su sueño de hacer fortuna en las Indias, y con ello había partido el corazón del enano. No quería que algo así volviese a suceder, así que les mintió a todos. Dijo que cuando todo acabase formarían una banda como no había habido otra en la ciudad.

—¡Qué digo en la ciudad! ¡En el mundo!

Habían brindado por ello, con los vasos en alto, incluso Castro, que había acabado revelándose como un buen compañero al fin y al cabo. Para Sancho, aquel vino llevaba el sabor amargo de la mentira, pues tenía pensado dejarles su parte del botín y marcharse en el primer galeón que zarpase de allí. Le pediría a Josué que le acompañase, y también a Clara. Aunque si se negaban, iría de todas formas. Conquistar el Nuevo Mundo era lo que más deseaba su tumultuoso corazón.

Sin embargo, antes de partir tenía que saldar cuentas con Francisco de Vargas. La sorpresa que había sentido al escuchar aquel nombre se había convertido en convicción cuanto más pensaba en ello. De algún modo la vida del comerciante y la suya parecían entrelazadas por un hilo invisible, desde el mismo instante en el que Sancho había volcado accidentalmente el barril de monedas de oro, robado una, y había sido perseguido por Groot. Habían pasado poco más de tres años, pero a Sancho le parecían varias vidas.

Igual de largo se le estaba haciendo el tiempo en los últimos días. Había entrado en casa de Vargas con la valentía y la arrogancia de los ignorantes. Le había amenazado con destruirle, queriendo instilar miedo en su corazón, pero todo había quedado en meras palabras huecas. A diferencia de Monipodio, Vargas no tenía puntos vulnerables. Sus empresas tenían la apariencia de legítimas, y sus negocios tenían lugar a plena luz del día. Para colmo, según todos aquellos con quienes había hablado haciéndose pasar por el representante de alguna empresa extranjera, Vargas parecía haberse retirado de la escena. Acudía a misa a diario y también a las Gradas, pero su presencia era testimonial. Seguía poseyendo valiosa información, por lo que muchos pugnaban por cambiar aunque fuera unas palabras con él, pero parecía no dedicarse a nada en concreto.

—Dice que está comerciando con trigo. ¿Con qué trigo, vive Dios, si no hay? —le dijo uno de los hombres a los que abordó en una taberna cerca de la catedral, y que soltó la lengua a la tercera jarra de vino.

Abordar a Vargas parecía una tarea imposible. Zacarías se había ofrecido a recabar información para Sancho, algo a lo que el joven aceptó de buen grado cuando supo que entre los alguaciles corría una descripción bastante exacta de su persona, suministrada sin duda por Vargas. Sancho maldijo la buena memoria del comerciante y se arrepintió —no por última vez— de no haber roto las normas de Bartolo y haberle rajado la garganta a Vargas cuando tuvo ocasión.

«Ahora estaría en el huerto con Clara, en lugar de aquí encerrado», pensó el joven, soltando un suspiro hastiado.

—¿Qué te pasa? Llevas toda la tarde bufando —le dijo Marcos.

—Toda la semana, más bien —puntualizó su hermano.

Sancho le arrojó el corazón de una manzana que había sobre la mesa, que Mateo esquivó sin dificultad.

«Yo creo que estás pensando en ella», dijo Josué.

—¿Qué ha dicho el negro? —preguntó Marcos.

—Que sois los dos unos bujarrones hijos de mil leches —tradujo libremente Sancho.

Josué sacudió la cabeza, fingiendo estar asustado, mientras los gemelos se le echaban encima peleando en broma.

—Lo que tienes es hambre, muchacho. Suspiros de hambre, si los conoceré yo.

—¿Cuándo estará la cena? —preguntó Mateo, espoleado por el olor que se desprendía del puchero que Castro estaba removiendo.

—Enseguida. Quería esperar a Zacarías, pero esa vieja comadreja no aparece. Bebamos antes una jarra de…

El final de la frase quedó ahogado por un enorme estruendo. La puerta de la calle, arrancada de sus goznes, cayó al suelo, y en el espacio que había ocupado aparecieron dos hombres que sostenían una pesada barra de hierro con enganches a los lados. Éstos se apartaron y fueron sustituidos como por arte de magia por dos corchetes que empuñaban sendos mosquetes.

—¡Agachaos! —gritó Sancho lanzándose al suelo.

Los disparos resonaron en mitad de su grito. Uno de ellos destrozó la jarra de vino que Castro aún sostenía. El tabernero quedó con el asa de barro en la mano, mirándola con extrañeza, antes de darse cuenta de que una inmensa mancha roja crecía en su pecho.

—Yo…

Se desplomó, muerto. Sancho se arrastró bajó la mesa, tirando de Josué y de Marcos, que se había lanzado al suelo junto a él.

—¡Arriba! ¡Id arriba!

En lugar de seguirle en dirección a la escalera, Josué agarró la mesa con ambas manos y la enarboló como si fuera un escudo, interponiéndola entre la entrada y ellos. Justo a tiempo, porque dos nuevos balazos se incrustaron en la madera.

—¡Arriba! —repitió Sancho.

—¡Mateo! ¡Mateo! ¡No!

El grito de Marcos resonó por toda la posada, y Sancho atisbó por el lateral lo que lo había provocado. Mateo estaba tendido en el suelo, con la cabeza destrozada por uno de los balazos de la primera andanada. Marcos quiso bajar de nuevo la escalera, pero Sancho lo agarró por el cuello con fuerza y lo arrojó al pasillo de la planta superior. Josué le siguió, aún con la mesa en brazos. No había puerta en aquella zona pero Josué encajó la mesa en la entrada del pasillo, bloqueándola.

—¡Qué has hecho! ¡Lo han matado! ¡Déjame bajar, cabrón! —gritó Marcos, completamente fuera de sí. Estaba llorando, tenía el rostro pálido y las venas hinchadas se le marcaban en las sienes como las letras en un mapa.

—¡Escúchame! —dijo Sancho, sujetándole para que no arremetiese contra la improvisada barricada que Josué había montado en el pasillo—. Si bajas ahora sólo conseguirás que te maten, y a nosotros contigo. ¡Si quieres matar a quien ha acabado con tu hermano tendrás que seguir vivo!

Marcos se llevó las manos a la cabeza, estirándose de los pelos y de las orejas con desesperación. Golpeó la pared varias veces, haciéndose sangre en los nudillos.

Sancho procuró abstraerse. Aunque tenía las tripas anudadas por el miedo, intentó invocar dentro de sí mismo la frialdad glacial que tanto había apreciado Dreyer de él. Le costó un tremendo esfuerzo de voluntad. Al otro lado del tablero se oían los gritos de los corchetes, revolviendo la taberna y organizándose para lanzar el ataque al piso de arriba. En pocos minutos los tendrían allí, y la endeble mesa que Josué atrancaba con su cuerpo no resistiría mucho.

Recorrió el pasillo en rápidas zancadas, sintiéndose acorralado, haciendo con la vista un rápido recuento de lo que podía ser de utilidad. No había muebles pesados que amontonar en la barricada. El único sitio por el que podían huir era el ventanuco del cuarto del fondo, desde el que podrían descolgarse al tejado de la casa de al lado y desde allí correr hacia los callejones que conducían a la muralla. Pero el ventanuco era demasiado estrecho. Dudaba que incluso Marcos fuera capaz de pasar por él, por no hablar de Josué.

—¡Señor! ¡Hemos encontrado oro! ¡Mucho oro!

—¡Dejad eso ahora! ¡Preparad el ariete para derribar esa barricada!

Sancho maldijo para sus adentros. Tendrían que haber guardado algo de botín en otro lugar. Ahora el alguacil se haría con todo, y a ellos no les quedarían más que las monedas que llevasen encima; suponiendo que lograsen salir de allí. Estaba mordiéndose los labios de pura ansiedad cuando un par de voces le distrajeron. La primera hablaba en tono normal y no pudo distinguir las palabras, pero el tono era inconfundible. Sintió como la bilis de la traición le henchía los pulmones de rabia.

—Zacarías.

Marcos, que había logrado calmarse y se apoyaba contra la pared mirando hacia Sancho en silencio, se puso de nuevo en pie.

—Ese ciego hijo de la gran puta. Nos ha vendido a la justicia.

Pero la segunda voz fue la que espoleó del todo a Sancho a actuar. Era una voz grave, desagradable, que hurtaba las erres al hablar.

—Groot. Groot está aquí.

—¿Quién es ése?

—No han venido a arrestarnos, Marcos. Esto es una ejecución. Si no salimos de aquí estaremos muertos en dos padrenuestros.

Volvió a dar zancadas pasillo abajo, mordiéndose los nudillos, intentando pensar. De pronto se volvió hacia Marcos y le tomó por los brazos.

—El barril. El barril que encontramos en donde los cerrajeros. Ese que dijiste que sería útil. ¿Dónde esta?

—El barril… en la habitación de en medio. Pero ¿te has vuelto loco?

Sancho no respondió. Fue a la habitación de en medio, y comprendió enseguida por qué se le había pasado por alto. Mateo y Marcos, que eran quienes dormían allí, habían cubierto el barril con un pedazo de tela y lo usaban como mesita. Tiró de la tela, descubriéndolo. Apenas le llegaba a la rodilla y estaba medio vacío. Tendría que bastar.

—¡Ayúdame!

Al otro lado de la barricada, los golpes empezaron. Josué aguantó el primer embate sin moverse, pero estaba claro que la madera no resistiría mucho. Sancho vio el miedo en los ojos de su amigo, y le hizo un gesto para tranquilizarle que el otro no vio. Corrió a la habitación del fondo y encajó el barril en el ventanuco.

—Arranca un buen manojo de paja del camastro y préndele fuego —le dijo a Marcos.

Éste pugnó con la yesca durante unos instantes, pues estaba tan nervioso que necesitó de varios intentos antes de pasarle a Sancho la improvisada antorcha.

—Te va a arrancar la mano —dijo Marcos, aterrado.

—Vete donde Josué y dile que se meta contigo en la primera habitación cuando yo os diga. Y tapaos los oídos.

—¡Pero entrarán!

—¡Tú hazlo!

Marcos obedeció. Sancho se colocó la gavilla ardiente en una mano mientras con la otra abría un agujero en el barril, ayudado por la vizcaína. Un fino reguero negro brotó de él, acumulándose en el suelo.

Se oyó un crujido en el pasillo y Sancho supo que la mesa no aguantaría más.

—¡Van a entrar! —oyó gritar a Marcos.

—¡Ahora! —respondió Sancho.

Fue hasta la entrada y desde allí arrojó la gavilla en llamas al montón de pólvora del suelo, antes de salir corriendo y meterse junto a sus compañeros en el primero de los cuartos. Sin la fuerza de Josué para sostenerla, la barricada se deshizo enseguida y dos hombres entraron en el pasillo con los mosquetes preparados.

Sancho contuvo el aliento. Ni siquiera había comprobado si la llama prendía antes de salir corriendo. Los corchetes aparecieron en la puerta, y por un momento el asombro de verles a los tres en el suelo con los oídos tapados les impidió disparar.

En ese momento, el barril de pólvora estalló.

Fue como si un huracán barriese el pasillo. Los dos hombres desaparecieron de la puerta, y todo quedó cubierto por un humo acre y negruzco. Sancho gritó a sus compañeros que se pusieran en pie, aunque apenas pudo oír su propia voz. Los tres corrieron a la habitación del fondo, donde la pared que albergaba el ventanuco era ahora un enorme agujero. El tejado contiguo estaba lleno de cascotes. Caminaron agachados por él, con cuidado para no resbalar, aunque por suerte el suelo no estaba muy lejos. Sancho se descolgó el primero, ayudando a Josué. Ambos tendieron entonces los brazos hacia Marcos.

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