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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (59 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Ve a por él, Catalejo. ¡Venga!

Aquella voz y aquel nombre mandaron un escalofrío por la espalda de Sancho. Sintió como se le erizaban los pelos de la nuca en una mezcla de miedo y furia, y apretó los dientes con fuerza para no gritar. Frente a él estaban las dos personas a las que más odiaba en el mundo, tal vez incluso más que al propio Monipodio. Catalejo y Maniferro, los guardaespaldas y asesinos del Rey de los Ladrones. Los más peligrosos hijos de puta de toda Sevilla, y los dos que habían reventado a patadas a Bartolo mientras Sancho escuchaba impotente desde el otro lado de una tapia.

Catalejo ya pasaba un pie por encima del cuerpo del herido, y Sancho se preparó. Aquel matón había matado a más gente que dientes tenía en la boca, y tenía fama de trapacero y cruel. Se valía de su bizquera para engañar al contrario sobre sus intenciones. Eso no le iba a servir de gran cosa en la oscuridad, pero tendría seguro mil y un trucos aprendidos en otros tantos combates.

Sancho percibió su energía en cuanto las espadas se tocaron. La hoja de Catalejo vibraba nerviosa, como si su dueño emprendiera una docena de amagos con cada respiración y los retuviera en el último instante. La mejor manera de enfrentarse a alguien así era mantenerse firme como una roca y esperar. Sancho se abstrajo de la pelea que tenía lugar a su espalda, donde los jadeos y las fintas del acero cortando el aire habían llegado a su punto culminante. Olvidó todo lo que le rodeaba, centrando toda su atención en el peso de su cuerpo, reuniendo energía en sus muslos para cuando Catalejo se decidiese a atacar, visualizando el movimiento que realizaría su cuerpo. El bizco le tiró un amago en corto, y después otro más, a los que el joven apenas respondió con una leve inclinación del ángulo de la guardia, bloqueando cualquier vía de entrada. Catalejo, entonces, cometió el error de los impacientes y de los idiotas.

«Dos en tercera, una en quinta y de vuelta a la tercera. Es la primera secuencia que aprenden todos los matones de baja estofa en las academias de mala muerte o de los instructores del ejército, y a la que vuelven siempre», decía siempre Dreyer.

Allí mismo se materializaron las palabras del herrero. Dos estocadas seguidas a la derecha, a media altura. Un paso atrás, brevísimo. Un amago a los riñones, y después la definitiva, de nuevo en tercera, destinada a perforar los pulmones de Sancho y enviarlo al suelo, escupiendo sangre por la boca. Una secuencia mortal, que había dado fruto en tantas ocasiones que Catalejo fio a ella todo su cuerpo, descubriendo su flanco derecho. Con lo que no contaba era con que Sancho se anticipase, fiándose él al entrenamiento de Dreyer y a su propio instinto.

El joven detuvo por dos veces las entradas en tercera, desvió con facilidad el amago en quinta y luego se arrodilló, ocupando él mismo el lugar que la espada de Catalejo acababa de abandonar mientras la suya propia se adelantaba, encontrando paso franco hasta el pecho del matón. Hubo un crujido desagradable, mientras el impulso de Catalejo lo ensartaba en la hoja rival. La armadura de placas de cuero recubierta con una fina capa de acero que llevaba bajo la camisa, y que tantas veces le había salvado el pellejo al matón, no sirvió de nada ante la combinación de su propia fuerza y la de Sancho. El cuerpo de Catalejo llevaba tanta inercia que se hundió en la espada hasta que los gavilanes le tocaron el pecho. Su rostro reflejaba una sorpresa infinita, que sería la misma con la que los alguaciles lo encontrarían a la mañana siguiente.

Pero Sancho no lo captó, pues el peso del matón era demasiado y casi lo arrojó al suelo. La espada de Dreyer quedó atrapada, y el joven tuvo que arrancarle a Catalejo la suya de un tirón. Maniferro ya se le venía encima, tan sorprendido como su compañero de que el resultado del combate estuviese siendo tan desfavorable. Tal vez si hubiese sido él el tercero en atacar a Sancho, en lugar del bizco, todo habría terminado ya. Si hubiese sido Maniferro el que yaciese en el suelo del callejón, Catalejo ya estaría corriendo de vuelta a Triana con el rabo entre las piernas. Pero había sido al revés, y Maniferro no destacaba precisamente por su brillantez. Poseído de la furia por haber visto morir a Catalejo, lanzó un ataque tras otro, sin pausa, mandoblazos sin orden ni estrategia alguna, abriendo el arco de sus ataques de tal forma que la punta de su acero arrancaba chispas de los muros de piedra.

Desconcertado por la avalancha que se le venía encima, y ralentizado por la pesada y más basta espada de Catalejo, Sancho no pudo sino defenderse como pudo de las embestidas de Maniferro. El matón había ganado también así muchos combates, a base de su fuerza bruta y el miedo que inspiraba en los rivales. Desvió a duras penas una estocada en cuarta que iba derecha a su corazón, y que por muy poco acabó desgarrándole el brazo izquierdo. Soltó un quejido de dolor, que aún dio más fuerza a los embates de Maniferro. Perdió la concentración, y al dar un paso atrás tropezó con el cuerpo del primer matón al que había liquidado, cayendo. Quedó panza arriba como una tortuga, y por un instante creyó que ése sería su fin. La oscuridad se hizo más tenue, y pudo ver con nitidez la expresión triunfal de Maniferro, que levantaba la espada dispuesto a asestarle el golpe definitivo. Alzó su propia arma, sabiendo que no había tiempo para alcanzar al matón en el estómago antes de que el otro lanzase su ataque, pero dispuesto a morir matando. Y entonces, antes de que el callejón volviese a ser un amasijo de oscuridad y el tiempo volviese a recuperar su velocidad habitual, vio cómo la espada de Maniferro no llegaba a descargar nunca el golpe, sujeto su brazo por una inmensa mano negra. Y vio su arma clavada en las tripas del matón, que soltaba la espada y caminaba hacia atrás, intentando huir de ellos, sólo para desplomarse a la entrada del callejón, inconsciente o muerto.

Se puso en pie con ayuda de Josué. En aquel momento hubiese cambiado el pasaje a las Indias con el que llevaba soñando toda su vida por un poco de luz para comunicarse con su amigo sin que nadie más le oyese. Para darle las gracias como se merecía por haber tomado partido y salvarle la vida. Pero tal vez fuese mejor así, pues Josué siempre le había jurado que llegada la hora interpondría el cuerpo para que nadie hiciese daño a Sancho, y eso era exactamente lo que había pasado. Así que se limitó a apretarle el hombro con afecto, gesto que el negro le devolvió.

Los gemelos habían dado cuenta ambos de los hombres que les habían tocado, así que Sancho recuperó sus armas en la oscuridad y se alejaron del lugar todo lo que pudieron, temiendo una nueva celada. Se detuvieron quince minutos después en un portal a la entrada de la plaza del Duque de Medina. Sancho se apoyó en la pared, mareado, y sólo entonces reparó en que su mano izquierda estaba empapada de la sangre que le manaba de la herida en el brazo.

Echó la cabeza hacia atrás, contemplando el cielo sin nubes, siendo consciente de cada respiración que daba, de la tibieza de la noche, de las manchas descoloridas en el encalado de la pared que tenía enfrente. Acababa de cumplir uno de los deseos que lo habían mantenido con vida mientras se retorcía bajo el látigo del cómitre en galeras. Había borrado de la faz de la tierra a dos alimañas, pero en su corazón no había ni rastro de alegría, ni una brizna de consuelo. Tan sólo un vacío ominoso y descorazonador, que le hablaba de la futilidad de la existencia, que presagiaba que el mundo continuaría largo tiempo después de que él estuviese muerto y enterrado. Que las ranas que croaban en la fuente cercana lo hubieran hecho igual de ser él quien yaciese desangrado en un callejón. Aquella revelación le atenazó el corazón con un puño helado. Por un instante se preguntó si había realmente otra vida, y si de haberla su madre y Bartolo le estarían esperando al otro lado. Sintió el peso de la soledad como una enorme losa.

—Vosotros id al Gallo Rojo. Yo voy a ir a curarme esto —dijo señalándose el brazo, sin atreverse a mirarles a la cara por temor a que se diesen cuenta de sus sentimientos.

Josué protestó, diciéndole que él podía encargarse de una herida insignificante como aquélla, pero Sancho desapareció por el callejón.

Entró en la botica desde el huerto, saltando la tapia. Tuvo cuidado de no aplastar ninguna planta al dejarse caer dentro. Creyó que tendría que forzar la puerta de atrás, pero no fue necesario. Cuando subía los escalones que llevaban al porche trasero, una voz le detuvo.

—Estáis convirtiendo esto de irrumpir en mi casa en una costumbre, Sancho de Écija.

Ella estaba sentada en uno de los bancos del huerto, observándole. Sancho se sorprendió de encontrarla afuera y despierta a aquellas horas, como si hubiera estado esperándole. Se estremeció al ser consciente de nuevo de que, de no haber intervenido Josué en el último suspiro, jamás habría vuelto a verla.

—Necesito de vuestros servicios —dijo alzando a duras penas el brazo herido. La sangre que le empapaba la palma parecía negra a la luz de la luna, pero Clara supo enseguida lo que era y lo llevó dentro.

—Quitaos el jubón y la camisa —ordenó con voz severa.

Sancho obedeció, dejando las prendas a un lado sobre el suelo de piedra para no arruinar la tela que cubría el mostrador. La joven le mandó sentarse en una banqueta, y luego preparó el instrumental para limpiar las heridas, así como un frasco de vinagre y un tarro con una mezcla oleosa que Sancho no supo reconocer. Cuando Clara aplicó el lienzo empapado en el vinagre, enarcó una ceja. Sancho no dio el respingo habitual al sentir la quemazón, sino que su cuerpo se relajó visiblemente. El dolor le hizo de nuevo sentirse vivo y humano.

—¿Cómo os habéis hecho esto? —dijo, tomando aguja e hilo para coser la herida. Tenía más de un palmo de largo y recorría el brazo de Sancho desde el codo hasta el hombro.

—Esta noche he matado a los hombres que asesinaron a mi amigo —respondió Sancho con voz hueca.

No reaccionó cuando la aguja entró en su piel.

—¿Y bien? ¿Está satisfecha vuestra sed de venganza ya? —preguntó Clara. Su tono estaba libre de juicio o reprobación, o eso le pareció a Sancho. Tal vez había algo más, pero no podía precisar qué.

—Sólo eran dos matones a sueldo. Ni siquiera les pude decir quién era yo o en nombre de quién... hice lo que he hecho. Ni siquiera les pude arrojar a la cara su crimen, para que supiesen por qué morían.

—Toda muerte es inútil —dijo ella, y de nuevo no había reproche en su voz.

Sancho no respondió, y Clara concluyó de suturar la herida en completo silencio. Al alzar la vista sus ojos se encontraron con los de él. Inmóviles, brillantes, tan reales como podía ser algo en este mundo. Había en ellos miedo y deseo, pero también esperanza. Ella adelantó los labios, anhelantes, y Sancho la besó con pasión desesperada. Clara lo apartó con suavidad y se desató la cinturilla del vestido. Echó los hombros hacia atrás, y el vestido cayó al suelo.

El joven contempló a Clara desnuda, sintiendo como su corazón galopaba, dejando atrás el hielo que lo aprisionaba. Sus ojos recorrieron las esbeltas piernas, el triángulo de su sexo y la curva de sus pechos. Por un momento se planteó hablarle de cómo la imagen de su torso desnudo, la que había robado por encima de la valla mientras ella se lavaba en el pozo, le había acompañado en galeras. Cómo se había aferrado a aquella fugaz belleza para no perder la cordura, con casi tanto ahínco como se había aferrado a la venganza. Luego comprendió que las palabras eran ya inútiles.

Atrajo a Clara hacia sí, abrazándola, acariciando con ternura sobre su brazo izquierdo el mismo espacio de piel intacta, perfecta que ella acababa de remendar en él. Luego sus labios volvieron a unirse y la pasión tapó todo lo demás.

LVIII

N
i todo el oro del mundo valdría esta locura —dijo Mateo, mostrando miedo por primera vez desde que Sancho le conocía.

—Silencio —le chistó Zacarías, que encabezaba la marcha—. Aquí las calles tienen ojos y oídos.

—No podemos dar sensación de debilidad. Entrad allí con paso firme, no miréis fijamente a nadie a los ojos y no hagáis movimientos bruscos. Hoy todos tendremos lo que buscábamos —dijo Sancho, repitiendo las instrucciones del ciego por enésima vez.

Los gemelos guardaron un tenso silencio, y continuaron a buen paso detrás de Zacarías. Habían cruzado el Puente de Barcas hacía unos minutos, y el ciego les conducía por el laberinto de callejuelas de Triana, hacia un lugar de Sevilla al que muy pocos querrían ir voluntariamente. La tensión era palpable, pero a pesar de todo Sancho creía que había tomado la mejor decisión.

Habían pasado varias semanas desde la emboscada de Catalejo y Maniferro. El otoño ya traía río abajo nubes grises y días de viento y granizo, presagiando un invierno temprano. El acoso de los Fantasmas Negros a la cofradía de ladrones había continuado de forma implacable, pero cada día tenían menos trabajo. La muerte de los dos asesinos más peligrosos de la ciudad había enviado oleadas de miedo a lo largo y ancho de toda la estructura del hampa sevillana. Ecos que habían trascendido incluso entre la gente honrada, que celebró el suceso con morbosa fascinación. El resultado fue que todos los negocios ilícitos se paralizaron. Cortado el suministro de objetos robados, el Malbaratillo se desmontó, reducida su habitual actividad a un par de mesas desangeladas y semivacías. Las deudas de honor no se pasaron a cobro, ni se clavaron más cuernos en las puertas de las casas de los amantes, ni hubo más muertes por encargo. La noche de Todos los Santos de 1590, por vez primera en más de un siglo, los alguaciles no recogieron ni un solo cadáver en las calles de Sevilla.

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