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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (58 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Ella no es puta, doctor. Ella es la boticaria, que ha venido a atendernos —dijo la Puños, que se había abierto paso al interior de la casita.

El médico se envaró al escuchar aquello.

—Vaya, os hacía una de las señoras gordas que venden remedios en La Feria. No os imaginaba así, la verdad. En cualquier caso haceos a un lado, tengo que atender a esta mujer.

Clara reprimió el impulso de abalanzarse sobre aquel hombre y cruzarle la cara de una bofetada, pero el miedo y la inseguridad se adueñaron de ella. Aquel hombre iba a hacer daño a la muchacha, y tan débil como estaba tal vez la matase, un crimen por el que no tendría que rendir cuentas a nadie. Clara buscó desesperadamente algo que decir, pero se dio cuenta de que carecía de autoridad. Si no llevase aquella pulsera que la marcaba como esclava, o no fuese una mujer, tal vez aquel estúpido le prestase algo de atención. En aquel momento sintió que había comprado muy barato el conocimiento que a Monardes le había costado décadas poseer, y que ella no podía atestiguar de forma alguna.

La Puños dio un paso al frente y tiró de la manga del médico. Éste se volvió hacia ella, irritado.

—Esperad un momento... Nunca os habéis preocupado de nada que no tengamos entre las rodillas y el ombligo. ¿A qué viene tanto interés ahora de repente por esta muchacha?

Hubo un tenso silencio y de pronto la prostituta encajó todas las piezas en su sitio.

—Ahora lo entiendo. Ya sabíais que había venido la boticaria, ¿verdad? Os lo han dicho los guardias de la entrada. Y de pronto habéis querido demostrar que sabéis más que nadie, ¿no es así? ¡Decid, decid si miento!

El viejo miró de reojo a la prostituta, pero no cedió y se encaró con Clara.

—Esas acusaciones son ridículas. Y vos, apartaos —dijo, aunque su voz no sonaba tan firme como antes.

—No, doctor. Esta mujer no tiene miasmas, como sin duda habríais notado si hubierais prestado un poco más de atención. —Clara estaba enfurecida, y pese a lo poco prudente de su actitud, no pudo contenerse más.

—¿Ah sí? ¿Y en qué universidad habéis estudiado vos para saber eso? —se burló el viejo.

—No necesito haber ido a la universidad para conocer la teoría humoralista. Prefiero tener ojos en la cara, y darme cuenta de que esta pobre chica está preñada.

El médico se encogió como si hubiera recibido una bofetada, y se asustó al ver la mirada que le echaron el resto de las mujeres. Balbuceó una excusa, metió sus cosas apresuradamente en la bolsa y se marchó. Clara se dio la vuelta para atender a la muchacha, que se había echado a llorar al oír el diagnóstico.

—Traed agua fresca —pidió Clara. Le pasaron un cuenco y ayudó a incorporarse a la chica, sujetándole el cuello con cuidado. Apretó los labios al principio, pero acabó cediendo a su miedo a vomitar y bebió con avidez. La pobre criatura debía de estar completamente seca, pensó Clara. No era de extrañar que se encontrase tan mal. Le acarició la cabeza con ternura, un gesto ante el que la muchacha reaccionó con una mirada tan llena de extrañeza como de agradecimiento. No debía de recibir demasiadas muestras de cariño en un lugar como ése.

—No te preocupes por lo que llevas ahí dentro, mi alma. A veces ocurre. Pero aquí todas cuidamos de todas, ¿verdad chicas?

Un coro de voces apoyó sus palabras desde la puerta, y la muchacha comenzó a tranquilizarse por fin. Al cabo de un rato se quedó dormida, y la Puños le pidió a Clara que le acompañase a su casita para pagarle sus honorarios.

—Tengo que estar en mi puesto cuando empiecen a salir los funcionarios del ayuntamiento. Vienen derechos al Compás como el toro al capote. Me gustaría acompañarte de vuelta a la botica, mi alma, pero se ha hecho ya muy tarde.

Clara iba a replicarle que no era necesario, que no iba a ocurrirle nada en el camino, cuando la aparición de una figura doblando una esquina la paralizó de terror. Hacia ellas iba caminando Groot, con los faldones de la camisa por fuera y el jubón colgando del hombro. Iba mirando al suelo, por lo que no se percató de la presencia de Clara.

—¡Escóndeme, Lucía, por favor! —le susurró a la Puños, intentando ocultarse detrás del cuerpo de ella.

—¿Qué? Pero ¿qué haces? —Se sorprendió ésta antes de fijarse en la persona a la que Clara quería evitar. Gruesas arrugas se formaron en su rostro, casi siempre risueño. Sin pensarlo dos veces abrió la puerta más cercana a donde se encontraban y se coló dentro, con la mala fortuna de que estaba ocupada. La chica que había sobre el camastro soltó un gritito más de sorpresa que de miedo, y su acompañante, que estaba colocado encima de ella, las miró asombrado.

—Sigan, sigan vuesas mercedes, que esta chica es nueva y la estoy instruyendo en el oficio —dijo la Puños, sacudiendo la mano para que continuasen.

Animado por aquellas palabras y creyéndose un ejemplo de novicias, el cliente se dedicó a empujar con denuedo. Clara apartó la vista, azorada, y contuvo la respiración hasta que la Puños asomó la cabeza por la puerta y comprobó que el camino estaba despejado. Su casita era la contigua, y allí puso en manos de Clara las monedas que había ganado ese día.

—Seis reales de plata. Hubieras ganado más viéndonos a cada una por separado, pero no todas pueden pagar lo mismo.

—Es más de lo que me esperaba. Muchas gracias —dijo Clara con la voz ausente. Seguía pensando en el encuentro del que se acababa de librar por los pelos. ¿Habría ido allí Groot a amenazar a sus nuevas clientas, igual que había aterrorizado a todos los vecinos de su barrio? No, estaba volviéndose loca, se dijo enseguida. Por su aspecto estaba claro que el enorme flamenco había ido allí buscando algo muy distinto.

—¿Qué tienes tú que ver con la bestia esa, por cierto? —dijo la Puños, leyéndole el pensamiento.

—Trabaja para mi amo, y no somos precisamente amigos —respondió Clara, contándole toda la historia desde el principio.

—No es trigo limpio, eso te lo garantizo. No se va con cualquier chica, sólo con las que se dejan hacer auténticas salvajadas. Muchos de los moratones que has visto hoy son culpa suya.

—¿Alguna vez te ha...?

—Yo nunca me he prestado a eso, no me hace falta. Y no sólo por los golpes, sino por la conversación tan cansina que tiene. Es de los que se pone a hablar cuando ha hecho lo suyo, fanfarroneando de esto y de lo otro, como si tuviera que compensar con baladronadas lo poquito que ha durado la faena. Ahora va diciendo por ahí que es el amo del trigo de Sevilla, que tiene toneladas almacenadas y que si él quisiera... Bueno, sandeces sin sentido.

Clara asintió sin poner demasiado empeño. Los ruidos en la casita contigua continuaban, hasta el punto de que la conversación se hacía difícil. De pronto se dio cuenta de que la Puños llevaba un rato preguntándole algo.

—Perdona, ¿qué decías?

—Eres virgen, ¿verdad, mi alma?

Clara asintió con la cabeza. Notó que se le había acelerado la respiración y se había puesto colorada, y no sólo por la vergüenza. De alguna forma el ambiente libertino de aquel lugar se le había metido bajo la piel, algo que no comprendía en absoluto. Se sentía traicionada por su cuerpo, que debería sentirse asqueado, y reaccionaba de manera muy distinta.

—Pero mujer, eso no puede ser. Alguna vez habrás tocado la guitarra.

La joven no comprendió al principio, hasta que la Puños hizo claramente el gesto al que se refería. Clara volvió a negar.

—Mi alma, eso hay que arreglarlo, que ya eres mayorcita. ¿Cuántos años tienes?

Se levantó y se situó frente a Clara, de rodillas. Ésta seguía sentada en la silla.

—Voy a cumplir diecinueve —dijo, con la voz tan ronca que ella misma apenas se reconoció.

—Pues vas a ver lo que te estás perdiendo, mi alma —le dijo la Puños, convirtiendo su voz en un susurro y cogiendo la mano de Clara—. A esto tengo que recurrir yo día sí y día también, que tanta metida de sable me ha dejado la vaina muy ancha. Y más con los prendas que vienen por aquí, que se creen todos Hércules y son más rápidos que una liebre y más flojos que una acelga hervida.

Mientras hablaba, llevó la mano de Clara bajo el vestido. Al principio la joven se resistió, pero enseguida cedió y acabó separando los muslos. Los dedos expertos de la prostituta enseñaron a los suyos a separar con delicadeza la carne, a rescatar la humedad de su interior y recrearse en el lugar adecuado. Un par de minutos después Clara explotó con un gemido ahogado, mientras una oleada de placer le recorría el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el nacimiento del pelo, erizándole el vello de la nuca.

—Yo… no sabía que esto fuese así —jadeó.

La Puños soltó una carcajada y le dio una palmadita cariñosa en la espalda.

—Ahora entiendes por qué todo el mundo se vuelve tan loco por esto, ¿verdad? Bueno, al menos ya sabes lo que esperar cuando estés con un hombre. Y ahora vete, que tengo que ganarme los garbanzos.

LVII

T
odo el asunto había olido mal desde el principio.

Sancho sabía que había sido un grave error haberles dado aquella paliza a los secuestradores de niños. Salvo el incidente de Cajones, todos los encuentros que habían tenido con la cofradía de ladrones habían transcurrido sin demasiada violencia. Golpear de aquella manera a aquellas sanguijuelas que vivían de explotar el dolor de los padres había sido un acto impulsivo e inevitable. Uno de ellos, a quien Zacarías acusó de abusar de las niñas mientras esperaban el rescate, había salido especialmente mal parado. Sancho le había roto los dedos de las manos uno a uno sin compasión, conteniéndose para no atravesarle los pulmones.

Había sido una estupidez, porque aquello le había dado a Monipodio un camino al interior de su mente, una indicación de que había algo que le hacía daño y que no podía controlar. También había sido el método ideal para tenderles una trampa. Una que debería haber olido a muchas leguas. El día anterior, entre los fulleros y los cortabolsas no se hablaba más que del secuestro de la hija de un comerciante francés. Una niña cuyo paradero parecía ser un secreto a voces.

Sancho y los demás habían mordido el anzuelo como auténticos idiotas. Porque al irrumpir en la casa no habían encontrado a ninguna niña, sino a media docena de hombres de Monipodio armados hasta los dientes. Por desgracia no había atado todos los cabos hasta entonces, con los seis enemigos reducidos a sus pies y los gemelos jadeando, apoyados contra la pared. Las sonrisas de ambos eran visibles incluso en la penumbra.

—Esto era una trampa, Sancho —dijo Marcos, escupiendo a un lado.

Josué le hizo un gesto, y Sancho asintió, comprendiendo enseguida lo que quería su amigo. El gigantón estaba inquieto. Aunque nunca participaba en las peleas, su concurso era fundamental para abrir las puertas y controlar a los prisioneros. Su físico amenazador solía ser tan efectivo para que muchos arrojaran las armas como la habilidad de Sancho con la espada.

—Sigue siéndolo. Éstos eran demasiado blandos. Si de verdad sabían que veníamos, tendrán algo más para nosotros —dijo el joven, yendo hasta la puerta de la calle y echando una ojeada. Le pareció que no había nadie fuera, pero tampoco podía asegurarlo, ni se atrevió a asomar la cabeza. Demasiado riesgo—. Salgamos por detrás —propuso, dirigiéndose a la puerta trasera, que daba a un callejón estrecho. Éste desembocaba en las callejas centrales de La Feria, donde sería sencillo eludir cualquier persecución. De haber estado él solo se escaparía por los tejados, pero ni Josué ni los gemelos podían seguir aquella ruta.

Por desgracia, la segunda parte de la trampa estaba, como había temido Sancho, en el callejón. Cuatro hombres se cernieron sobre ellos desde la salida, y otros dos desde las sombras del lado contrario. Pero esta vez el joven había escogido el terreno donde pelear. Aunque les superasen en número, las paredes eran tan estrechas allí que no podían rodearles.

—Tocamos a dos —dijo Mateo, con un reniego. No había ni el más mínimo asomo de miedo en su voz. A diferencia de Sancho, a quien siempre le entraba flojera de piernas antes de un combate, los gemelos vivían para aquello. Seis hombres aproximándose, con las espadas desenvainadas, en un callejón estrecho de paredes húmedas, sin más luz que la que la luna reflejaba, creando más sombras que las que desvelaba. Para los dos hermanos era el paraíso.

—Vosotros encargaos de los de atrás. Proteged a Josué.

—¿Cuatro para ti solo? ¿Estás loco? —protestó Marcos, pugnando por cambiarse el sitio con Sancho.

«Eso parece», pensó Sancho, que no pudo evitar recordar las palabras de Dreyer acerca de cómo un espadachín se convertía en leyenda: haciendo estupideces como aquélla.

«Que nadie te recuerde.»

—¡Haced lo que os digo! —masculló, empujando a los gemelos al lado contrario. Josué quedó en el centro, como testigo de excepción de la carnicería que se cernía sobre ellos.

El primero de los que le tocaban entró en su sentimiento del hierro, con la punta del acero tan baja que Sancho podría haberle ensartado sin miramientos lanzándose a fondo. Pero entonces hubiera quedado a merced del que llegaba detrás. Aquel duelo había que librarlo con la cabeza fría, como una mortal partida de ajedrez en la que él era la última de las piezas.

El matón dio un paso hacia adelante y tanteó con la punta de su espada la de Sancho. Éste dejó la mano intencionadamente suave, cediendo algo de espacio en la guardia alta, un truco que su adversario interpretó como inexperiencia. Se lanzó a fondo, sólo para encontrarse que Sancho ya no estaba donde él se imaginaba. Pegado a la pared, el joven dio dos pasos hacia adelante, ensartando la vizcaína en las costillas del confiado matón. Al mismo tiempo, con la otra mano, lanzó un ataque a la yugular del siguiente enemigo, que no se esperaba intervenir tan pronto y se encontró totalmente desprevenido. La estocada falló por poco el cuello porque su destinatario se agachó, pero el filo de la espada le resbaló por el pómulo, desgarrándole el rostro cruelmente y arrancándole la mitad de una oreja. El matón cayó al suelo, entre gritos de dolor. Sancho le pateó en la cara, dejándolo inconsciente.

«Parece que yo tenía razón, maestro Dreyer. El filo cuenta», pensó Sancho, extrañado de poder tener un pensamiento tan coherente en mitad de la excitación del combate. El tiempo pareció ralentizarse mientras hacía un repaso de su situación. Dos fuera, quedaban otros dos delante.

Sancho respiró hondo, intentando no pensar en la daga, que yacía en el pecho del matón agonizante a pocos palmos de su pierna derecha. Para el caso hubiera dado igual que estuviese en las Indias. Si hacía el más mínimo gesto por cogerla, era hombre muerto.

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