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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (67 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Con el corazón retumbando como un tambor y los pulmones ardiendo, Sancho se detuvo al llegar a la entrada del puente. Vargas había desmontado y había tomado las riendas de los animales, a los que guiaba con cautela por el puente, que se agitaba traicionero sobre el poderoso caudal del Betis.

Y frente a él, cubriendo la retirada de su señor, estaba Groot. Esperando.

Sancho apenas podía respirar después de la agitada carrera, y se tomó unos instantes para recobrar el aliento, las manos sobre las rodillas. Groot sonrió con una mueca cruel y se adentró en el puente, aprovechando la pausa que estaba haciendo su perseguidor. No miraba atrás. Los pasos de Sancho sobre la endeble estructura de madera delatarían el momento en que fuese de nuevo tras él.

«Si llegan al otro lado, pondrán los caballos al galope. Alguien con los recursos de Vargas tendrá dinero guardado en alguna parte. Se irán de Sevilla, y nadie les encontrará jamás.»

Se incorporó de nuevo, entrando en el puente. Apenas se veía el agua, completamente cubierta por la niebla, que tendía sus zarcillos sobre algunos tramos de la estructura, ocultándola a la vista. Delante de él, los caballos que guiaba Vargas relincharon, nerviosos.

El flamenco se dio la vuelta al acercarse Sancho. Le esperó plantado firmemente con los pies rectos, una postura extraña para un esgrimidor. Nunca había visto a nadie pelear así, ni tampoco una arma como aquélla. A la pálida luz de los faroles de la entrada del puente, la enorme espada del capitán parecía aún más grande y amenazadora, con la punta mucho más gruesa que el centro de la hoja.

Cruzaron los aceros dos veces, y Sancho sintió como si golpease una pared. La fuerza bruta de Groot era asombrosa, y su dominio de la espada no iba a la zaga. Sancho le lanzó sus mejores combinaciones de golpes, pero todos fueron inútiles. El sentimiento del hierro del capitán era mucho más grande que el suyo. La postura que el flamenco había adoptado, suicida en alguien menos fuerte que él, impedía a Sancho acercarse lo suficiente o buscar un punto de entrada. Y el caballo de Vargas estaba casi en el extremo contrario del puente.

—¿Qué pasa,
smeerlap
? ¿Nadie te ha enseñado a usar ese pincho que llevas?

Sancho, enfurecido amagó en cuarta sobre Groot, pero el flamenco fue más hábil y dio un paso adelante, cambiando el peso de su cuerpo de un lado a otro y pasando al contraataque. Sancho se defendió de una, dos estocadas, pero la última, lanzada contra su cara, le obligó a girar sobre sí mismo. El pie izquierdo le bailó un instante en el aire, mientras Groot atacaba de nuevo.

Con un grito de frustración, el joven cayó hacia atrás, y las aguas heladas lo engulleron.

LXVI

E
l caudal del río era tan fuerte y las ropas de Sancho tan pesadas que lo arrastraron durante varios minutos antes de poder controlar su dirección. Entre la niebla y la oscuridad, fue cuestión de pura suerte que vislumbrase un momento los pebeteros que ardían siempre en lo alto de la Torre del Oro. Volvió a perder el rumbo de nuevo, pero la corriente más allá de la Torre viraba bruscamente hacia el oeste. Allí dio a parar Sancho, aterido y completamente agotado, temblando de furia.

En aquel lugar las orillas eran empinadas y llenas de vegetación. Sancho tardó un buen rato en salir del agua, y para cuando lo consiguió estaba tan agotado que apenas podía dar un paso. Todos los músculos de su cuerpo le pedían que se tendiese en el suelo a dormir, pero sabía que si lo hacía estaría muerto a la salida del sol. Tenía que seguir moviéndose.

El viento al caminar le pegaba las ropas empapadas contra el cuerpo, le cortaba las mejillas, le hacía castañetear los dientes. No tenía nada con lo que encender un fuego para calentarse, y las puertas de la ciudad estarían cerradas a aquella hora de la noche. Tampoco podía arriesgarse a presentarse de nuevo en el muelle, que ahora estaría lleno de corchetes. Cualquiera de ellos podía reconocerle, y no le cabía duda de que le seguían buscando. Desde el principio su plan había sido esfumarse en cuanto apareciera el comisario con la justicia, pues la condena en galeras seguía pendiente sobre su cabeza, ahora agravada por el hecho de que se había fugado. Tampoco podía saber qué cargos había conseguido Vargas que se esgrimiesen contra él, ni lo que podría haberles dicho Zacarías a los corchetes. El ciego necesitaba un buen escarmiento, que había ido posponiendo ya demasiado tiempo. Pero no sería aquella noche. Aquella noche no iría muy lejos.

Cruzó por el puente de piedra el arroyo Tagarete, que se unía con el Betis al pie de la Torre del Oro y siguió pegado a la muralla por detrás de las Atarazanas hasta que llegó a la puerta secreta que conducía al refugio de Bartolo. Buscó con sus dedos agarrotados los bordes de la piedra que conducía al interior, y notó que apenas tenía sensibilidad en las manos. Las frotó entre sí varias veces para recuperar la movilidad antes de ser capaz de sacar la piedra de su encaje y poder entrar en el estrecho pasadizo. Ni siquiera volvió a colocar la piedra. En aquel momento sólo conseguía pensar en la yesca y el pedernal que iban a salvarle la vida.

Encender el fuego en la completa oscuridad del refugio, con las manos agarrotadas, fue la operación más difícil y angustiosa que Sancho ejecutó en su vida. Perdió la cuenta de las veces que intentó provocar la chispa y acertar en el pequeño puñado de paja seca, el único que tenía y que se esforzaba por mantener a salvo de las gotas de agua que seguían chorreando de su ropa. Pudieron pasar una hora o tres, Sancho no habría sabido decirlo. Cuando por fin brotó la llama y consiguió crear una llama pequeña y vacilante, la protegió con sus manos hasta que volvió a sentirlas y a poder mover los dedos. Entonces alimentó la hoguera con toda la leña que había en el refugio, se desnudó por completo y se tendió en el catre, tapado sólo por una manta piojosa. Enseguida cayó en un sueño febril y alucinado, plagado de pesadillas.

Al despertar comprobó que su ropa ya estaba seca. La había tendido cerca del fuego, y se vistió lentamente, aún agotado y con los músculos doloridos. Seguía notando la frente caliente, aunque no tanto como la noche anterior.

Pasaba de media tarde cuando salió del refugio. Se encaminó a la posada donde Josué se había quedado esperándole. Tuvo que atravesar toda Sevilla, y en cada esquina y en cada plaza se encontró grupos de personas que hablaban de lo que había sucedido aquella madrugada en los muelles. El odio flotaba entre ellos como un humo malsano. Sancho sonrió. Vargas había escapado al castigo, pero al menos había destruido su reputación para siempre. Jamás se atrevería a volver por allí.

Por fin, después de tanto tiempo, podía descansar. Podía ser él mismo.

Llegó a la posada a la caída del sol, y cuál no sería su sorpresa al ver que Miguel estaba en la habitación junto a Josué. Ambos se levantaron al verlo y corrieron a abrazarle.

—Por Dios, dadme algo de comer. No sabéis por lo que he pasado.

«Tienes un aspecto horrible. Como si te hubiera vomitado una cabra», dijo Josué.

Sancho rio sin fuerzas, y dio buena cuenta del queso, un plato de sopa caliente y una jarra de vino que el comisario le llevó de un mesón cercano.

—Vuestro amigo el inspector del puerto salió con un brazo roto del agua, y Malfini se había ensuciado las calzas. Fueron las mayores presas de nuestra captura de ayer, porque con la tripulación del barco poco se podrá hacer. Aparte, claro está del trigo.

—¿Estaba en el barco?

—Hasta el último grano. Ya va camino de los silos de la calle Menesteres, desde donde empezará a repartirse a las tahonas, al precio normal que tenía hacía unos meses. Mañana habrá de nuevo pan en Sevilla, Sancho. Y todo gracias a vos. Me aseguraré de que el rey Felipe lo sepa.

—Sois vos quien ha descubierto la conspiración, don Miguel. Será bueno para vuestra carrera. Y yo no deseo ser mencionado.

—Pero podrían limpiar vuestro nombre, libraros de la condena a galeras.

—Allá adonde vamos a ir todo eso importa poco, comisario. Y el riesgo de que la jugada salga mal y acabar de nuevo apaleando sardinas gracias a algún amigo de Vargas que se haya arruinado por mi culpa tampoco me seduce. Dejemos las cosas estar así.

—Como deseéis —dijo Miguel, que parecía apenado por aquella decisión.

—¿Qué le sucederá a Vargas?

—Tendrá que responder ante la justicia, si es que le encontramos. Lo más probable es que se esfume para siempre. Sabe que aquí le espera la horca, o algo peor. Por no hablar de lo que le sucedió a su casa esta mañana...

Al oír aquello Sancho dejó caer la cuchara al suelo y aferró al comisario por el brazo.

—¿A qué os referís?

—Era de esperar, muchacho. La chusma se volvió loca cuando corrió la noticia de lo que Vargas había hecho. Asaltaron su casa, saquearon sus muebles y le prendieron fuego. Algunos de sus criados están muertos.

—¿Quiénes? ¿Alguna mujer?

—No lo sé. ¿Se puede saber qué demonios os ocurre?

Sin ni siquiera despedirse, Sancho salió corriendo en dirección a la botica de Clara. Era imposible, llevaban mucho tiempo sin hablarse y ella sin acudir por aquella casa, pero ¿y si había decidido visitar a su madre precisamente aquel día? ¿Y si había oído los rumores y había ido a buscarla para asegurarse de que estaba bien? Podía haberse quedado atrapada entre la turba y los criados.

Enfermo de preocupación saltó la tapia y cruzó el jardín. Irrumpió en la casa a gritos, pero éstos solo encontraron el eco de las habitaciones vacías.

Y sobre el mostrador, clavado con el cuchillo con el que Clara se protegía de visitantes desagradables, un papel manuscrito con una letra pulcra y perfectamente trazada. Sancho lo leyó una y otra vez, incrédulo, rabioso, con el corazón encogido.

Llamaron a la puerta. El joven abrió, pálido. Eran el comisario y Josué.

«Sabía que estarías aquí», dijo el negro.

—¿Qué ha sucedido?

Sancho les enseñó el papel.

—Es Vargas. Se ha llevado a Clara.

LXVII

N
o servía de nada lamentarse, pero mientras Sancho repasaba lo sucedido los días anteriores, una negra desesperación se iba apoderando de él.

«Ha tenido que ser el ciego», dijo Josué, frunciendo el ceño. El negro no era propenso a dar muestras de enfado, pero la fría cólera que había en sus ojos daba cuenta del cariño que sentía por Clara. Durante el tiempo que habían pasado en la botica tras la muerte de los gemelos, la joven esclava se había portado muy bien con él, y habían compartido confidencias que a Sancho se le escapaban. Ella incluso había aprendido parte del lenguaje de signos que habían inventado en galeras, algo que a Josué le llenaba de satisfacción.

—Zacarías no sabía nada de ella.

«Todos sabíamos de ella. El día en que te hirieron y desapareciste, los gemelos te siguieron hasta su casa. Nos dijeron dónde era. Después te ausentabas casi cada día, así que sólo podía ser una mujer», repuso Josué.

Sancho se maldijo por ser tan estúpido como para creer que había sido capaz de guardar en secreto su relación con Clara y aún más por pensar que podría mantenerla a salvo. Si se hubiera encargado de Zacarías cuando éste les traicionó, tal vez no le hubiera revelado a Vargas su relación con ella. Por lo que la joven le había contado acerca del comerciante, éste debía de estar esperando el momento de ajustar cuentas con Clara. Debía haberla mandado lejos hacía tiempo, haberla ayudado saldando la deuda que ella tenía contraída con Vargas antes de atacarle.

«Ella no hubiera aceptado —dijo Josué, adivinando sus pensamientos—. Lo que ella quería era conseguir las cosas por sí misma.»

El joven asintió, reticente. Por más que su amigo tuviese razón, aquello no contribuía a paliar su angustia en aquel momento. Se desplomó en la silla que Clara tenía junto al mostrador.

—¿Puedo ver la carta, Sancho?

El joven le tendió el papel, con el centro agujereado por el cuchillo. Miguel lo leyó, despacio, retorciendo la hoja entre los dedos.

«Debo felicitarte, cumpliste lo que habías prometido. Ahora yo te prometo esto: si no traes veinte mil escudos al Matadero el domingo al mediodía, mataré a esta ramera.

V.»

—Se ha debido de creer la leyenda de los Fantasmas Negros. Los ladrones más audaces de Sevilla —dijo Miguel—. Las historias corren por las calles. Se hacen más grandes según pasan de boca en boca, y acaban teniendo vida propia.

—O tal vez el muy hijo de puta sólo quiere hacerme daño.

—Hoy es lunes. Tenemos seis días para conseguir el dinero.

El joven suspiró con desesperación.

—No lo entendéis, nadie puede robar una cantidad así. ¡Está muerta!

El comisario lo agarró por el jubón y lo alzó, obligándole a mirarle a los ojos.

—Escúchame, muchacho. Toda tu vida, ¡toda tu vida! te has enfrentado a lo irremediable. Sobreviviste a la peste, sobreviviste en las calles de Sevilla, sobreviviste a las palizas de tus amos y de los cómitres. Saliste vivo de un naufragio, derrotaste al Rey de los Ladrones. El destino te había marcado para morir, pero tú le desafiaste una y otra vez.

Miguel guardó silencio un momento, debatiéndose con el secreto que había estado guardando desde el día en que coincidió con Sancho en el garito del Florero. Apretó los labios y respiró hondo. Finalmente lo soltó.

—No te saqué de aquella venta en llamas para ver cómo te rindes sin ni siquiera intentarlo.

Sancho lo miró boquiabierto.

—¡Fuisteis vos! ¡Lo sabía! ¡Sabía que me erais familiar! Me cargasteis en vuestro caballo y… —Se detuvo, luchando con las lagunas que le cubrían la mente.

—… y te traje a Sevilla, donde pagué seis escudos de oro a fray Lorenzo por tu sustento. Ahora no hagas que me arrepienta.

Sancho lo agarró fuerte por la pechera del jubón a su vez. Su abatimiento se había vuelto ira.

—¿Creéis que voy a abandonarla? ¡Iré al Matadero, y moriré por ella! —gritó—. ¡Pero no me digáis que puedo conseguir ese rescate, porque es imposible!

—No hay nada imposible.

Ambos se soltaron y Sancho se dejó caer de nuevo en la silla, con el rostro entre las manos, intentando pensar.

—Sólo hay un lugar donde hay tanto dinero en esta ciudad… —dijo Sancho, alzando de pronto la cabeza un rato después—… pero es inexpugnable.

El comisario asintió, con el semblante muy serio. Él también había adivinado cuál era el lugar al que se refería Sancho.

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