Me pareció que lo único que podía hacer era dejar el Parnaso y los animales donde estaban y desandar el camino hasta la granja de los Pratt. Sin duda alguna el señor Pratt estaría encantado de venderme una herradura y enviar a su jornalero para que me ayudara a herrar a Peg. No podía llevar el caballo hasta la granja en ese estado, con una pata herida y sin una de las herraduras. A mi juicio el Parnaso estaría a salvo allí, en medio de aquel sendero solitario que parecía conducir a algún paraje desierto. Amarré a Bock a los escalones para que hiciera de perro guardián, agarré mi bolso, la gorra del profesor, cerré con llave la puerta de la caravana y partí de vuelta por aquel camino. Bock chilló y tiró de su cadena violentamente cuando vio que me alejaba, pero me pareció que no había otro remedio.
Cerca de una milla después, el sendero confluía con el camino principal. Debía de haberme quedado dormida, de lo contrario no habría cometido el error de desviarme. No entendí por qué Peg lo había hecho, a menos que le doliera la pata y hubiera juzgado que aquel sendero era un buen sitio para descansar. Debía de estar muy acostumbrada a pasar la noche a la intemperie.
Caminé reflexionando sobre mis aventuras y decidí que compraría un arma en cuanto llegara a Woodbridge. Recuerdo haber pensado que a esas alturas yo también podría escribir un libro de los buenos. Ya empezaba a sentirme como una pionera curtida. Una persona que se adapta a las circunstancias no necesita mucho tiempo para acostumbrarse a una nueva forma de vida y la tediosa rutina de la granja ciertamente parecía prosaica comparada con los viajes a bordo del Parnaso. En cuanto llegara más allá de Woodbridge y hubiera cruzado el río, empezaría a vender libros en serio. También me compraría una libreta para anotar mis experiencias. Había oído que vender libros era un oficio apropiado para las mujeres, pero sentía que mi experiencia en este campo era quizás única. Incluso podría escribir un libro que rivalizara con el de Andrew, claro. Y con el de Mifflin. Y eso me llevó a pensar nuevamente en Barbarroja. Sin duda, entre toda la gente extraordinaria, éste se llevaba la palma.
Y, entonces, en un recodo del camino, lo vi sentado sobre una valla, su cabeza reluciente bajo el sol de la mañana. El corazón me dio un vuelco. Creo que empezaba a sentir algo por el profesor. Mifflin estaba observando atentamente algo que tenía en la mano.
«Le va dar una insolación, tome su gorra», dije antes de sacarla del bolsillo y arrojársela a los pies.
«Gracias», dijo, frío como un témpano. «Y aquí está su herradura. ¡Un intercambio limpio!»
Me reí a carcajadas y él pareció desconcertado, tal como yo esperaba que ocurriera.
«Pensé que a estas horas estaría en Brooklyn», dije, «en el 600 de Abingdon Avenue, redactando el primer capítulo. ¿Qué se propone al seguirme de esta manera? Anoche casi me mata de un susto. Me sentí como una de las heroínas de Fenimore Cooper, encerrada en el fortín militar durante el asedio de los pieles rojas.»
Se sonrojó, dando muestras de incomodidad.
«Le debo una disculpa», dijo. «Desde luego no pretendía que usted me descubriera. Compré un billete a Nueva York y facturé mi equipaje. Pero luego, mientras esperaba el tren, se me ocurrió que quizás su hermano tenía razón y que era demasiado peligroso para usted viajar sola en el Parnaso. Tuve miedo de que algo malo le ocurriera. La seguí por el camino, manteniendo la distancia.»
«¿Dónde estaba mientras me detuve en casa de los Pratt?»
«No muy lejos de allí, sentado a la orilla del camino, comiendo pan con queso», dijo. «Y también escribí un poema… algo que muy pocas veces he hecho.»
«Espero que le hayan ardido las orejas», dije, «pues los Pratt lo tienen en un pedestal.»
Se sintió más incómodo que nunca. Luego comenzó a mascullar: «Bien, admito que todo esto fue un error, pero… sí… la he seguido. Cuando se desvió por ese sendero, la vigilaba muy de cerca… Sucede que conozco muy bien esta región y sé que, a menudo, hay muchos vagos que se refugian en la vieja cantera, al final del sendero. Allí tienen una cueva que usan como cuartel de invierno. Temía que alguno de ellos pudiera molestarla… Difícilmente habría podido escoger un sitio peor para pasar la noche, la verdad. ¡Por los huesos de George Eliot, Pratt tendría que haberla advertido! No puedo creer que no haya pasado la noche en su casa».
«Pues debería saber que me cansé de escuchar las muchas alabanzas dirigidas a usted.»
Pude ver que empezaba a sentirse molesto.
«Lamento haberla alarmado», dijo. «Si me lo permite, la ayudaré a herrar a Peg… Después, ya no la molestaré más.»
Empezamos a caminar y por primera vez me fijé en su perfil derecho. Debajo de la oreja tenía una herida profunda y amoratada.
«Ese vago o lo que quiera que fuese», dije, «debía de ser un contrincante mucho mejor que Andrew. Veo que le dio en la mejilla. ¿Acaso le gusta pasar el rato zurrándose?»
Su incomodidad desapareció. Al parecer el profesor disfrutaba de una pelea tanto como de un buen libro.
«Por favor, no tome las últimas veinticuatro horas como algo típico en mí», dijo con una risita. «Estoy tan poco acostumbrado a ser el guardián de las damas que quizás asumo demasiadas responsabilidades.»
«¿Consiguió dormir algo anoche?», pregunté.
Entonces me di cuenta de que el pequeño galán había pasado la noche a la intemperie en medio de un aguacero torrencial, sólo para protegerme de un posible agresor. Y yo me había comportado de forma imperdonable, como una maleducada.
«Encontré un pajar bastante cómodo en un campo desde el cual se veía la cantera. Dormí entre el heno. Un pajar puede ser a veces mucho más cómodo que una casa de huéspedes.»
«Me alegro», dije con arrepentimiento. «Lamento haberle causado tantos problemas. Le agradezco mucho que haya hecho todo esto. Por favor, póngase su gorra para que no se resfríe.»
Caminamos en silencio durante largos minutos. Lo miré por el rabillo del ojo. Temía que pudiera haber contraído una pulmonía por pasar la noche en la humedad, por no hablar de la pelea que había tenido con el vagabundo. Pero lo cierto es que tenía tan buen aspecto como de costumbre.
«¿Qué le parece la vida salvaje de un vendedor de libros, eh?», dijo. «Debería leer a George Borrow. A él le habría encantado el Parnaso.»
«Justo estaba pensando, después de conocerlo, que yo también podría escribir de mis aventuras.»
«Muy bien», dijo. «Podríamos ayudarnos mutuamente.»
«Hay otra cosa en la que podríamos ayudarnos», dije, «y es el desayuno. Estoy segura de que no ha comido nada aún.»
«No», dijo, «creo que no. Nunca miento cuando sé que no me van a creer.»
«Yo tampoco he desayunado», dije y pensé que no decir la verdad era lo menos que podía hacer para recompensar al hombrecillo por su generosidad.
«Bien», dijo, «aunque creía que a estas horas…»
Y se interrumpió: «¿Es Bock el que ladra?», preguntó bruscamente.
Habíamos caminado despacio hasta entonces y todavía no llegábamos al punto donde empezaba el sendero. Aún estábamos a unos tres cuartos de milla del lugar donde había pasado la noche. Ambos guardamos silencio para escuchar atentamente, pero yo no oía otra cosa que el zumbido de los cables del teléfono.
«No importa», dijo. «Creí haber escuchado un perro.» Pero noté que aumentaba la velocidad.
«Como le decía», continuó, «esta mañana creía que ya no volvería a ver el Parnaso y la posibilidad de tenerlo delante una vez más me da un cosquilleo de muerte. Espero que sea para usted una excelente compañía como lo fue para mí. Imagino que lo venderá en cuanto vuelva a casa de la Saga.»
«No lo sé, no estoy segura», dije. «Debo confesarle que todavía estoy un poco a la deriva. Mi deseo de aventuras me ha llevado a un terreno más profundo de lo que pensaba. Empiezo a entender que hay mucho más en este juego de vender libros de lo que me imaginaba. Para serle franca, creo que lo llevo en la sangre.»
«Eso está muy bien», dijo él con sinceridad. «No podría haber dejado el Parnaso en mejores manos. Debe decirme lo que planea hacer con él y entonces, quizás, cuando haya terminado mi libro, se lo compre de nuevo.»
Llegamos por fin al sendero.
El terreno estaba resbaladizo bajo los árboles y tuvimos que caminar el uno detrás del otro, Mifflin delante. Miré mi reloj. Eran las nueve de la mañana. Sólo había pasado una hora desde que dejara la caravana. Cuando nos acercábamos al lugar Mifflin miró con extrañeza a través de los abedules.
«¿Qué ocurre?», pregunté. «Ya casi estamos, ¿no es así?»
«Estamos… estamos», dijo. «Éste es el lugar.»
¡El Parnaso había desaparecido!
Nos quedamos totalmente pasmados, yo al menos, durante el tiempo que se tarda en pelar una patata. No cabía duda de la dirección en que se había movido la caravana, pues las huellas de las ruedas eran claras. La habían llevado por el camino hasta la cantera. Sobre la tierra, que todavía estaba fangosa, había muchas huellas de pies.
«¡Por los huesos de Policarpo!», exclamó el profesor, «estos vagos han robado la caravana. Creerán que pueden hacer un buen pullman para pasar las noches. Si me hubiera dado cuenta de que había más de uno por aquí me habría quedado más cerca. Tendré que darles una lección.»
¡Cielos!, pensé, aquí va Don Quijote, dispuesto a meterse en otra refriega.
«¿No sería mejor volver a buscar al señor Pratt?», pregunté. Obviamente no fue lo más pertinente en aquel momento, pues el indomable hombrecillo se mostró aún más decidido. Su barba se erizó.
«¡De ningún modo!», dijo. «Esos tipos no son más que unos cobardes y unos vagabundos. No pueden haber llegado muy lejos. Usted no ha estado caminando más de una hora, ¿me equivoco? Si le han hecho daño a Bock> juro por los huesos de Chaucer que se lo haré pagar. Ya sabía que lo había oído ladrar.»
Caminó a toda prisa y yo lo seguí en estado de pánico.
El sendero se prolongaba junto a una colina, entre un terreno escarpado y un bosque de abedules. Creo que la distancia no superaba el cuarto de milla. El caso es que en pocos minutos el camino dio un brusco giro a la derecha y, de pronto, nos hallamos delante de la cantera, sobre un acantilado de roca maciza de al menos cien pies de altura. Abajo, arrinconado contra la pared rocosa, se encontraba el Parnaso. Peg estaba atada por las bridas. A Bock no se le veía por ningún lado. Sentados cerca de la caravana había tres hombres de aspecto extraño. El humo de una fogata ascendía por los aires. Evidentemente estaban disfrutando a sus anchas de mis víveres.
«Quédese aquí», dijo el profesor en voz baja. «Escóndase bien.» Se arrodilló sobre el pasto y gateó hasta el borde del acantilado. Yo hice lo propio y nos quedamos allí, bien ocultos pero con una buena perspectiva de toda la cantera. Los tres vagabundos estaban tomando un estupendo desayuno.
«Este lugar es una de sus guaridas habituales», susurró Mifflin. «He visto vagabundos en esta zona todos los años. Se refugian aquí durante el invierno, desde finales de octubre, casi siempre. Hay una zona de la cantera que se ha derrumbado; allí encuentran un buen dormitorio bajo techo, y como la cantera está abandonada nadie los molesta mientras no cometan alguna travesura en los alrededores. Les daremos una…»
«¡Manos arriba!», dijo una voz agresiva a nuestras espaldas. Me di la vuelta. Un tipo gordo y con cara colorada de villano nos apuntaba con un revólver plateado. Menudo aprieto. El profesor y yo estábamos echados sobre el suelo, totalmente indefensos.
«¡Levántense!», dijo el vagabundo con voz ronca y desagradable. «¿De verdad creíais que no nos cubriríamos las espaldas? Bueno, tendremos que ataros. Al menos mientras huimos con vuestro Palacio de Cristal.»
Me puse en pie, pero sorprendentemente el profesor se quedó echado en el suelo.
«¡Levántate, hombre!», repitió el vagabundo. «Queremos ver esas bonitas piernas, si eres tan amable.»
Supongo que no creía que una mujer lo atacaría. Sea como fuere, se inclinó para agarrar a Mifflin por el cuello y yo aproveché para saltar encima de él. Como ya dije, soy una mujer pesada, así que el tipo se desparramó en el suelo. Mis dudas sobre si el revólver estaría o no cargado se disiparon pronto, pues se oyó un disparo. Sin embargo, no hubo ningún herido y Mifflin se levantó como un rayo. Agarró al rufián por el cogote y le quitó el arma de una patada. Corrí a empuñarla.
«¡Hijo de Satán!», dijo el valiente Barbarroja. «¿Creíste que podrías amedrentarnos, eh? Señorita McGill, ha sido usted más intrépida que la misma Juana de Arco. Deme la pistola, por favor.»
Antes de dársela la restregué en las narices del bandido.
«Ahora», dijo, «quítese ese trapo que tiene alrededor del cuello.»
El trapo era un viejo pañuelo rojo, increíblemente sucio. El vago se lo quitó, gruñendo y quejándose. Mifflin me dio el arma mientras él se encargaba de atar a nuestro prisionero. Entretanto escuchamos un grito proveniente de la cantera. Los tres vagabundos miraban exaltados lo que ocurría arriba.
«Ahora, diles a esas joyas de allí abajo», dijo Mifflin mientras acababa de apretar el nudo en las muñecas del vagabundo, «que si hacen algún aspaviento les disparo como si fueran cuervos.» Su voz era fría y salvaje y parecía tener controlada la situación, aunque debo confesar que no sabía cómo dominaríamos a los demás.
El sucio rufián les gritó a sus amigos en la cantera, pero no escuché lo que dijo porque justo entonces el profesor me pidió que vigilara a nuestro prisionero mientras él agarraba un palo. Me quedé apuntando a su cabeza con el revólver. Mifflin corrió hacia el bosque de abedules para buscar un buen garrote.
El rostro del vagabundo se puso del color de un huevo frito cuando se vio frente al hocico de su propia arma.
«Perdone, señorita», dijo con voz suplicante, «ese revólver se dispara muy fácilmente, apunte en otra dirección o acabará matándome por error.»
Pensé que no le vendría mal un buen susto así que mantuve apuntada el arma fijamente.
Los granujas de abajo parecían estar discutiendo lo que harían a continuación. Yo ignoraba si estaban o no armados, pero es posible que imaginaran que éramos más de dos personas. En todo caso, para cuando Mifflin volvió con un buen tronco, los vagabundos ya intentaban escabullirse por la ladera.
El profesor maldijo en voz alta y me dio la impresión de que le habría gustado perseguirlos, pero se contuvo.