Oí que alguien le preguntaba el precio de algo que había encontrado en las estanterías. Creo que lo compró. Sin embargo, el murmullo de las voces que rodeaban el Parnaso era muy relajante y, a pesar de mi interés en lo que estaba ocurriendo, me quedé dormida. Debía de estar muy cansada. Sea como fuere, no me di cuenta de en qué momento la caravana volvió a ponerse en marcha. El profesor dice que se asomó por la ventanita del pescante y me vio profundamente dormida. Cuando desperté me encontré rodando ociosamente en la oscuridad. Bock seguía echado a mis pies y se escuchaba un tintineo leve y musical proveniente del balde que colgaba bajo la caravana y que debía de golpear contra algo de vez en cuando. El profesor estaba sentado en el pescante. Una linterna encendida colgaba de la cornisa sobre su cabeza. Canturreaba una estrafalaria canción que tenía un raro y monótono estribillo:
Naufragué una vez en un puerto
y no bien llegué a la costa
resolví que vagaría
y el país exploraría.
Tommy rataplán balam,
Tommy rataplín balim.
Y no bien llegué a la costa
resolví que vagaría
y el país exploraría.
Me levanté del catre, me golpeé las espinillas contra algo y saludé con un entusiasta «hola». El Parnaso se detuvo y el profesor abrió la ventana corrediza detrás del pescante.
«¡Por todos los cielos!», dije. «Padre Cronos, ¿qué hora es?»
«Es casi la hora de cenar, creo. Debió de quedarse dormida mientras yo recaudaba el dinero de los Filisteos. He ganado para usted casi tres dólares. Vayamos a la orilla del camino y cenemos alguna cosa.»
El profesor condujo a Pegaso hacia un lado del camino y luego me enseñó cómo se encendía la lámpara que colgaba del techo. «No vale la pena encender la estufa en una noche tan agradable como ésta», dijo. «Recogeré algo de leña y cocinaremos al aire libre. Usted coja su canasta de víveres y yo haré el fuego.» Le quitó las bridas a Pegaso, la ató a un árbol y le dio un puñado de avena. Luego se puso a recoger ramitas y en un santiamén montó el fuego. No tardé ni cinco minutos en preparar unos huevos revueltos con beicon en una sartén y Mifflin trajo una jarra de agua del refrigerador que había debajo del catre, con lo cual pude hacer té.
¡Nunca había disfrutado tanto de un picnic! Era una perfecta noche otoñal de helada, sin viento, el cielo negro azabache y un minúsculo arco de luna nueva como una uña bien cortada. Comimos los huevos con beicon, tomamos el té con leche condensada y luego algo de pan y jamón. El fuego ardía con acogedoras llamas azules y nosotros permanecíamos sentados alrededor mientras Bock rasguñaba la sartén y se comía los mendrugos.
«¿Ha hecho usted este pan, señorita McGill?», preguntó.
«Sí», dije. «El otro día calculé que en los últimos quince años he horneado más de cuatrocientas hogazas al año. Eso hacen más de seis mil hogazas. Podrían grabar eso en mi lápida.»
«El arte de hacer pan es un misterio tan trascendental como el arte de hacer sonetos», dijo Barbarroja. «Y en cuanto a sus bizcochos calientes, deberían considerarse a la altura de los versos de arte menor, digo yo, como los triolets. Con eso se puede hacer una buena antología. O una doxología, si lo prefiere.»
«La levadura es la levadura y el Oeste es el Oeste»
[2]
, dije y me quedé sorprendida de mi propio ingenio. No había hecho una observación así delante de Andrew en cinco años.
«Veo que conoce bien a Kipling», dijo.
«Oh, sí, como toda institutriz.»
«¿Dónde y con quién trabajó usted como institutriz?»
«En Nueva York, con la familia de un acaudalado corredor de bolsa. Tenía tres hijos. Solía llevarlos a pasear a Central Park.»
«¿Alguna vez ha estado en Brooklyn?», preguntó repentinamente.
«Nunca», respondí.
«¡Ah!», dijo. «He ahí el problema. Nueva York es Babilonia. Brooklyn es la verdadera Ciudad Santa. Nueva York es la ciudad de la envidia, del trabajo de oficina y el jaleo; Brooklyn es la región de los hogares y la felicidad. Es extraordinaria: los pobres y ajetreados neoyorquinos miran con desdén a la hogareña Brooklyn, cuando ésta es la joya que sus almas anhelan sin saberlo. Broadway: piense en lo simbólico del nombre. ¡Ancho es el sendero que conduce a la destrucción! Pero en Brooklyn las calles son estrechas y todas conducen a la Ciudad Celestial de la felicidad. Central Park. Ahí lo tiene. El centro de todo, surcado por muros de arrogancia. En cambio, cuánto mejor es Prospect Park, ¡desde donde se divisan las limpias colinas de la humildad! No hay esperanza para los neoyorquinos, que se vanaglorian de sus pecados monumentales. En Brooklyn, en cambio, prospera la sabiduría de la modestia.»
«¿Entonces cree que si hubiera sido institutriz en Brooklyn me habría sentido tan satisfecha que no me habría mudado con Andrew ni habría horneado mis seis mil hogazas de pan y mis versos menores?».
Pero el huidizo profesor ya estaba vagando por otros derroteros y no parecía dispuesto a entrar en ninguna discusión.
«Desde luego, Brooklyn es un lugar un poco sucio», admitió. «Pero para mí simboliza un estado mental, mientras que Nueva York es sólo un estado financiero. Verá usted, crecí en Brooklyn: aún evoca tiempos gloriosos para mí. Cuando regrese allí para trabajar en mi libro me sentiré tan feliz como Nabucodonosor cuando dejó de comer hierba y volvió al té con bollos. Lo llamaré Literatura entre los granjeros, aunque no es un buen título. Me gustaría enseñarle algunas de las notas que he tomado para escribirlo.»
Me costó ocultar un bostezo. Lo cierto es que tenía sueño y empezaba a sentir algo de frío.
«Pero, antes, dígame», lo interrumpí, «¿en qué lugar de la tierra estamos y qué hora es?».
Sacó una vieja leontina del bolsillo. «Son la nueve en punto», dijo, «y estamos a dos millas de Shelby, me atrevo a decir. Lo mejor es que continuemos. En Greenbriar me dijeron que el Hotel Grand Central de Shelby es un buen lugar para pasar la noche. Por eso tenía tantas ganas de llegar allí. ¡Rayos, eso ya suena a Nueva York!»
Metió los utensilios de cocina dentro del Parnaso, volvió a embridar a Peg y ató a Bock a la parte trasera de la caravana. Luego insistió en darme los dos dólares con ochenta centavos que había ganado en Greenbriar. La verdad es que tenía demasiado sueño como para ponerme a discutir y, a fin de cuentas, aquel dinero me pertenecía. La caravana avanzó entre chirridos por el oscuro y silencioso camino que discurría entre los pinares. Creo que habló sin parar sobre sus peregrinaciones entre los granjeros de una docena de estados, pero, para ser honesta, me quedé dormida en la esquina del asiento. Me desperté cuando nos detuvimos frente al único hotel de Shelby, una sencilla y nada pretenciosa posada campestre, a pesar de su absurdo nombre. Dejé que Mifflin se encargara de llevar el Parnaso y a los animales a pasar la noche fuera mientras yo pedía la habitación. Justo cuando recibía la llave de manos del encargado, Mifflin entró en la lóbrega recepción.
«Bueno, señor Mifflin», dije. «¿Lo veré por la mañana?»
«Tenía intención de continuar hasta Port Vigor esta misma noche», respondió, «pero me dicen que me quedan ocho largas millas, así que supongo que acamparé aquí esta noche. Creo que iré a la sala de fumadores a recomendar algunos buenos libros. Hasta mañana no nos despediremos.»
Mi habitación era agradable y limpia, dentro de lo posible. Llevé mi maleta y me di un baño caliente. Mientras me quedaba dormida oí una voz chillona que subía de la planta baja, acompañada por carcajadas masculinas. ¡El Peregrino estaba ganando más adeptos!
Cuando desperté, a la mañana siguiente, tenía una curiosa sensación de perplejidad. El cuarto vacío, con la raída alfombra de color azul y rojo y el excusado de porcelana verde, me resultaba definitivamente extraño. Escuché la campana de un reloj en el vestíbulo. «¡Rayos!», pensé, «he dormido casi dos horas de más. ¿Qué querrá tomar Andrew para el desayuno?» Entonces, al acercarme a la ventana para cerrarla, vi el Parnaso, con sus llamativas letras rojas, estacionado en el patio. Instantáneamente recordé lo que ocurría. Y asomándome con discreción desde detrás de las cortinas vi al profesor, armado con un bote de pintura y borrando su nombre del costado de la caravana, con la evidente intención de poner el mío en su lugar. No había pensado en eso hasta aquel momento. Sin embargo, me dije, bien podía sacarle provecho a mi apellido.
Me vestí con prontitud, volví a meter mis cosas en la maleta y bajé a desayunar a la planta baja. La larga mesa estaba casi vacía, pero los dos hombres que estaban sentados en el extremo opuesto me miraban con curiosidad. A través de la ventana vi mi nombre escrito en grandes letras rojas, creciendo en el costado de la caravana a medida que el profesor aplicaba la pintura diligentemente con la brocha. Y una vez que hube terminado mi café y mis alubias con beicon noté con cierta sorna que el profesor había quitado la frase sobre Shakespeare, Charles Lamb y todo lo demás y había puesto un nuevo mensaje. Ahora el letrero decía:
PARNASO AMBULANTE
H. McGILL’S
LOS MEJORES LIBROS
ESPECIALIDAD EN LIBROS DE COCINA
INFÓRMESE AQUÍ
Evidentemente, no confiaba en mi familiaridad con los clásicos.
Pagué la cuenta en la recepción y tuve la precaución de pagar por el alojamiento del caballo y la caravana en el patio. Luego entré en el establo, donde encontré al señor Mifflin, que observaba su trabajo con satisfacción. Había retocado todas las letras rojas y ahora brillaban a la luz del sol de la mañana.
«Buenos días», dije. Él me devolvió el saludo.
«¡Vaya!», gritó, «¡ahora el Parnaso es todo suyo! ¡Tiene el mundo a sus pies! Y he ganado más dinero para usted. Vendí algunos libros anoche. Convencí al administrador del hotel para que comprara varios volúmenes de O. Henry para su sala de fumadores y le vendí también el libro de cocina de Waldorf al cocinero. ¡Cielos, qué café más terrible prepara! Espero que consiga mejorarlo con ayuda del libro.»
Me entregó dos desvaídos billetes y un puñado de monedas. Lo recibí todo con expresión seria y lo puse en mi monedero. La verdad es que la cosa no iba mal. Más de diez dólares en menos de veinticuatro horas.
«El Parnaso parecer ser una mina de oro», dije.
«¿En qué dirección piensa ir?», preguntó.
«Bueno, como sé que intenta llegar a Port Vigor podría llevarlo hasta allí, desde luego», respondí.
«¡Bien! Esperaba que dijera eso. Me han dicho que el camión para Port Vigor no sale hasta el mediodía, y creo que me moriría de aburrimiento si tuviera que quedarme aquí toda la mañana sin libros que vender. En cuanto me suba al tren, todo irá bien.»
Bock estaba atado en una esquina del patio, bajo la puerta lateral del hotel. Fui a desatarlo mientras el profesor le ponía el arnés a Peg. Al inclinarme para quitar la cadena del collar oí que alguien hablaba por teléfono. La recepción del hotel quedaba justo sobre mi cabeza y la ventana estaba abierta.
«¿Qué dijo?»
«…»
«¿McGill? Sí, señor, se hospedó aquí anoche. Se encuentra aquí ahora mismo.»
No quise esperar a escuchar nada más. Al desatar a Bock corrí a contarle a Mifflin lo que había oído. Sus ojos soltaron chispas.
«Es evidente que la Saga está al acecho», dijo burlonamente.
«En fin, vámonos. No veo qué podría hacer, incluso si llegara a alcanzarnos…»
El empleado del hotel me llamó desde la ventana: «Señorita McGill, su hermano está al teléfono y quiere hablar con usted».
«Dígale que estoy ocupada», respondí y me subí al pescante. No fue una respuesta muy diplomática, me temo, pero estaba demasiado entusiasmada por el júbilo de la mañana y el espíritu de aventura como para detenerme a pensar en una réplica mejor. Mifflin espoleó a Peg y nos marchamos.
El camino de Shelby a Port Vigor discurre entre las suaves y amplias colinas que definen el curso del Sound. Y debajo, a nuestra izquierda, el río corría reluciente al fondo del valle. Era un paisaje perfecto: los bosques eran todo bronce y oro; las nubes eran blancas y espesas y parecían espuma celestial suspendida en el aire. El sol era tibio y flotaba glorioso en un arco formidablemente azul. Mi corazón estaba lleno de fervor. Creo que por primera vez sabía lo que Andrew sentía en sus viajes de vagabundo. No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles. Pasamos junto a una casa campestre blanca que había al lado del camino. En la reja de entrada estaba el granjero, sentado en un tronco, puliendo un trozo de madera y fumando su pipa. A través de la ventana de la cocina vi a una mujer que limpiaba la estufa. Me dieron ganas de gritarle:
«¡Oh, estúpida mujer! ¡Deja la estufa, las ollas, sartenes y labores, aunque sea por un día! ¡Sal de ahí y mira el sol y el cielo y el río a lo lejos!» El granjero miró con indiferencia el Parnaso y entonces recordé mi misión como distribuidora de literatura. Mifflin estaba sentado con un pie apoyado en su valija, observando las copas de los árboles que se mecían con el viento frío. Parecía perdido en alguna lejanía, cautivado por la musa de la mañana. Solté las riendas y me acerqué al granjero.
«Buenos días, amigo.»
«Buenos días, señora», dijo con firmeza.
«Vendo libros», dije. «Me preguntaba si no necesitaría alguno.»
«Gracias, señorita», dijo, «pero el año pasado compré una pila entera y no creo que vaya a necesitar ninguno más en lo que me queda de vida. Una colección completa de oraciones fúnebres que un agente me vendió por un dólar al mes. A estas alturas podría pasar por un doliente afligido delante de cualquier lecho de muerte.»
«Pero usted necesita libros que le enseñen cómo vivir, no cómo morir», dije. «¿Qué hay de su esposa? ¿No le vendría bien disfrutar de algún libro? ¿Y sus hijos? ¿No querrán leer unos cuentos de hadas?»
«Dios me bendiga», dijo. «No tengo esposa. Nunca fui un hombre arriesgado, así que mucho me temo que los placeres de mi melancolía seguirán limitándose a las oraciones fúnebres por un buen tiempo.»
«¡Bueno, aguarde un momento!», exclamé. «Tengo justo lo que usted necesita.» Había estado examinando con atención las estanterías y recordaba haber visto un ejemplar de Anhelos de un hombre soltero.» Me bajé del pescante, abrí la caravana (me produjo una gran emoción hacerlo yo misma por primera vez) y encontré el libro. Miré dentro de las tapas y vi las letras n m escritas con la limpia caligrafía de Mifflin.