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Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

La librería ambulante (9 page)

BOOK: La librería ambulante
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«Bueno», dijo el señor Pratt, «háblenos del profesor. Aguardábamos su llegada cualquier día de este otoño. Por lo general llega en la época de la sidra.»

«Supongo que no hay mucho que contar», dije. «Se detuvo en nuestra granja el otro día y dijo que quería vender la caravana. Así que se la compré. Planeaba volver a Brooklyn y escribir un libro.»

«¡Ah, ese libro del que tanto habla!», dijo. «Aunque no creo siquiera que haya comenzado a escribirlo.»

«¿De qué parajes viene usted, señorita McGill?», dijo Pratt. Se notaba a distancia que estaba muy intrigado con la idea de que una mujer anduviera sola por el campo con una caravana llena de libros.

«Vengo de Redfield», dije.

«¿Es usted pariente del escritor que vive en esas tierras?»

«¿Se refiere a Andrew McGill?», dije. «Es mi hermano.»

«¡No me diga!», exclamó la señora Pratt. «El profesor lo tenía muy presente, no sabe cuánto. Una noche nos durmió a todos leyendo en voz alta uno de sus libros. Dijo que era la mejor literatura del estado o algo así.»

Sonreí para mis adentros al recordar el altercado en el camino de Shelby.

«Bueno», dijo Pratt, «si el profesor tiene mejores amigos que nosotros en estos pagos me gustaría conocerlos. Vino aquí por primera vez hace unos cuatro años. Yo estaba trabajando en el campo de heno aquella tarde cuando escuché un grito proveniente de la laguna junto al molino. Eché una mirada en esa dirección y vi a un par de chicos agitando las manos y gritando. Bajé corriendo por la colina y ahí estaba el profesor sacando a mi pequeño Dick del agua. Dick es ése de ahí.»

Dick, un chico de unos trece años, se sonrojó bajo sus pecas.

«Los chicos estaban haciendo el tonto en una balsa y en el momento menos pensado Dick cayó al agua, por el dique. Tampoco sabía nadar. El profesor, que pasaba justo por ahí en ese autobús suyo, escuchó los gritos de los chicos. Bajó del vagón con la habilidad de un chimpancé, saltó sobre el vallado de alambre, se arrojó a la laguna, nadó hasta el lugar y sacó al chico del agua. Sí, señorita, le salvó la vida, así como lo oye. Ese hombre puede hacerme dormir leyéndome poemas cuantas veces quiera. Nuestro profesor es un pequeño barril de pólvora.»

El granjero Pratt le dio una honda calada a su pipa. Evidentemente, su amistad con el librero ambulante era una de las verdades de su vida.

«Sí, señorita», continuó, «el profesor ha sido uno de mis buenos amigos, téngalo por seguro. Lo sacó del agua y lo trajo a la parte trasera de casa. El chico se había hundido tanto que el profesor tuvo que bucear hasta el fondo para encontrarlo. Realmente estaban muy al fondo, y le puedo asegurar que tenía mucho miedo. Pero, no sé cómo, logramos agarrar a Dick, lo metimos en un barril de azúcar, le echamos whisky encima, le movimos los brazos y lo envolvimos en sábanas calientes. Poco a poco fue volviendo en sí. Y entonces me di cuenta de que el profesor, tras saltar sobre el alambre de espino, mientras corría a toda prisa hacia la laguna, se había hecho un agujero en la pierna por el que se podía meter un dedo. Sus pantalones estaban tiesos de tanta sangre y él no decía nada. Es el mequetrefe más valiente en tres estados, ¡por Judas! En fin, lo recostamos en una cama también. Y entonces la señora de la casa sufrió un colapso y tuvimos que llevarla a la cama. Tres personas a las que el doctor tuvo que atender. ¡Menuda tarde de verano la de aquel día! Pero ni aun así conseguimos que el profesor se quedara mucho tiempo en cama. Al día siguiente ya estaba buscando sus libros de poesía, y en un santiamén ya nos tenía a todos reunidos para predicar la buena literatura como cualquier evangelista. Supongo que todos nos quedamos dormidos con su poesía, así que empezó a leernos esa historia de La isla del tesoro, ¿no fue así, mujer? Por todos los santos, ninguno de nosotros se quedó dormido con esa historia. Asombró a los niños con su lectura, tanto que desde entonces se han aficionado a los libros y Dick es ahora el mejor de su clase. El profesor dice que nunca había conocido a un niño al que le gustaran tanto los libros. ¡Eso es lo que el profesor ha hecho por nosotros! En fin, háblenos de usted, señorita McGill. ¿Hay algún buen libro que deberíamos leer? Antes quería leer algo de ese señor Shakespeare del que tanto hablaba mi padre, pero el profesor siempre me dijo que aquello me quedaba grande.»

Me sentí muy emocionada al oír todas estas historias sobre Mifflin. Podía imaginar vivamente al habilidoso hombrecillo cautivando a los nobles corazones de los Pratt con su elocuencia, con su vehemencia. Y la historia de la laguna del molino también tenía su significado. El pequeño Barbarroja no era un simple vagabundo, era un hombre de verdad, frío y con la mente en su sitio, con las cicatrices de un héroe. Sentí un repentino borboteo de calor al recordar sus cómicos ademanes.

La señora Pratt encendió el fuego en su estufa Franklin y yo me rompí la cabeza pensando cómo podría seguir cabalmente los pasos del profesor. Finalmente saqué del Parnaso un ejemplar de El libro de la selva y les leí la historia de Rikki-Tikki-Tavi. Hubo un profundo silencio cuando terminé de leer.

«Dime, papá», dijo Dick con timidez, «esa mangosta era un poco como el profesor, ¿no es así?»

El profesor era sencillamente el héroe de esta familia y no tardé en empezar a sentirme como una impostora.

Supongo que no era lo más sensato, pero ya había tomado la decisión de seguir hasta Woodbridge esa noche. No debía de estar a más de cuatro millas y apenas eran las ocho pasadas. Sentía una punzada de indigna irritación, pues entendí que me estaba aprovechando de la influencia social del profesor. Los Pratt no hablaban de otra cosa, y la verdad es que quería hallarme en un lugar donde me estimaran por mi propio valor y no como una mera discípula. «¡Vaya con el pequeño Barbarroja!», pensé, «¡creo que ha embrujado a esta pobre gente!» Y a pesar de sus protestas e invitaciones a pasar la noche en su casa, insistí en que debía volver a enjaezar a Peg.

Les di el ejemplar de El libro de la selva como un pequeño pago por su hospitalidad y, finalmente, le vendí al señor Pratt una edición de Los cuentos de Shakespeare, de Lamb; en fin, algo que pudiera leer sin que le dieran fiebres. Entonces encendí mi linterna y, tras un coro de despedidas, el Parnaso echó a rodar. «Muy bien», me dije a mí misma al entrar de nuevo en el camino principal, «al diablo con el hombrecillo. Al parecer hipnotiza a todo el mundo… ¡A estas horas ya debe de estar en Brooklyn!»

El camino estaba en silencio, la oscuridad era casi total, pues el cielo se había llenado de nubes y no se veían ni la luna ni las estrellas.

El camino era directo y no tendría por qué haber sufrido dificultades, pero Peg debió de aprovechar que me quedé dormida durante un rato para tomar un desvío equivocado. Sea como fuere, hacia las nueve y media me di cuenta de que el Parnaso transitaba por un camino mucho más pedregoso de lo que podría permitirse en cualquier carretera principal. Yo sabía que los postes del teléfono se extendían a lo largo de los caminos importantes, y como no se veía ninguno en los alrededores, era evidente que había cometido un error. Por un momento me resistí a aceptar que estaba equivocada, pero entonces Peg trastabilló bruscamente y se detuvo en seco. No hizo caso a ninguna de mis exhortaciones, y cuando bajé de la caravana con la linterna en la mano para ver si algo se había atravesado en el camino, vi que le faltaba una herradura y el casco estaba sangrando. La herradura debía de haberse caído unos metros más atrás y seguramente se había clavado algo por el camino. No vi otra alternativa que quedarme allí a pasar la noche.

No era lo más agradable, pero las aventuras del día me habían puesto en un estado de ánimo más bien estoico y me pareció inútil lamentarme. Desaté a Peg, le lavé la pata y la amarré a un árbol. Hubiera hecho alguna exploración más atenta para determinar el lugar en el que me encontraba, pero justo en ese momento cayó un aguacero. Subí al Parnaso, me encerré con Bock y encendí la lámpara que colgaba del techo. Para entonces el reloj daba las diez en punto. No había nada que hacer salvo quedarse dentro, de modo que me quité las botas y me recosté en el catre. Bock se echó cómodamente en el suelo. Me proponía leer durante un rato, así que dejé la luz encendida. Sin embargo, me quedé dormida casi al instante.

Me desperté a las once y media y apagué la lámpara, que había calentado demasiado el interior de la caravana. Abrí las diminutas ventanas, y habría hecho lo mismo con la puerta pero temí que Bock pudiera escaparse. Todavía estaba lloviendo un poco. Para mi irritación me sentía totalmente despierta. Me quedé echada, oyendo el tamborileo de las gotas en el techo y la claraboya, un sonido muy acogedor cuando uno se encuentra a salvo en un sitio caliente. De vez en cuando se escuchaba a Peg pateando el suelo bajo la enramada. Estaba a punto de volver a quedarme dormida cuando Bock lanzó un grave ladrido.

Ninguna mujer fuerte como yo tiene derecho a ponerse nerviosa, o eso creo. El caso es que mi seguridad se desvaneció instantáneamente. El tamborileo de la lluvia se volvió algo amenazador y me imaginé toda clase de horrores. Estaba totalmente sola y desarmada y Bock no era precisamente un perro grande. Gruñó nuevamente y me sentí peor que nunca. Creí escuchar sonidos acechantes entre los arbustos y de pronto Peg rezongó como si estuviera asustada. Traté de calmar a Bock dándole golpecitos en el lomo y noté que su cuello estaba rígido como el de un gallo de pelea. El perro dejó escapar algo que era a medias un extraño gruñido, a medias un lloriqueo, y sentí escalofríos. Alguien debía de estar dando vueltas alrededor de la caravana, pero en medio del aguacero no podía escuchar nada.

Sentí que debía hacer algo. Tenía miedo de gritar, no fuera a hacer patente el hecho de que había una mujer sola dentro de la caravana. Mi recurso fue absurdo pero, al menos, satisfizo mi deseo de actuar: agarré una de mis botas y pateé vigorosamente el suelo a la vez que gruñía con voz profunda y masculina: «¿Qué demonios pasa ahí afuera? ¿Qué ocurre?» Podrá parecer una tontería, por supuesto, pero me proporcionó cierto alivio. Y como Bock dejó de gruñir me pareció que había surtido efecto.

Me quedé despierta durante un rato, temblando de nerviosismo. Luego empecé a calmarme, y ya empezaba a dormirme contra mi voluntad cuando escuché el inconfundible sonido de la cola de Bock topando contra el suelo, una señal evidente de alegría. Esto me intrigó tanto como sus gruñidos. No me atreví a encender la luz, pero escuché que el perro olisqueaba la puerta de la caravana y chillaba con apuro. Me pareció muy extraño, y una vez más me levanté sigilosamente del catre y pateé el suelo con energía, esta vez con la sartén, que resonó con un tintineo sobrenatural. Peg relinchó y rezongó y Bock empezó a ladrar. Estuve a punto de echarme a reír, a pesar de mi angustia. «Suena como un manicomio», pensé, y de inmediato supuse que tal vez la perturbación había sido provocada por algún animal pequeño. Un conejo quizás o una mofeta que Bock habría detectado y querría perseguir. Le di palmaditas y me arrastré hasta el catre una vez más.

Pero las emociones más fuertes estaban aún por venir. Cerca de media hora después escuché el inconfundible ruido de unos pasos junto a la caravana. Bock gruñó furioso y se echó al suelo, muerto de miedo. Algo sacudió una de las ruedas. Luego se escuchó el más extraordinario jaleo, unos pasos veloces, Peg relinchó y algo chocó pesadamente contra la parte posterior de la caravana. Hubo una brusca refriega en el suelo, ruido de golpes y una respiración agitada. Con mi corazón latiendo a toda prisa me asomé por una de las ventanas traseras. Apenas había luz, pero con esfuerzo pude ver un bulto acurrucado que chillaba y se retorcía de dolor en el suelo. Algo golpeó una de las ruedas traseras y el Parnaso tembló. Alguien maldijo en voz alta y luego todo el cuerpo, fuese lo que fuese, se alejó rodando hacia los arbustos. Hubo un tremendo ruido de ramas que se agitan y se rompen. Bock chilló, gruñó y rascó la puerta desesperadamente. Entonces se hizo un silencio total.

Esta vez mis nervios estaban destrozados. Desde mi infancia, cuando me despertaba tras una pesadilla, no me había sentido tan aterrorizada. Pequeños temblores de miedo me recorrían la espina dorsal y sentía punzadas en el cuero cabelludo. Arrastré a Bock hasta el catre y me recosté sujetándolo del collar. Él también parecía muy asustado y olisqueaba con fruición de vez en cuando. Finalmente, dio un resuello y se quedó dormido. Calculé que debían de ser las dos de la madrugada, pero no encendí la luz. Y al fin caí profundamente dormida.

Cuando desperté el sol brillaba en el cielo y el aire estaba lleno del canto de los pajarillos. Me sentí entumecida e incómoda por haber dormido con la ropa puesta y tenía la pierna dormida por el peso de Bock.

Me levanté y me asomé por la ventana. El Parnaso se hallaba en un camino estrecho cerca de un bosque de abedules. El suelo estaba embarrado y cubierto de pisadas en la parte posterior de la caravana. Abrí la puerta y miré alrededor. Lo primero que vi en suelo, junto a una de las ruedas, fue una vieja y maltrecha gorra de tweed.

Capítulo 9

Mis sentimientos estaban tan revueltos como una macedonia de frutas. ¡Así que el profesor no se había ido a Brooklyn después de todo! ¿Qué se proponía al acecharme como un ladrón? ¿Era porque echaba de menos su Parnaso? ¡No lo creo! Y, luego, aquellos horribles ruidos que había escuchado por la noche. ¿Acaso algún golfo había estado merodeando alrededor de la caravana con la intención de robarme? ¿El golfo había atacado al señor Mifflin o el señor Mifflin había atacado al golfo? ¿Quién había salido peor librado?

Recogí la gorra mugrienta y la puse dentro de la caravana. Al fin y al cabo ya tenía demasiados asuntos de los que preocuparme. Los del profesor podían esperar.

Peg relinchó al verme. Examiné su pata. A la luz del día no me pareció tan difícil hacer un diagnóstico. Un largo y afilado fragmento de pizarra se había clavado en la ranilla del casco. Lo extraje sin mayor dificultad, calenté un poco de agua y volví a lavar el casco con una esponja. Se pondría bien en cuanto volvieran a herrarlo. ¿Pero dónde estaría la herradura?

Le di unos copos de avena al animal, preparé unos huevos y una taza de café para mí en la pequeña estufa de queroseno y le di una galleta para perros a Bock. Una vez más quedé maravillada con lo bien equipado que estaba el Parnaso. Bock me ayudó a limpiar la sartén. El perro olisqueaba ansiosamente la gorra cada vez que se la enseñaba y meneaba la cola.

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