«Y no le falta razón», dije. «El hombre indicado. Demasiado indicado, diría yo: se iría a vagabundear por ahí en este carro itinerante y descuidaría la granja. Pero mejor hábleme de la venta de libros. ¿Cuánto dinero gana con ello? Pronto pasaremos por la granja de la señora Masón, así que podríamos venderle algo, ya sabe, para comenzar.»
«Es muy simple», dijo. «Cada vez que llego a una ciudad grande me abastezco de libros. Siempre hay alguna librería de segunda mano donde se pueden encontrar saldos y oportunidades. Y de vez en cuando le hago pedidos a un mayorista de Nueva York. Cuando compro un libro escribo en el dorso lo que he pagado por él, así sé por cuánto me puedo permitir venderlo. Mire.»
Sacó un libro de detrás del asiento, un ejemplar de Loma Doone, y me enseñó las letras a m garabateadas con lápiz en el dorso.
«Eso quiere decir que he pagado diez centavos por éste. Si usted lo vende ahora por veinticinco obtendrá una buena ganancia. El mantenimiento del Parnaso suele costarme unos cuatro dólares a la semana, casi siempre menos. Si consigue esa cantidad en seis días puede incluso descansar el domingo.»
«¿Y cómo sabe que a m quiere decir diez centavos?», pregunté.
«Es un código basado en la palabra “manuscrito”. Cada letra representa un número de cero a nueve, ¿lo ve?» Y escribió en un pedazo de papel:
Manuscrito
0123456789
«Como le he dicho,
a m
quiere decir 10,
a n
sería 12,
n s
sería 24,
a c
sería 15,
a mm
sería 1 dólar, y así sucesivamente. Por regla general no suelo pagar más de cincuenta centavos por un libro. La gente del campo es más bien cautelosa a la hora de gastarse el dinero. Pueden pagar un dineral por un filtro de agua o por una capota, ¡pero nadie les ha enseñado a preocuparse por la literatura! Y, sin embargo, es sorprendente cuánto se emocionan con un libro; si aciertas con el tipo de libro, claro. Un poco más allá de Port Vigor hay un granjero que espera mi regreso. He estado allí tres o cuatro veces. Calculo que me comprará unos cinco dólares en libros. La primera vez que fui a su granja le vendí La isla del tesoro, y todavía sigue hablando de ese libro. Le vendí Robinson Crusoe y Mujercitas para su hija y le vendí también Huckleberry Finn y el libro de Grubb sobre la patata. La última vez que estuve allí me pidió algo de Shakespeare, pero no se lo quise vender. Creo que todavía no estaba preparado.»
Empecé a percibir algo del idealismo con que aquel hombrecillo asumía su trabajo. Era una especie de misionero itinerante, además de un conversador incansable. De pronto se había puesto a parpadear y pude ver cómo empezaba a entusiasmarse.
«¡Dios!», dijo, «cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por eso vale la pena. Estoy haciendo algo que a nadie se le ha ocurrido hacer desde Nazareth, Maine, hasta Walla Walla, Washington. ¡Es un nuevo campo, pero vaya si vale la pena! Eso es lo que este país necesita: ¡más libros!»
El hombrecillo se burló de su propia vehemencia. «¿Sabe una cosa? Es cómico», dijo. «Incluso los editores, los tipos que imprimen los libros, no se dan cuenta de lo que estoy haciendo por ellos. Algunos se resisten a darme crédito porque vendo los libros por lo que valen y no por los precios que ellos les ponen. Me escriben cartas sobre la política de los precios fijos y yo les respondo hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo! A veces creo que nadie sabe tan poco sobre libros como los propios editores. Aunque supongo que es algo natural. La mayoría de maestros de escuela no conoce bien a los niños.»
«Lo mejor de todo», continuó, «lo mejor es que me lo paso bien haciendo esto. A veces Peg, Bock (el perro) y yo vamos por la carretera en un día de verano tibio y pasamos despacio frente a una pensión y vemos a los huéspedes que prefieren almorzar en la baranda. Casi todos muertos de aburrimiento, sin nada bueno que leer, nada que hacer salvo sentarse a ver cómo zumban las moscas bajo el sol mientras las gallinas rascan el suelo de un lado a otro. Sin duda, no tardaré en venderles media docena de libros que les devolverán el amor por la vida; así no olvidarán el Parnaso en una buena temporada. Piense en O. Henry, por ejemplo. No hay nadie tan adormilado que no sea capaz de disfrutar de las historias de ese hombre. Él entendía la vida, cómo no, y podía escribir sobre ella con todo lujo de detalles. He pasado más de una tarde leyendo en voz alta a O. Henry y a Wilkie Collins delante de estas personas, que, además de comprarme todos los libros, siempre pedían más y más.»
«¿Y qué hace usted en invierno?», pregunté. Una duda práctica, como casi todas las mías.
«Depende de dónde me encuentre y cuán malo sea el clima en ese lugar», dijo el señor Mifflin. «Dos inviernos los pasé en el Sur y me las arreglé para que el Parnaso siguiera en la carretera toda la temporada. Si no tengo suerte me quedo donde esté. Nunca he tenido dificultades para hallar alojamiento para Peg y un trabajo para mí, si es que llego a necesitarlo. El invierno pasado trabajé en una librería en Boston. Y el invierno anterior a ése estuve en una farmacia, en un pueblo cerca de Pensilvania. Y el anterior trabajé como tutor de literatura inglesa con dos niños. Y el anterior fui camarero en un barco de pasajeros. Ya ve cómo funciona el negoció. Tengo una variopinta colección de experiencias. A mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre. Pero este invierno planeo irme a vivir con mi hermano a Brooklyn y trabajar como una hormiga en mi libro. ¡Dios, cuántos años llevo cavilando este asunto! Durante muchas y largas tardes de verano, viajando por caminos polvorientos, rumiándolo tanto que sentía mi cabeza a punto de estallar. Verá usted, creo que la gente común y corriente, la del campo, quiero decir, nunca ha tenido la oportunidad de comprar libros y mucho menos de que alguien les hable de lo que significan. Está bien que los decanos de las universidades exhiban sus estanterías de dos metros llenas de la mejor literatura y que los editores publiciten su colección de Clásicos del Linóleo, pero lo que la gente necesita es algo bueno, familiar, honesto. Algo que les llegue a las entrañas, que los haga reír y temblar y marearse y pensar en la pequeñez de esta bola de palomitas de maíz que gira en el espacio sin obtener nada a cambio. Algo que los estimule a mantener limpio el hogar y la leña bien partida para hacer el fuego y los platos bien lavados y secados y ordenados. Cualquiera que haga leer a la gente del campo cosas que valgan la pena le estará prestando un gran servicio a la nación. Y eso es lo que esta caravana de la cultura pretende hacer… ¡Supongo que la estaré hartando con mi arenga! ¿Y la Saga de Redfield? ¿También se pone a salmodiar así?»
«No conmigo», dije. «Nos conocemos hace tanto tiempo que él me ve como una especie de máquina de hacer pan y colar café. Supongo que no valora demasiado mi juicio en lo que a literatura se refiere. Aunque pone su digestión en mis manos sin ninguna reserva. La granja Masón queda por aquí. Creo que podríamos venderles algunos libros, ¿no cree? Sólo para empezar.»
Nos desviamos por el camino que conduce a la granja Masón. Bock se adelantó unos pasos, muy rígido sobre sus patas y meneando la cola amistosamente, para saludar al mastín. Entonces, la señora Masón, que estaba en el porche pelando patatas, dejó el cazo sobre la mesa. Es una mujer alta con el busto grande y los ojos oscuros y joviales de una vaca.
«Por todos los cielos, señorita McGill», gritó con voz alegre. «Me alegra verla. Consiguió que alguien la trajera hasta aquí, ¿verdad?»
No se había fijado en el letrero del Parnaso y pensaría que se trataba de la caravana de cualquier mercachifle.
«Verá, señora Masón», dije, «he entrado en el negocio de los libros. Este es el señor Mifflin. Le he comprado su mercancía. Hemos venido a venderle algunos libros.»
Ella se rió. «Vamos, Helen», dijo, «no intentes tomarme el pelo. El año pasado le compré un montón de libros a un agente, Las mejores oraciones fúnebres en veinte volúmenes. Y Sam y yo apenas hemos pasado del primero. Una lectura tediosa, incómoda.»
Mifflin bajó de un salto y levantó la tapa del costado del vagón. La señora Masón se acercó. Me hizo gracia ver cómo el hombrecillo se ponía tenso en presencia de un cliente. Era evidente que la venta de libros era para él más que una fuente de sustento.
«Señora», dijo, «las oraciones fúnebres, forradas en arpillera, supongo, tienen su lugar, sin duda; pero la señorita McGill y yo traemos libros de verdad, y que seguramente merecerán su atención. El invierno llegará pronto y le harán falta lecturas más amenas con las que entretener sus tardes. Seguramente tendrá niños a los que no les vendría mal leer algún libro. ¿Quizás un libro de cuentos de hadas para la pequeña que está en el porche? ¿O historias de invenciones para el chico que está a punto de romperse el cuello saltando desde el tejado del granero? ¿O un libro sobre el arte de construir caminos para su esposo? Estoy seguro de que necesita algo de lo que tenemos. La señorita McGill quizás conozca mejor sus gustos.»
Aquel hombrecillo de barba roja era sin duda un vendedor nato. Cómo adivinó que el señor Masón era el comisionado local de caminos, sólo Dios lo sabe. Tal vez fuera un golpe de suerte. Para entonces casi toda la familia se había reunido alrededor de la caravana. Vi que el señor Masón salía del granero con su hijo de doce años, Billy.
«Sam», gritó la señora Masón, «¡aquí está la señorita McGill, que se ha vuelto marchante de libros y ha contratado a un predicador!»
«Hola, señorita McGill», dijo el señor Masón, un hombre de movimientos muy lentos, de aspecto sólido, macizo, «¿dónde está Andrew?»
«Andrew está a punto de llegar a casa; hoy es día de cerdo al horno con salsa de manzana», dije. «Yo me voy a vender libros para ganarme la vida. El señor Mifflin, aquí presente, me está enseñando cómo hacerlo. Tenemos un libro sobre reparación de caminos que es justo lo que usted necesita.»
Vi cómo se miraban el señor y la señora Masón. Evidentemente me tomaban por loca. Empecé a preguntarme si había cometido un error al presentarme en casa de gente a la que conocía tan bien. La situación era un tanto embarazosa.
Por suerte el señor Mifflin acudió en mi rescate.
«No hay por qué alarmarse, señor», le dijo a Masón, «no he raptado a la señorita McGill». Como era la mitad de alto que yo, este comentario resultó muy cómico. «Tan sólo intentamos aumentar los ingresos de su hermano mediante la venta de libros. De hecho, hemos apostado con él a que venderíamos cincuenta ejemplares de su libro antes de Halloween. Estoy seguro de que su instinto deportivo nos ayudará a ganar comprando al menos una copia. Andrew McGill es quizás el autor más importante de todo el Estado y cada ciudadano que pague sus impuestos aquí debería tener sus libros. ¿Les puedo enseñar uno?»
«Parece razonable», dijo el señor Masón, casi sonriendo. «¿Qué me dices, Emma? ¿Te parece si compramos uno o dos libros? Ya sabes cómo son esas oraciones fúnebres…»
«Bien», dijo Emma, «siempre habíamos dicho que deberíamos leer uno de los libros de Andrew McGill, pero nunca había tenido ocasión de adquirirlo. Aquel hombre que nos vendió las oraciones fúnebres no parecía haber oído hablar de ellos. Por lo pronto será mejor que bajen a descansar y se queden a comer con nosotros. Así podrán hablarnos de qué deberíamos comprar. Estaba a punto de poner las patatas en el horno.»
Debo confesar que la perspectiva de sentarme a comer algo que yo no hubiera preparado me resultaba muy atractiva y, ciertamente, estaba ansiosa por ver la clase de viandas que la señora Masón ofrecía en su hogar, aunque también temía que si nos demorábamos allí mucho tiempo Andrew nos diera alcance.
Estaba a punto de decir que debíamos continuar con nuestro camino, que no podíamos quedarnos, pero todo indicaba que el entusiasmo de exponer su filosofía ante una nueva audiencia era algo demasiado tentador para Mifflin. Oí que decía: «Es usted muy amable, señora Masón, y por supuesto que estaremos encantados de quedarnos. Tal vez podría llevar a Peg a su establo en un momento. Luego les contaremos todo acerca de nuestros libros». Y para mi propio asombro di mi consentimiento.
Mifflin ciertamente se superó a sí mismo durante la comida. El hecho de la que las galletas recién horneadas de la señora Masón supieran a bicarbonato me molestó mucho menos de lo que habría sido el caso de no haber estado absorta escuchando al pequeño vagabundo. El señor Masón se acercó a la mesa mascullando algo relacionado con la avería de su teléfono (me pregunté si había intentado ponerse en contacto con Andrew; tal vez temía aún que Mifflin me hubiera convencido para fugarme con él), pero pronto quedó maravillado con la simpática e ingeniosa labia del hombrecillo. A Mifflin no lo intimidaba nada. Habló con la abuela sobre la confección de colchas de patchwork, se ofreció a regalarle un retazo de su corbata y le contó absolutamente todo acerca de los libros ilustrados sobre colchas que tenía en su caravana. Habló sobre cocina y religión con la señora Masón, y dado que ella era una de las luminarias del catecismo dominical de Greenbriar, se mostró gozosamente escandalizada con el relato que hizo Mifflin sobre las mejores historias de detectives en el Antiguo Testamento. Con el señor Masón fue todo ciencias agrícolas, abonos químicos, caminos empedrados y rotación de cultivos. Y al pequeño Bill, que se sentó junto a él, le contó las extraordinarias aventuras de Daniel Boone, Davy Crockett, Kit Carson, Buffalo Bill y mil cosas más. Francamente, estaba asombrada con el hombrecillo. Era jovial como un saltamontes hogareño, aunque, de vez en cuando, su seriedad salía a relucir. No me extraña que tuviera tanto éxito vendiendo libros. Imagino que aquel hombre podía vender alfileres o ligueros de París y hacer que parecieran cosas románticas.
«Señor Masón», decía, «sin duda es un deber poner en manos de estos chicos suyos unos cuantos buenos libros. Los chicos de la ciudad al menos tienen las bibliotecas, pero aquí en el campo sólo está el almanaque del viejo doctor Hostetter y esas cartas en las que unas señoras reumáticas hablan de lo bien que les funcionó la Peruna. Deles a estos dos chicos suyos unos cuantos buenos libros y los pondrá en el ancho y casi siempre bloqueado camino hacia la felicidad. Ahí tiene Mujer citas, donde su chica podrá aprender mucho más sobre la auténtica juventud de las señoritas y la adecuada feminidad de las mujeres que en todo un año de juegos con muñecas en el desván.»