No sé si fue por la belleza de aquel absurdo carruaje o por la locura de la proposición, o quizás simplemente por el deseo de tener mis propias aventuras y jugarle a Andrew una mala pasada, el caso es que me vi presa de un impulso extraordinario y dejé escapar una carcajada.
«De acuerdo», dije. «Lo haré.»
¡Yo, Helen McGill, a mis treinta y nueve años de edad!
Bueno, pensé, si me dispongo a vivir mi propia aventura más me vale hacerlo con entusiasmo. Andrew volverá a casa hacia las doce y media, así que mejor me pongo en marcha ya si no quiero toparme con él. ¡Supongo que creerá que me he vuelto loca! Me seguirá, imagino. ¡Aunque no permitiré que me alcance, de ningún modo!
Sentí algo parecido a la furia al pensar que había estado viviendo en aquella granja durante más de quince años (sí, señor, desde que tenía veinticinco) y que en todo ese tiempo nunca había salido de allí, si exceptuamos el viaje anual a Boston para ir de compras con el primo Edie. Soy un alma hogareña, supongo, y amo mi cocina tanto como mi abuela. Sin embargo, había algo en el aire azul de aquel octubre y en el loco hombrecillo de barba roja que me invitaban a emprender el viaje.
«Escúcheme, señor Parnaso», dije, «supongo que soy una vieja gorda y tonta, pero estoy resuelta a hacerlo. Prepare al caballo que yo iré a recoger algunas cosas y a firmarle un cheque. A Andrew le vendrá muy bien no contar conmigo. Tendré ocasión de leer algunos libros también. ¡Será tan provechoso como ir a la universidad!» Entonces me quité el delantal y corrí hacia la casa. El hombrecillo se quedó apoyado contra una de las esquinas del carruaje, me atrevo a decir que en estado de estupefacción.
Entré por la puerta principal y me pareció cómico ver sobre la mesa del salón una de las revistas de Andrew; en letras rojas, se leía en la portada: «La Revolución de la Feminidad». Y pensé: «Aquí va Helen McGill a la revuelta». Me senté en el escritorio de Andrew, aparté su libreta llena de apuntes sobre «la magia del otoño» y escribí unas líneas:
Querido Andrew:
No creas que me he vuelto loca. Me voy a vivir mi aventura. Me he dado cuenta de que tú has tenido toda clase de aventuras mientras yo me he quedado en casa horneando el pan. La señora McNally se ocupará de tus comidas y una de sus hijas vendrá a hacer las tareas domésticas. Así que no te preocupes. Estaré de viaje durante un tiempo —un mes, quizás— para ver algo de las semillas de la felicidad de las que tanto hablas. Es lo que las revistas llaman la revolución de la feminidad. Hay ropa interior abrigada en el armario de cedro del cuarto vacío en caso de que la necesites.
Con cariño,
HELEN
Dejé la nota en el escritorio.
La señora McNally estaba agachada sobre el lavadero, haciendo la colada. Apenas podía ver el inmenso arco de su espalda y oír el siseo vigoroso que producía al frotar la ropa. En cuanto oyó que la llamaba se incorporó.
«Señora McNally», dije, «me voy de viaje por un tiempo. Será mejor que deje de lavar y se ocupe de la comida de Andrew, que volverá hacia las doce y media. Son las diez y diez. Dígale que me he ido a la granja Locust a visitar a la Collins.»
La señora McNally es una sueca fornida y no muy avispada. «De acuerdo, señorita McGill», dijo. «¿Volverá a la hora de la cena?»
«No, no volveré hasta dentro de un mes», dije. «Me voy de viaje. Quiero que envíe a Rosie cada día para que se encargue de las tareas domésticas mientras estoy fuera. Puede hablarlo con el señor McGill. Ahora he de irme.»
Los honestos ojos de la señora McNally, azules como la porcelana de Copenhague, oteando perplejos a través de la ventana, se posaron en el Parnaso ambulante y en el señor Mifflin, que volvía a tomar las bridas de Pegaso. Vi cómo hacía un gran esfuerzo por comprender lo que decía el letrero pintado en un costado del vagón… y cómo, también, se rendía.
«¿Va a llevar usted las riendas?», preguntó escuetamente.
«Sí», dije y subí corriendo a la planta de arriba.
Siempre guardo mi libreta de ahorros dentro de una vieja caja de Huyler, en el cajón de arriba de mi buró. No me apresuro a guardar el dinero en el banco. Me da miedo. Tengo algunas rentas del dinero que me dejó mi padre, pero es Andrew quien se ocupa de eso. Es él quien paga todos los gastos de la granja. Yo me ocupo de las cuentas del mantenimiento de la casa. Gano una cantidad nada despreciable gracias a mis gallinas y a la venta de algunas de mis conservas en Boston, así como a las recetas que envío de vez en cuando a una revista para mujeres. Aun así, mis ahorros del banco no llegan a más de diez dólares al mes.
En los últimos cinco años había acumulado más de seiscientos dólares con la idea de comprarme un Ford. Pero en aquel momento me pareció que comprar el Parnaso sería mucho más divertido. Cuatrocientos dólares era mucho dinero, no obstante pensé en lo que implicaría dejar que Andrew lo comprara. ¡Cielos, se iría de viaje hasta el Día de Acción de Gracias! En cambio, si yo lo compraba podría irme un tiempo, vivir mi aventura y luego venderlo en algún lugar de modo que Andrew no llegara ni a verlo. Endurecí mi corazón y resolví darle a «la Saga de Redfield» una cucharada de su propia medicina.
Mi saldo en el Banco Nacional de Redfield era de seiscientos quince dólares con veinte centavos. Me senté en la mesa de mi habitación, donde solía hacer las cuentas, e hice un cheque a nombre del señor Roger Mifflin por la suma de cuatrocientos dólares. Dibujé un montón de fiorituras después de los números para que nadie pudiera elevar la cifra del cheque a cuatrocientos mil. Luego saqué mi vieja maleta de ratán y puse en ella algo de ropa. Aquello no me llevó más de diez minutos. Bajé las escaleras y hallé a la señora McNally mirando con acritud el Parnaso desde la puerta de la cocina.
«¿Se va de viaje en ese… en ese autobús, señorita McGill?», preguntó.
«Sí, señora McNally», dije alegremente. Su uso de la palabra autobús me sirvió de inspiración. «Es uno de esos nuevos autobuses de los que tanto hablan. Me llevará a la estación, no se preocupe por mí. Me voy de vacaciones. Usted prepare el almuerzo del señor McGill. Luego dígale que he dejado una nota en el escritorio del salón.»
«Me parece un vehículo bastante raro», dijo la señora McNally, intrigada. Creo que la candorosa mujer sospechaba que se trataba de una fuga.
Subí mi maleta al Parnaso. Pegaso aguardaba plácidamente. En el interior del vagón se escuchaba el ruido de cosas que se mueven con ímpetu. De pronto el hombrecillo salió de allí con un abultado saco entre los brazos. Llevaba puesta una gorra de tweed, echada hacia atrás.
«¡Perfecto!», gritó triunfalmente. «He empaquetado todos mis efectos personales, la ropa y esas cosas. Todo lo demás está incluido en el trato. Cuando me suba al tren con este saco seré un hombre libre y, ¡hurra!, ¡rumbo a Brooklyn! ¡Dios, cuánto echo de menos la ciudad!» Y luego añadió, pensativo: «Antes vivía en Brooklyn. No he vuelto en diez años».
«Aquí tiene su cheque», dije, extendiendo el brazo. Él se sonrojó un poco y me miró ligeramente avergonzado. «Verá, señora», dijo, «espero que el negocio le convenga. No quiero aprovecharme de una dama. Si cree que su hermano…»
«De todos modos pensaba comprarme un Ford», dije. «Y me parece a mí que el mantenimiento de este parchís ambulante será más barato que el de cualquier cochecito ensamblado en Detroit. Lo importante es que Andrew no lo vea. En cuanto me dé un recibo nos pondremos en marcha, antes de que él regrese.»
Recibió el cheque sin decir una palabra, arrojó su voluminoso saco sobre el pescante y luego desapareció en el interior del vagón. Al instante volvió a salir. En el dorso de una de sus poéticas tarjetas había escrito:
Recibí de la Señorita McGill la suma de cuatrocientos dólares a cambio de un Parnaso Ambulante en excelentes condiciones, entregado a ella el mismo día, 3 de octubre de 19…
Firmado,
ROGER MIFFLIN
«Dígame», pregunté, «¿contiene este Parnaso, o más bien, mi Parnaso, todo lo que voy a necesitar? ¿Está bien provisto de comida y todo lo demás?»
«A eso iba», dijo él. «Encontrará una buena cantidad de provisiones en la alacena sobre la estufa, aunque la verdad es que yo solía alimentarme en las granjas que iba encontrando por el camino. Por lo general le leía algún pasaje en voz alta a la gente y a cambio me daban de comer gratis. Es asombroso lo poco que sabe la gente del campo sobre libros y cuánto agradecen escuchar algo bueno. En el condado de Lancaster, Pensilvania…»
«¿Y qué me dice de la yegua?», continué al ver que se disponía a demorarse en una anécdota. No eran todavía ni las once de la mañana y yo ya estaba ansiosa por empezar el viaje.
«Será mejor que coja algunos cereales. A mí se me han terminado.»
En el establo agarré un saco de copos de avena y el señor Mifflin me enseñó dónde podía colgarlo dentro de la caravana. Luego fui a la cocina y llené una gran cesta con provisiones para alguna emergencia: una docena de huevos, un bote con tiras de beicon, mantequilla, queso, leche condensada, té, galletas, mermelada y dos hogazas de pan. El señor Mifflin metió el cesto dentro de la caravana ante la atónita mirada de la señora McNally.
«¡Vaya picnic más extraño!», dijo ella. «¿Hacia dónde va? ¿Irá el señor McGill con usted?»
«No», insistí, «él se queda. Me voy de vacaciones. Usted prepárele el almuerzo, así no tendrá de qué preocuparse hasta que yo vuelva. Dígale que he ido a visitar a la señora Collins.»
Subí las pequeñas escaleras y entré en mi Parnaso con la placentera emoción del sentimiento de propiedad. El perro saltó al suelo moviendo la cola amistosamente. Puse sábanas y colchas limpias en el catre, abrí los cajones que cubrían la pared y metí en ellos las pocas pertenencias que llevaba conmigo. Ahora podíamos partir.
El señor Barbarroja estaba sentado en el pescante con las riendas en la mano. Me senté junto a él. El asiento era amplio pero no tenía cojines, estaba bien cubierto bajo la cornisa de la caravana. Eché un vistazo alrededor y vi la confortable casa entre los olmos y los arces, el granero rojo brillando bajo el sol y la bomba del agua junto al emparrado. Me despedí de la señora McNally, que nos miraba estupefacta, en silencio. Pegaso empujó todo el peso de su cuerpo sobre las marcas de las ruedas y el Parnaso se bamboleó antes de echar a rodar hacia el portal. Entramos en el camino de Redfield.
«Tome», dijo el señor Mifflin entregándome las riendas, «usted es la dueña, conduzca. ¿Hacia dónde quiere ir?»
¡Mi respiración se agitó cuando me di cuenta de que la aventura había comenzado!
Apenas se pierde de vista la granja, el camino se bifurca. Por un lado se llega hasta Walton, donde se cruza el río por un puente cubierto; por el otro se baja hacia Greenbriar y Port Vigor. La señora Collins vive a una milla o dos del camino de Walton, y como yo solía visitarla muy a menudo pensé que habría más posibilidades de que Andrew fuera a buscarme allí. Una vez que hubimos cruzado la arboleda, giré a la derecha, hacia Greenbriar. Iniciamos el prolongado ascenso a la colina Huckleberry. Me regocijó el aroma del otoño fresco que despedían las hojas.
El señor Mifflin parecía haber llegado al éxtasis perfecto de su buen humor. «Esto es ciertamente grandioso», dijo. «Dios, aplaudo su arrojo. ¿Cree que el señor McGill saldrá a buscarla?»
«No tengo ni idea», dije. «En todo caso no lo hará de inmediato. Está tan acostumbrado a mis hábitos sedentarios que dudo mucho de que sospeche nada hasta que vea la nota. ¡Aun así, me pregunto qué clase de historia le irá a contar la señora McNally!»
«¿Qué tal si le ponemos un rastro olfativo?», dijo él. «Deme su pañuelo.»
Saltó ágilmente del carro, corrió colina abajo (era un hombrecillo vivaz, a pesar de su calvicie) y arrojó el pañuelo sobre el camino de Walton, a unos cien pies de la bifurcación. Luego volvió a subir la pendiente.
«Listo», dijo sonriendo como un niño, «eso lo distraerá. La Saga de Redfield irá tras una falsa presa mientras los malhechores arrancan con buen pie. Aunque me temo que es bastante fácil seguir el rastro de un carro tan poco usual como el Parnaso.»
«Dígame cómo maneja usted el negocio», dije. «¿De verdad es rentable?»
Nos detuvimos en la cima de la colina para darle un descanso a Pegaso. El perro se echó en el camino polvoriento con gesto grave. El señor Mifflin sacó su pipa y me rogó que lo dejara fumar.
«Los inicios fueron más bien cómicos», dijo. «Yo era maestro en Maryland. Había estado partiéndome el lomo en una escuela rural durante años, con un salario miserable. Tenía a mi cargo a una madre inválida y trataba de ahorrar cuanto podía, por si llegaban malos tiempos. Recuerdo que solía preguntarme si algún día podría llevar un traje que no estuviera raído o mantener mis zapatos brillantes todo el tiempo. Entonces tuve algunos problemas de salud. El doctor me recomendó que buscara el aire libre. Poco a poco fui concibiendo esta idea de la librería ambulante. Siempre me habían gustado los libros y cada vez que salía al campo procuraba leerles en voz alta a los granjeros. Cuando mi madre murió construí el vagón para que se adecuara a mis planes, compré una buena cantidad de libros de una tienda de segunda mano en Baltimore y me puse en marcha. Podría decirse que el Parnaso me salvó la vida, supongo.»
Se ajustó su vieja y descolorida gorra y volvió a encender la pipa. Espoleé a Pegaso y descendimos suavemente por la colina, divisando los extensos pastizales. Las lejanas campanas de las vacas tintineaban entre los arbustos. Al fondo de la cuesta discurría un camino que se perdía en dirección a Redfield. Por algún punto de aquel camino Andrew estaría regresando a casa, deseoso de comer su cerdo al horno con salsa de manzana. Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento.
«Señorita McGill», dijo el hombrecito, «este pabellón rodante ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años. Hace un mes me hubiera parecido ridícula la idea de dejarlo, pero de pronto he sentido la necesidad de un cambio. Hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir un libro y necesito una mesa firme bajo los codos y un techo sobre mi cabeza. Por tonto que suene, estoy loco por llegar a Brooklyn. Mi hermano y yo vivíamos allí cuando éramos niños. ¡Cómo añoro caminar por el viejo puente al atardecer y ver las torres de Manhattan recortadas contra el cielo rojo! ¡Y esos cruceros grises en el Patio de la Armada! No sabe cuántas ganas tengo de dejar la caravana. He vendido muchos ejemplares del libro de su hermano y siempre había pensado que él sería la persona indicada para traspasarle el Parnaso cuando me cansara.»