Esto ya era demasiado para mí. Creo que dejé escapar un alarido y quise bajar de la caravana. Pero antes de que pudiera hacer nada, los dos fanáticos habían empezado a darse puñetazos. Vi cómo Andrew le lanzaba un salvaje gancho a Mifflin, que respondió con un golpe seco directo a la mandíbula. El sombrero de Andrew cayó en medio del camino. Peg aguardaba plácidamente y Bock amagaba con morderle las piernas a Andrew. Por fortuna logré saltar de la caravana y sujetarlo.
Sin duda, era una imagen grotesca. Supongo que tendría que haberme puesto histérica, pero de hecho casi me estaba divirtiendo. Era demasiado absurdo. Gracias a Dios, nadie pasó por allí en aquel momento.
Andrew era un pie más alto que el profesor, pero era torpe, desgarbado y huesudo, mientras que el pequeño Barbarroja era fibroso como un gato. Por otro lado, Andrew estaba tan enfadado que había perdido por completo el control y Mifflin, en cambio, tenía la furia helada que siempre logra la victoria. Andrew conectó un par de leves golpes en el pecho y los hombros del otro, pero en treinta segundos recibió un nuevo puñetazo en la mandíbula y otro en la nariz que lo hizo caer de espaldas.
Andrew quedó sentado en el polvo del camino, buscando su pañuelo y Mifflin lo miró con una sonrisa pero dando muestras de estar a disgusto. Ninguno dijo nada. Bock se me escapó y se puso a bailar y a agitarse alrededor de los pies de Mifflin como queriendo jugar. Era una escena extraordinaria.
Andrew se levantó y se limpió la sangre de la nariz.
«Por mi madre», dijo, «que casi lo respeto por ese puñetazo. Pero juro que haré que la ley lo persiga por secuestrar a mi hermana. Es usted un pirata de los buenos.»
Mifflin no dijo nada.
«No seas tonto, Andrew», dije. «¿No ves que sólo quiero vivir mis propias aventuras? Ve a casa y prepara seis mil hogazas de pan. Cuando hayas terminado yo habré vuelto. A vuestra edad, deberíais estar avergonzados. Me voy a vender libros.»
Y dicho esto volví a subir al pescante y le hice un chasquido a Pegaso. Andrew, Mifflin y Bock se quedaron en el camino.
Ahora estaba más allá de la rabia. Estaba enojada con los dos hombres por haberse comportado como dos niños de colegio. Con Andrew por ser tan irracional, aunque en cierto modo lo admirara por ello; estaba enojada con Mifflin por haberle dado un golpe tan fuerte a Andrew en la nariz y, no obstante, apreciaba el espíritu que lo había animado a hacerlo. Estaba enojada conmigo misma por provocar todo el jaleo y estaba enojada con el Parnaso. Si hubiese habido un conveniente precipicio a mano habría despeñado la vieja caravana. Lentamente ascendí por una cuesta prolongada y por fin apareció Port Vigor entre las anchas estribaciones del río Sound.
El Parnaso se movió con sus plácidos chirridos, y el delicado sol y la caricia del viento pronto me devolvieron la calma.
Empecé a saborear el aire salobre y vi dos o tres gaviotas que sobrevolaban en círculos la pradera. Como nos pasa a todas las mujeres, mi mal humor se diluyó en una reacción de exagerada ternura y en mi corazón empecé a sentir fervor por Andrew y Mifflin. ¡Qué privilegio tener un hermano tan celoso del patrimonio y la reputación de su hermana! ¡Y, también, qué espléndido comportamiento el del canijo y menudo profesor! ¡Qué presto para indignarse con el insulto y qué habilidad para vengarlo! Su absurda gorra había quedado sobre el asiento del pescante y la agarré entre mis manos casi sentimentalmente. La tela estaba rota y llena de motas. Saqué de mi maleta de ratán un pequeño costurero y, después de colgar las riendas en un gancho, empecé a remendar los agujeros mientras Peg avanzaba al trote. Pensé divertida en la pintoresca vida del señor Mifflin en su «caravana de la cultura». Lo imaginé dirigiéndose al público de discípulos de Whitman en Camden y me pregunté cómo habría terminado aquel alboroto. Lo imaginé en su adorada Brooklyn, paseando por Prospect Park y predicando frente a cualquier extraño su evangelio de los buenos libros. Cuán diferente era su amor militante por la literatura de la calma satisfecha de Andrew. Y, a pesar de esto, ¡cuántas cosas tenían en común! Sonreí al pensar en Mifflin leyendo en voz alta el pasaje de Semillas de felicidad y elogiándolo con tanto esmero justo antes de romperle la nariz al autor. Recordé que debía decirle a Andrew que alimentara a las gallinas y que no olvidara cambiarse de ropa interior para el invierno. ¡Qué criaturas más indefensas son los hombres, después de todo!
Terminé de remendar la gorra y me sentí de excelente humor.
Apenas la había puesto sobre el asiento cuando escuché unos pasos apresurados. Allí estaba Mifflin, marchando con su brillante calva cubierta de pequeñas gotitas de sudor. Bock trotaba relajadamente a sus pies. Detuve a Peg.
«¿Qué ha pasado con Andrew?», pregunté.
El profesor aún parecía un poco avergonzado. «La Saga es una persona testaruda», dijo. «Discutimos otro poco sin llegar a ningún acuerdo. De hecho, estuvimos a punto de volver a darnos de golpes, sólo que tuvo otro ataque de fiebre del heno y lo que empezó con estornudos acabó con su nariz sangrando una vez más. Está convencido de que soy un rufián y así lo manifestó en excelente prosa. Honestamente, lo admiro muchísimo. Creo que planea perseguirme por medios legales. Le di mi dirección en Brooklyn en caso de que quiera continuar con el asunto. Aunque creo que se sintió halagado cuando le pedí que me firmara mi ejemplar de Semillas de felicidad. Lo encontré en el fondo de la cuneta.»
«En fin», dije, «los dos sois un par de lunáticos. Ambos merecéis subir a un escenario. Seríais tan buenos como Weber y Fields. ¿Le firmó el autógrafo?»
Sacó el libro de su bolsillo. Garabateado en lápiz se leía: He derramado mi sangre por el señor Mifflin. Andrew McGill.
«Leeré el libro otra vez con renovado interés», dijo Mifflin. «¿Puedo subir?»
«Por supuesto», dije. «Aquello es Port Vigor.»
Se puso su gorra, se dio cuenta del arreglo que le había hecho, se la quitó de nuevo y me miró con indescifrable bochorno.
«Es usted muy buena, señorita McGill», dijo.
«¿Hacia dónde ha ido Andrew?», pregunté.
«Partió rumbo a Shelby, andando», contestó Mifflin. «Tiene una zancada muy larga… Recordó de repente que había dejado cocinando unas patatas desde ayer por la tarde y dijo que debía volver para ocuparse de ellas. Dijo que esperaba que usted le enviara una postal de vez en cuando. ¿Sabe algo? Me hizo pensar en Thoreau más que nunca.»
«A mí me hace pensar en una olla quemada», dije. «Supongo que todos mis utensilios de cocina estarán en un estado lamentable cuando regrese a casa.»
Port Vigor es un pueblecito fascinante. Está construido en un recodo del Sound. Borroso en la lejanía, se puede ver el final de Long Island, cosa que Mifflin observó con una chispa en los ojos. Lo hacía sentir más cerca de Brooklyn. Numerosas goletas se agitaban a lo largo del estuario con el viento frío y el aire tenía un toque deliciosamente salado. Fuimos directamente a la estación, donde el profesor se apeó. Cogimos su equipaje y encerramos a Bock en la caravana para evitar que lo siguiera. Luego hubo un silencio incómodo mientras él permanecía de pie junto a la rueda con la gorra puesta.
«Bueno, señorita McGill», dijo, «hay un tren expreso a las cinco en punto, así que con un poco de suerte estaré en Brooklyn esta noche. La dirección de mi hermano es el 600 de Abingdon Avenue y espero que cuando le envíe una postal a la Saga haga lo propio conmigo. Echaré mucho de menos el Parnaso, pero prefiero que se lo quede usted en vez de cualquier otra persona.»
Hizo una profunda venia y antes de que yo pudiera decir una sola palabra se sopló la nariz violentamente y se alejó a toda prisa. Lo vi cargar su equipaje por la puerta de la estación. Luego desapareció. Supongo que después de tantos años viviendo con Andrew me había desacostumbrado a la excentricidad de los demás, pero ciertamente el pequeño Barbarroja era uno de los seres más extraños con los que me había tocado tratar.
Bock aulló desconsoladamente dentro de la caravana y yo perdí las ganas de vender libros en Port Vigor. Regresé con el Parnaso al pueblo y entré en una cafetería para tomar un té con tostadas. Al salir vi que una pequeña multitud se había agrupado, en parte debido al estrafalario aspecto del Parnaso y en parte por los lastimeros aullidos de Bock, que venían de dentro. La mayoría de los curiosos parecía sospechar que el carro era parte de un zoo ambulante, así que casi contra mi voluntad levanté las tapas, até a Bock a la parte posterior de la caravana y empecé a responder a las preguntas burlonas de la muchedumbre. Dos o tres compraron libros sin ninguna prisa y pasó un tiempo hasta que pude retomar el viaje. Finalmente cerré la caravana y me puse en camino, temerosa de encontrarme con quien ya sabemos. Cuando entraba a la vía que conduce a Woodbridge oí el silbato del tren de las cinco a Nueva York.
Las veinte millas de camino entre la granja Sabine y Port Vigor me resultaron muy familiares, pero por fortuna no tardé en llegar a una región en la que no había estado nunca. En mis ocasionales viajes a Boston siempre había tomado el tren en Port Vigor, así que los caminos rurales me eran por completo ajenos. Pero me dirigía a Woodbridge porque el señor Mifflin había hablado de un granjero, un tal señor Pratt, que vivía a unas cuatro millas de Port Vigor, en el camino de Woodbridge. Al parecer el señor Pratt le había comprado muchos libros al profesor, que había prometido visitarlo nuevamente. Así que me sentí en el deber de complacer a un buen cliente.
Tras las variopintas aventuras de los últimos dos días era casi un alivio estar sola para pensar bien las cosas. Allí estaba yo, Helen McGill, en una curiosa situación, sin duda. En lugar de estar en casa, en la granja, preparando la cena, recorría un camino desconocido como única propietaria de un Parnaso (quizás el único existente), un caballo, un perro y un montón de libros. Desde la mañana del día anterior mi vida se había salido de su órbita habitual. Me había gastado cuatrocientos dólares de mis ahorros. Había vendido cerca de trece dólares en libros. Había provocado una pelea y había conocido a un filósofo. Y, peor aún, empezaba tímidamente a desarrollar una nueva filosofía propia. ¡Y todo ello para evitar que Andrew comprara aquellos libros! Eso, al menos, lo había conseguido. Cuando finalmente vio la caravana a duras penas le prestó atención, salvo para mirarla con desprecio. Me vi a mí misma preguntándome si el profesor aludiría a este incidente en su libro y deseando que me enviara un ejemplar. Aunque, después de todo, ¿por qué habría de mencionar el incidente? Para él era sólo una entre miles de aventuras. Como le había dicho, enfadado, a Andrew, yo no era nada para él y él no era nada para mí. ¿Acaso tendría manera de saber que ésta era la primera auténtica aventura que yo había vivido en los últimos quince años, dedicados, como él mismo diría, a compilar mi antología? ¡Vaya con el gracioso y menudo hombrecillo!
Dejé a Bock atado a la parte trasera de la caravana, pues temía que pudiera ir en busca de su amo. A medida que avanzábamos y el sol del atardecer lanzaba una luz uniforme a lo largo del camino, me sentí un poco solitaria. Este asunto de vagabundear a solas era un poco brusco después de quince años de vida hogareña. El camino discurría cerca del agua y se veía cómo el Sound adquiría un tono azul más profundo y luego púrpura. Podía oír el rumor del oleaje y, al final de Long Island, se alzaba un remoto faro que despedía una chispa de color rubí. Pensé en el hombrecillo a bordo del expreso a Nueva York y me pregunté si viajaría en un pullman o en uno de tercera clase. No estaría mal recostarse en una silla pullman después de haber pasado tanto tiempo en el pescante del Parnaso.
Poco a poco nos acercamos a una granja que, supuse, era la del señor Pratt. La casa quedaba a pocos metros del camino y tenía un granero enorme de color rojo detrás y una veleta con forma de caballo desbocado. Curiosamente, Peg pareció reconocer el lugar, pues se desvió por sí sola, entró por la verja y relinchó vigorosamente. Debía de ser una de las paradas favoritas del profesor.
A través de una ventana iluminada vi un grupo de gente sentada a la mesa. Era evidente que los Pratt estaban cenando. Me detuve en el patio frente a la fachada. Alguien se asomó por la ventana y escuché la voz de una chica:
«¡Papá, papá, ha llegado el Parnaso!»
El profesor debía de ser un visitante ilustre en aquella granja, pues en un instante toda la familia salió de la casa con gran alboroto de platos y sillas. Un hombre alto y bronceado, con una camisa blanca sin cuello, lideraba el grupo. Luego salió una mujer corpulenta, muy parecida a mí en su complexión, un jornalero y tres niños.
«¡Buenas noches!», dije. «¿Es usted el señor Pratt?»
«¡Ciertamente!», contestó. «¿Dónde está el profesor?»
«De camino a Brooklyn», dije. «Ahora yo me encargo del Parnaso. Me dijo que lo visitara sin falta. Así que, aquí estamos.»
«¡Bueno, me gustaría conocer la historia!», exclamó el señor Pratt. «¡Todo indica que el Parnaso se ha vuelto sufragista! Ben, encárgate de los animales que yo llevaré a la señora Mifflin a la mesa.»
«Aguarde ahí», dije. «Me llamo McGill, señorita McGill. Mírelo, está ahí pintado en la caravana. Se lo compré todo al señor Mifflin. El negocio entero.»
«Vaya, vaya», dijo el señor Pratt. «Nos complace ver por aquí a una amiga del profesor. Lástima que no haya venido él también. Pase y tome un bocado con nosotros.»
Sin lugar a dudas, el señor y la señora Pratt eran gentes de buen corazón. Ben llevó a Peg y a Bock al establo y les dio de comer, mientras la señora Pratt me enseñaba el cuarto donde pasaría la noche, no sin antes ofrecerme una jarra de agua caliente. Luego todos bajaron en tromba al comedor y siguieron con la cena. Supongo que soy una experta en cocina campesina: hay que reconocer que Beulah Pratt era un ama de casa de primera. Sus panecillos calientes eran perfectos; el café era pura moka, colado y no hervido. La salsa fría y la ensalada de patatas eran tan buenas como cualquiera de las que Andrew solía comer. Hizo también una tortilla francesa especialmente para mí y abrió una de sus conservas de fresas. Los niños (dos chicos y una chica) se sentaron con la boca abierta, dándose codazos disimuladamente entre sí, y el señor Pratt sacó su pipa mientras yo terminaba de comer las peras asadas con crema y la tarta de chocolate. Fue una cena como es debido. Me pregunté qué estaría comiendo Andrew y si habría encontrado el nido detrás de la pila de troncos donde la gallina roja siempre pone sus huevos.