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Authors: Laura Gallego García

La llamada de los muertos (14 page)

BOOK: La llamada de los muertos
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Ninguno de ellos vio a la joven vestida de rojo que se materializó frente a la puerta como surgida de la nada. Ella sonrió un momento, se atusó el pelo y entró, sin reparos.

Algunos se volvieron para mirarla, pero inmediatamente desviaron la vista hacia otra parte. La sonrisa de ella se ensanchó. Por muy duros que se creyesen, la mayoría de aquellos hombres sentían terror ante las túnicas rojas de los magos.

—¡Salamandra! -oyó una voz desde el fondo de la sala.

Se volvió hacia allí. Vio a Hugo; estaba bebiendo cerveza y jugando a los dados con un par de tipos de mala catadura. Se acercó a él, sin amilanarse lo más mínimo.

—¿Qué haces aquí? -preguntó él-. ¿Cómo me has encontrado?

—Supuse que no te habrías quedado en el bosque, y vine a mirar en la taberna más cercana. Como ves, no me equivoqué. ¿Y los demás?

—Durmiendo, ¡angelitos...! -dijo Hugo con una sonrisa burlona.

Sus compañeros de mesa parecían incómodos ante la presencia de la hechicera. Esto, lejos de molestarla, divertía a Salamandra. Pero en aquella ocasión no tenía tiempo de jugar.

—Vamos a un lugar más tranquilo, Hugo. He de hablar contigo.

Hugo aceptó, algo reacio a abandonar la partida, sin embargo. Momentos después estaban ambos sentados en un rincón apartado.

—No puedo explicártelo ahora porque es muy largo -empezó ella-, pero el caso es que hay algunos amigos míos que podrían estar en peligro dentro de poco. Y quiero evitar eso, ¿entiendes?

—Más o menos. ¿Y qué tengo que ver yo con eso?

—Una vez me dijiste que conocías a un mago que se hacía llamar Morderek.

—Sí, menudo nombrecito, ¿no crees?

—¿Podrías llevarme hasta él?

Los ojos de Hugo brillaron de una manera extraña.

—Vive lejos...

—No me importa. Si es un lugar que he visto antes podré teletransportarme hasta allí. Y si no, de todos modos tengo medios mágicos a mi alcance para viajar más deprisa.

Hugo se acarició la barbilla, pensativo.

—Muy bien -dijo; sus labios se curvaron en una leve sonrisa-. ¿Cuándo quieres partir?

—Ahora mismo. Despertaré a los demás y...

—No es necesario. Iremos tú y yo solos.

Salamandra tenía prisa, y no puso objeciones.

No tardaron en salir los dos de Los Tres Jabalíes, de nuevo hacia la aventura.

Iris seguía inconsciente en un extraño trance, entre la vida y la muerte; respiraba, y su corazón aún latía débilmente, pero no se movía ni reaccionaba a nada. Nawin la cubrió con la manta para que no cogiera frío. Sus ojos almendrados miraban a la muchacha con una mezcla de miedo y compasión.

—Tú no lo recuerdas porque no estabas allí -estaba diciendo Conrado-. Cuando Shi-Mae vino a la Torre, se trajo un espejo consigo. Ese espejo no era lo que parecía: se trataba de un vínculo con el Más Allá. A través de él, Shi-Mae podía hablar con los espíritus de los muertos.

—Sí, Salamandra me contó algo de eso -asintió Jonás.

—Por ese motivo, Shi-Mae escondió el espejo en una habitación en la que nunca entraba nadie. Pero Salamandra y yo lo encontramos, con la ayuda de Kai. De hecho, yo conseguí abrir el acceso para que Kai hiciese una pequeña expedición al mundo de los muertos.

»Todos sabemos que Shi-Mae se fue poco más tarde y nunca regresó.

Nawin se estremeció al recordar el final de la que había sido su Maestra.

—Supongo que el espejo se quedó aquí -concluyó Conrado-. Con todo lo que pasó después, nos olvidamos de él. Además, la Torre está llena de trastos que nadie sabe para qué sirven. A nadie le llamaría la atención un espejo más.

»El caso es que me temo que, ahora que se acerca el Momento, los espíritus del Otro Lado han elegido el espejo como vía de acceso al mundo de los vivos.

—¿Qué tiene eso que ver con Iris? -preguntó Nawin.

—Necesitan un enlace con el mundo de los vivos, como un puente tendido entre ambas dimensiones para ir aproximándolas poco a poco. Además necesitan la fuerza vital de alguien para atravesar la Puerta de manera definitiva.

—¡La fuerza vital...! -repitió Jonás, consternado.

—Una vez que han atravesado la barrera al mundo de los muertos, los espíritus no pueden volver aquí y quedarse. Necesitan vincularse a alguien, a algo o a algún lugar, ya lo sabéis... Cuando llegue el Momento sí podrán hacerlo, pero en ese primer instante necesitarán un ser vivo al cual aferrarse para cruzar la Puerta. Ahora están sorbiendo su vitalidad poco a poco, empapándose de su esencia. Es una manera de vincularse a ella... todos a la vez.

Jonás se levantó de un salto.

—¡Destruyamos el espejo, pues! Has dicho que podías, ¿no?

Pero Conrado negó con la cabeza.

—No, esto lo cambia todo. Veréis, el alma de Iris está ahora mismo vagando por el mundo de los muertos, unida a su cuerpo por un delgado hilo. Si destruimos la Puerta, ese hilo se romperá, e Iris morirá.

Nawin había palidecido. Jonás se dejó caer sobre una silla, abrumado.

—No puede ser -susurró-. ¿Por qué ella? No es más que una niña...

—Por eso precisamente; tiene más vida por delante y, por tanto, más fuerza vital. Ahora está envejeciendo poco a poco. El proceso se acelerará a medida que se acerque el Momento.

—Pero tiene que haber algo que podamos hacer...

Conrado miró a sus compañeros, indeciso.

—Hay algo, pero no es una salida fácil.

—¿Qué es?

—Seguir las instrucciones de la profecía: yo abriré la Puerta y la mantendré abierta mientras otro pasa al Otro Lado para rescatar el espíritu de Iris.

—¡«Otro partirá en un peligroso viaje, tal vez sin retorno»! -recordó Nawin, aterrada.

Jonás se estremeció, pero no dijo nada. Se acercó al lecho donde yacía Iris, inerte, caminando en la frontera entre la vida y la muerte.

—No tengas miedo, pequeña -le dijo-. Todo se arreglará.

Se volvió hacia Conrado.

—Está bien. ¿Qué he de hacer?

Él lo miró fijamente.

—¿Te das cuenta de lo que te digo? Si abrimos la Puerta, la profecía se estará cumpliendo. Esa profecía también anunciaba la muerte de Fenris y Salamandra.

Jonás se estremeció.

—Quizá deberíamos pensarlo un poco más -dijo Nawin.

—No tenemos tiempo -replicó Jonás, angustiado, y echó una breve mirada a Iris, que seguía yerta sobre el lecho, sumida en la oscuridad.

«Ha llegado la hora»...

La voz sonaba con fuerza y no admitía réplica. A Saevin lo sobresaltó. Alzó la cabeza como movido por un resorte.

«Pero si todavía no es el Momento...», pensó, algo aturdido.

«Pero es necesario que preparemos algunas cosas. Ella no tardará en llegar.»

Saevin se puso en pie, vacilante.

«No irás a echarte atrás ahora...»

Saevin respiró profundamente. Había mucho en juego. Sabía que aquel era el momento más importante de su vida. Sabía que, si seguía a aquel que lo estaba llamando, nada volvería a ser igual.

Pero debía hacerlo.

—No -respondió finalmente, alzando la cabeza con valentía-. No voy a echarme atrás.

La voz calló. De pronto algo sucedió. Frente a Saevin, en el centro de la habitación, apareció algo parecido a una enorme ventana que se abría a... una habitación oscura, apenas iluminada por un fuego en alguna parte. Había algo al fondo, bultos junto a la pared, pero el extraño vaho que flotaba en la estancia impedía verlos con claridad.

—Ven -se oyó la voz con claridad, al otro lado de la ventana mágica; era una voz suave y taimada-. Ven a mí, aprendiz.

—Voy -dijo Saevin.

Dio un paso al frente. Vaciló. Miró un momento hacia atrás y murmuró:

—Adiós, Iris. Nunca te olvidaré.

Avanzó entonces sin dudarlo, hasta que la ventana mágica se lo tragó.

Después desapareció, y tras él solo quedó una habitación vacía, silenciosa, fría.

X. EL ACÓLITO

Jonás abrió de golpe la puerta del cuarto de Saevin y descubrió que él ya no estaba allí.

—Se ha marchado -murmuró-. Maldita sea, se ha marchado. ¿Cómo demonios lo habrá hecho?

Nawin y él habían bajado rápidamente tras sentir una poderosa manifestación de magia en aquel lugar. Sin embargo, tras examinar la estancia, Jonás no vio nada que le llamase la atención. Excepto el hecho de que, inexplicablemente, Saevin había escapado de su prisión mágica.

—No ha podido haberse ido así como así. Tiene que haber algo...

—Si has aplicado a la habitación el hechizo que creo que has aplicado -dijo Nawin-, solo puede haber escapado con ayuda de otra persona, alguien de fuera, que abriese una brecha entre este lugar y cualquier otro.

Jonás se volvió hacia ella.

—Nadie que ayudase a escapar a Saevin sin decirnos nada podía traer buenas intenciones. Parece que otra pieza del rompecabezas encaja en su sitio.

—«Otro será tentado por el mal» -recordó Nawin, pálida-. ¿Qué vas a hacer?

Jonás titubeó.

—No lo sé -dijo por fin-. Si trato de salvar la vida de Iris pondré en peligro las de Fenris y Salamandra -Nawin apreció que no hablaba para nada del riesgo que correría él mismo-. Esa idea me pone los pelos de punta. Pero, por otro lado... no puedo quedarme quieto, viendo cómo Iris se nos muere...

Sus palabras acabaron en un susurro.

Saevin había aparecido en la habitación que había visto a través del corredor mágico. Ahora que se hallaba allí pudo ver que los bultos que había apreciado junto a la pared no eran otra cosa que jaulas que encerraban todo tipo de animales extraños.

—Bonita colección, ¿verdad? -se oyó una voz tras él.

Saevin se volvió. De entre las sombras surgió un mago joven, vestido con una túnica negra. Llevaba el cabello castaño recogido por una tira de cuero sobre la nuca, y sus ojos, de color verde pálido, mostraban una mirada fría e insensible. Por alguna razón, llevaba la mano derecha, que sostenía un pesado bastón, cubierta por un largo guante de cuero negro.

El mago observaba a Saevin con una sonrisa taimada.

—Pero esto no es nada comparado con lo que va a pasar mañana por la noche -dijo-. Tenemos poco tiempo, aprendiz. Hemos de asegurarnos de que te aprendes tu papel para la función...

Saevin no dijo nada. Solo miró al mago con un brillo de fría determinación en sus ojos azules.

—¿No puedes rastrearla con tu magia? -preguntó Kai-. Quiero decir, evocar su imagen en una bola de cristal o algo parecido...

—Si pudiese hacer eso, lo habría hecho ya. No se puede espiar a un mago que no quiere dejarse espiar. Hay contrahechizos, ¿sabes?

Kai cerró los ojos; parecía algo aturdido y muy cansado. El mago lo miró de reojo.

—¿Qué diablos te ha dicho? Estás muy raro desde que has hablado con ella.

—No importa lo que me haya dicho, y no hurgues más en la herida, ¿quieres? Todo esto es muy difícil para los dos.

—Comprendo -asintió Fenris, pensativo-. Si por lo menos hubieses visto al fantasma que está con ella...

—No, no lo he visto.

«Estaba más preocupado por otras cosas», tuvo que reconocer para sí mismo.

—¿Por qué no intentas ponerte en contacto con Salamandra? -sugirió-. Tal vez ella haya descubierto algo...

—Buena idea -aprobó el mago.

Observó con aire crítico la hoguera que habían encendido para calentarse.

—Sí, creo que servirá -dijo.

Salamandra tiró de las riendas de su caballo y se detuvo, perpleja.

—¿Qué pasa? -preguntó Hugo, frunciendo el ceño y llevándose la mano al cinto, por si acaso-. ¿Has oído algo?

—Alguien está intentando comunicarse conmigo.

Sin esperar réplica, bajó del caballo y se inclinó sobre el suelo pedregoso del camino. Alzó la mano, y de ella brotaron llamas instantáneamente. Salamandra las moldeó hasta formar una hoguera que ardía sobre las piedras sin necesidad de leña alguna.

—Estoy aquí -susurró-. ¿Quién me llama?

Enseguida se vislumbró entre las llamas un rostro de rasgos élficos que ella conocía muy bien.

—¡Fenris! -murmuró-. ¿Dónde estás?

—No estoy muy seguro -la voz de Fenris sonaba como el crepitar de mil llamas-. Escucha, Salamandra, le hemos perdido la pista a Dana. ¿Dónde estás tú?

Ella le puso rápidamente al corriente de las novedades. Fenris asentía, pensativo.

—Bien; si no se nos ocurre nada mejor, iremos a tu encuentro y te acompañaremos a ver a Morderek. La corazonada de Conrado me parece muy acertada. Ojalá haya logrado destruir la Puerta...

—Seguro que sí. Probablemente a estas alturas el peligro haya pasado y estemos preocupándonos por nada...

—Me gustaría tener tu entusiasmo, Salamandra.

Ella lo miró con cariño.

—Saldrá bien -dijo-. Tiene que salir bien.

Salamandra apagó la hoguera, y la imagen de Fenris se extinguió con ella. Se puso en pie. Tras ella, Hugo la aguardaba con el ceño fruncido.

—Ya podemos irnos -dijo la maga.

—Aún no -repuso él, y se dio la vuelta para internarse en el bosque; Salamandra oyó su voz desde la espesura-. No tardaré.

—Qué oportuno -suspiró ella, con resignación.

—¿Qué pasa? -replicó Hugo-. ¿Los magos no tenéis necesidades?

El mago negro volvió a entrar en la sala donde aguardaba Saevin; parecía ligeramente molesto.

—Vaya, parece que las cosas se están torciendo un poco -Fijó su mirada en su aprendiz-. ¿Cómo va eso, muchacho?

Saevin, siguiendo sus instrucciones, se había sentado frente a una mesa sobre la cual había un libro abierto, y estaba estudiando las palabras que había escritas allí.

—Bien -dijo con seriedad-. Estoy seguro de que podré aprenderme a tiempo el conjuro.

—Magnífico -aprobó su tutor-. Uno abrirá la Puerta para que el último de ellos la cruce y se haga inmortal, dijo el Oráculo. Y esos somos tú y yo, Saevin. Aunque no lo sepas, tú tienes mucho más poder que ese papanatas de Conrado. Solo tú podrías mantener la Puerta abierta y contener a los fantasmas al mismo tiempo... para que yo cruce el Umbral y me haga inmortal.

Se volvió de nuevo hacia la puerta de la estancia.

—He de salir un momento, aprendiz. Quédate aquí y no toques nada, porque si lo haces, yo me enteraré de todas formas.

Saevin no respondió. Volvió a centrarse en el conjuro de su libro mientras el mago negro salía de la habitación, dejándolo a solas.

Jonás se puso en pie.

—He tomado una decisión -les dijo a sus amigos-, y no me ha resultado nada fácil. Pero quisiera consultarla con vosotros, para saber si estáis o no de acuerdo conmigo.

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