La Llorona (3 page)

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Authors: Marcela Serrano

Tags: #Narrativa, #Drama

BOOK: La Llorona
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Mis hermanos se bañaban desnudos en los ríos y arroyos mientras buscábamos leña, arreábamos las cabras o recogíamos grano. Desde pequeña los comprobé distintos a mí. Sin una sola imagen del cuerpo de mi madre, me parecían bonitos mis hermanos. Una vez quise tocarle su cosa a uno de ellos, pero él me empujó acusándome de degenerada. Mi hermano mayor, en cambio, dijo que era correcto, que aprendiera desde chica, nada de mujeres asustadas de los hombres. Me prestó el suyo. Al tacto era más blando que lo imaginado por la vista. Me gustó. Pero de repente se puso grande y duro en mis manos y lo solté asustada. Todos se largaron a reír. Así es cuando el hombre está en celo, me dijo, para que lo sepas.

De a poco descubrí que sus invitaciones tenían un cierto patrón. No eran impulsivas ni casuales. Nunca un lunes, nunca un viernes. Una noche encontré platos sucios en el lavadero. También un cenicero repleto de colillas y él no fumaba. Le pregunté si tenía otra mujer. No es lo que tú crees, confía en mí. Como no deseaba tiznar la alegría, no hice más preguntas. Pero la segunda vez que se repitió esta escena, a la vuelta de una noche de lunes, aunque no dije nada, él se percató. Culpa de una mirada mía más intensa o de algún ademán ansioso, no lo sé bien, pero me dijo: Me falta el aliento vital, mujer, y sólo tú me lo procuras. No lo olvides. Aquí no hay nadie más que tú. Entonces los sonidos del amanecer volvieron a ser únicos. Y me dijo, despacito: deja que sólo el canto del gallo rompa esta cualidad difusa; si ni los pájaros desean la estridencia, menos debieras desearla tú.

Nuestros amores fueron como los misterios del rosario: gloriosos, gozosos y, cómo no, dolorosos.

Un día hablamos de la rabia. Tú la desconoces, me dijo. ¿Y por qué habría de conocerla? Por ser pobre, me contestó, por ser mujer, por todas las injusticias… Ésas serán tus amigas universitarias, me mofé, no yo.

Algo me decía que teníamos los días contados. Pero no abrí la boca; que los contara él. Mientras tanto, amaba cada momento de la existencia con enorme sinceridad. La vida más tarde me deparó muchos cielos, pero aquél fue el único paraíso. Hasta que, a mi pesar, sus puertas se cerraron. Ya saben, si algo distingue al paraíso es que en algún momento deja de serlo, todos somos expulsados de allí, tarde o temprano.

Partió. No más casa en el campo, no más tibieza en la noche. Una misión, me dijo. Le ofrecí mi compañía. No debo tener ataduras, respondió, ¡somos tan vulnerables a nuestros deseos! Pasaré de ser un hombre reflexivo a un hombre de acción.

Tal acción me excluía.

Me quedé sin él. Se preguntarán si me rompí en dos. Si me traspasó el puñal del dolor. No. Su ausencia fue enorme, enorme, sin embargo, algo extraño reemplazó al tormento. Estaba llena, como la luna. Locamente atada a la existencia. Nada me arrebataría aquello. Era una mujer amada. Sabía que tarde o temprano la vida me mostraría su avaricia, pero confiaba en las reservas que el amor me había dejado.

Cambié de trabajo. Tenía los pies cansados. Y necesitaba un aire nuevo. Tranquilita y sentada. Me fui a una tienda donde todo era lindo. Agujas, hilos, botones de perla, encajes, borlas de colores, tiras bordadas, palillos. Nada tan pulcro, sólo un pequeño comercio de barrio. Era fragante. Es que no se tejía con maíz frito ni con ajo ni con cebolla. Su dueña, una viejecita buena persona, se había quebrado la cadera. Inmóvil en la caja, yo vendía. Tres años estuve a su lado y la convertí en una abuela postiza. Sólo partí de allí para casarme.

Sin enfado respiraba cada mañana. Trabajaba y también reía. Pero los hombres, oh, los hombres: bandadas de pájaros iguales. Toda pasión agotada. Me puse casera. A veces me quedaba en casa de mi vieja. Ella había cosido para familias ricas durante treinta años. Tenía historias de nunca acabar. Atisbé otras existencias, otras mujeres. Escucharla era mejor que las novelas de la tele. Así comencé a saber de los ricos y sus costumbres. Me los imaginé. Había algo en ellos que me parecía insultante. Claro, algunos eran sólo ostentosos y ésos dolían menos. Recién entonces caí en cuenta de que el mundo era duro. Era muy duro.

Y fue esa dureza la que me obligó a tomar una decisión: terminaría mis estudios. Como fuera. De noche, aunque nunca más durmiera. Así estudié la secundaria, con enormes sacrificios. Trabajaba durante el día, partía corriendo a clases y de noche estudiaba. La abuela me ayudaba, hacíamos juntas las tareas cuando la tienda se quedaba sin clientes. Entré a un plan especial para trabajadores donde se hacían dos años en uno. No veía a nadie, no salía más que de vez en cuando, aislados mis cuadernos y yo. No pienso hacerme pasar por alguien que no soy: les confieso que las vi verdes. Me costó. Lo único que me salía fácil era la gramática. Todo lo demás me hacía sudar, especialmente la química y la física. La historia me gustó. También el pedacito de filosofía que pasamos, era una forma tan digna de recordar a mi príncipe. Así, al cabo de setecientos veinticuatro días, recibí mi diploma, ¡qué orgullo, mamacita! Pasaba a ser una mujer educada, quizá la única campesina de todas las hectáreas de la hacienda. Hicimos una fiesta con la abuela para celebrarlo. (Y fue allí donde conocí al hombre con el que me casaría.) Corrí al campo a mostrarlo, toda la familia debía regocijarse conmigo. Y mi felicidad fue aún mayor cuando me enteré de que grandes poetas no habían llegado a la universidad: esos grandes poetas tenían el mismo nivel de educación que yo. (Más tarde, ya casada, pensé: ¿y de qué me sirvió tanto esfuerzo?, ¿cómo es la cosa?, ¿son los estudios o las oportunidades las que faltan? Fue sólo en mi segunda vida —para la que aún faltaba un poco— que los estudios se vieron recompensados.)

Y a propósito de los amores: un cierto tipo de olvido es inevitable. Cuando se es joven, al margen de la voluntad, los huesos se recomponen. La carne sale del fango y se alienta. Recuperé mi donaire y volví a bailar como un demonio hasta el alba.

Capítulo 4

D
esperté a la realidad y miré a mi madre en el fogón. Se afanaba con el pan y las tortillas. Le dije: mamá, tuve un amor antes de casarme. Me miró seria. Guárdalo para tus sueños, no para tu madre, me respondió.

Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, ella nos enseñó que los sueños debían recordarse para que no quedaran dentro del corazón formando nudos que luego provocarían dolor. Uno de mis hermanos tenía unas pesadillas horribles. Cuando gritaba dormido en la oscuridad, mi madre nos despertaba a todos y nos daba infusiones de hierbas mientras él contaba lo que había soñado. Funcionaba como una sanación. De tanto hablar de los sueños, no fue más acosado por las pesadillas. Más tarde aprendí que una parte escondida de nuestra cabeza acumula recuerdos y los transforma, como en una obra de teatro se transforman los actores.

Volví a soñar esos días en mi cama de la infancia. Celebrábamos una fiesta en el campo. Una trilla: los caballos, el trigo, la era, las máquinas trilladoras, la música en la radio a todo volumen. Yo era pequeña y quería bailar pero nadie bailaba conmigo. De repente, se me instaló la rama florida de un árbol entre los brazos y me llevó por los campos bailando. Luego se convertía en un animal raro, después en muchos animales, uno tras otro me guiaban bailando y hasta hoy recuerdo la felicidad de ese momento. Confusamente me conducían ante un grupo de personas, todas formadas frente a mí. Era un verdadero tribunal, gentes de todas edades y colores. Adelante se sentaban unos viejos muy viejos y hostiles que me miraban mal. Nadie me conocía, nadie me defendía de las acusaciones. Alguien me acusaba de puta y yo lloraba porque me querían condenar a muerte. Apareció entonces una mujer rubia, me tomó en sus brazos salvadores para luego tirarme por un precipicio largo y nublado. Mientras caía lentamente desperté.

Mucho tiempo después comenté con un médico este sueño. Me habló en difícil —culpas sexuales, odio de clases—, mucha palabrería. Pero yo tenía otra idea, que nacía del sabor que me dejó el sueño: mi nostalgia por el campo perdido. Siempre vi la ciudad como un abismo. Es cierto que, al contar un sueño, no se habla de sus sabores, de la parte de la lengua donde se posan los sueños al despertar. También es cierto que una se enamora del que no debe. El doctor sabía del alma de la gente y yo apenas de la mía. Pero cuando se es campesina como yo lo soy, la gente de la ciudad no imagina los silencios y los olores y los sabores de la mañana y el calor del mediodía y los potreros enormes y su sensación de infinito. Se lo dije entonces al doctor: si usted quiere entender esta tierra, tiene que vivir y conocer el campo. Porque de ahí venimos todos. Ahí nada es igual porque todo es distinto, nada más. Seguro que el doctor me encontró tonta. Es que sus palabras no me conmovían porque se estrellaban contra mis propias imágenes, tan arraigadas desde siempre en las pupilas.

Lo único que de verdad conozco es la tierra que me vio nacer.

II: Olivia
Capítulo 1

A
l cabo de un tiempo, hube de dejar el campo. Volví al pueblo, sólo porque había que volver, porque el marido me quería en casa. Con la vista fija en el sendero de polvo que me alejaba pensé que mi único deseo era revolearme en la tierra como esa gata fresca, la de mi madre, rascándose con las raíces del árbol, el de la esquina del huerto. Sentí que dependía de la naturaleza, que en sus manos estaba desentrañar mi humilde existencia.

Mi actividad durante el embarazo consistió en cuidar a un par de mellizos en una casa grande a la salida del pueblo. Luego, cuando ya estaba muy gorda y pesada, ayudé a mi cuñado en su negocio de zapatos, un remendero. Para eso terminé la secundaria, dirán. Me lo dije a mí misma cuando volvía en el bus, a medida que se levantaba el polvo del camino. Nunca más, me repetía: nunca más. No quería volver atrás. Si ya no tenía el vientre ocupado, mejor me mataba trabajando, que para eso soy buena. Pero haría del
trabajar
algo contundente.

Pensaron en el pueblo que iba a quedarme tranquila. Yo no quería más hijos, más sexo, más casa, más nada. Apenas mantenerla limpia y cocinar caliente una vez al día. Simultáneamente mansa y loca, mi
tranquilidad
consistía en lo siguiente: cada mañana, sin que el marido se enterase, cocinaba en mi casa pastelillos baratos, hacía litros de café y con el termo y el canasto partía en el autobús. Como un centinela me paraba frente al hospital a las tres de la tarde: la hora del cambio de turno. Fui haciendo amistad con las mujeres de allí, algunas jóvenes como yo, otras viejas como mi mamacita, todas trabajadoras del lugar. Enfermeras, auxiliares, aseadoras. Quería ganarme su confianza para luego investigar mi caso. Alguien debía de saber
algo.

Claro que eran ajetreados mis días. Viajes de acá para allá vuelta para acá. Me informé en la municipalidad de cuanta fundación u organización en defensa del niño existía. Las recorrí una a una, la ciudad al lado de mi pueblo —a la que no me gustaba ir— y las demás. Gastaba cantidades de dinero en locomoción, debí visitar a mi abuela postiza y hacerla mi cómplice. Ella me pasaba las monedas, nadie se enteraba. Así emprendí el camino, a la gloria y al calvario, de vuelta a la gloria, siempre en movimiento continuo, como el azar, como la vida.

Me valió ser inteligente y avispada desde chica: concluí muy pronto que había dos caminos para mi niña. O fue entregada en adopción o la vendieron para tráfico de órganos. Supe de las redes de países ricos que roban niños en los países pobres. Los nuestros se prestan para ello, pagan bien. Y es fácil: tanta parturienta ignorante en hospitales perdidos, ¿por qué no?

Pero no fue mi buena cabeza sino la fortuna quien me encaminó a aquella ONG —una de las tantas a las que me condujo la ansiedad de información— donde un ángel de la guarda vino a acompañarme porque estaba yo muy sola.

Tomaba un tecito —alguna alma buena me lo había brindado porque andaba un poco mareada— cuando entró al local una mujer que parecía afuerina. Se la notaba apurada, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y calzaba zapatos de taco alto, los que usan las personas que no andan por la calle. En un determinado momento, al cruzar el pasillo justo frente a mí, se tropezó con un ladrillo que sobresalía en el piso y se vino abajo. Fue una caída suave, no sé cómo lo logró, adelantando quizá un brazo para protegerse. De inmediato acudí en su ayuda. Enderezando el cuerpo, me miró, luego miró enojada el taco roto de su zapato. Mierda, dijo y repitió con más énfasis, ¡mierda! No sabía qué hacer o cómo seguir su camino. Por puro atenderla, ofrecí arreglárselo. Había aprendido un par de cosas con mi cuñado zapatero. La mujer me alargó el dinero y en un santiamén volví con el pegamento, lo vendían ahí mismo, en una esquina de la plaza. Mientras esperábamos que pegara, iniciamos conversación. Era abogada, trabajaba en una empresa importante, vivía en la capital y era soltera. Todo eso lo supe en pocos minutos. Siendo mujer tan alta, seguro que nunca encontró un hombre de ese tamaño para casarse. No daba la impresión de ser una persona en extremo amable, como si no estuviera dispuesta a perder tiempo en fruslerías, nada alambicada y su voz un poco ronca. Se interesó de inmediato por mi caso. Al partir, con el zapato bien puesto, me dio su teléfono. Y casi corriendo, ya en la puerta, me dijo: ¡Ah! lo olvidaba: me llamo Olivia.

Un lunes cualquiera, mientras vendía mis pastelillos a la salida del hospital, vi salir de sus puertas a una pareja que lloraba. Los hombros de la mujer, un despojo. Se alzaban muy tensos y bajaban con brusquedad. Le entregaba al cuerpo todito el espasmo hasta dejarlo arrastrado. El llanto del hombre era seco: desembocado pero sin lágrimas. Inventaba para su brazo una fuerza eléctrica que protegiera a su pareja. Sin soltarla. El corazón mismo me hizo ir donde ellos. Su hijo de un mes acababa de morir. Ante la ausencia de sus padres, lo incineraron. Historia conocida. Vivían lejos, no podían acercarse cada día al hospital. Al menos les dieron una caja con cenizas. La sospecha ya los cercaba sin necesidad de agregar la mía. Les invité a café de mi termo y nos sentamos en un banco de la plaza. Eran gente despierta. Y agrandaban los ojos cuando había que hacerlo. El nombre de la mujer era Jesusa. Acordamos encontrarnos allí mismo dentro de cinco días. Por primera vez supe hacer algo concreto: llamé a la del zapato roto.

En el día convenido, aparecimos Olivia y yo. Al saludarnos, levantó un pie, ¿viste?, me dijo y rió enseñándome la suela lisa. Sin tacones esta vez, llegaba cargada de papeles y estadísticas. Todo el
supuesto
historial del hospital. Número de niños muertos, diagnósticos en los certificados de defunción, entregas de cadáveres, entregas de cenizas. Me admiró su eficiencia. Nos fuimos a un café —ya no sentados en un banco de la plaza— junto a la otra pareja y los cuatro urdimos un plan.

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