Allí convivían las locas locas y las locas presas. Yo pertenecía a esta última categoría. A diferencia de la cárcel, a las presas locas no nos separaban en celdas. Dormíamos todas juntas en un extenso dormitorio. Éramos treinta mujeres. Treinta camas que algún día fueron blancas. Las tiñó el tiempo, supongo, y la apatía. Al fondo, los baños: unos agujeros con agua corriendo. Ni siquiera había una puerta que separara la noche de ese olor.
Había también una sala, sólo para nosotras. Igual estábamos enjauladas, una reja nos separaba del resto del edificio. Pero los gruesos barrotes pasaban a ser innecesarios por la indiferencia de las pacientes, ¿escapar?, ¿adónde, cómo?, y lo peor: ¿para qué?
Cada mañana nos despertaba un timbre. En manadas hacia las duchas de agua fría. Ay, parecía un desfile del descuido y del horror. Tanto abandono sobre esos cuerpos deformes, como si no importaran, como si sobraran. Había promiscuidad. Algunas se manoseaban y reían, murmuraban obscenidades, se mordían los pechos entre ellas. Entre carcajadas y groserías se tocaban los genitales unas a otras, la sexualidad sólo como un instinto primario.
Luego venía el desayuno. Había un comedor cuyo uso compartíamos con las otras, las locas. Con distintos horarios, nos topábamos al salir y al entrar. (Perjudicadas como nosotras, sólo que más abandonadas.) Lo custodiaban las celadoras. Feas las viejas, fibrosas como mujeres despiadadas. La comida era la vida y las internas la robaban. Todo desaparecía, el pan, el plato de la vecina o el té de la más lenta. Una guerra cada comida. Una vuelta a la selva. El alimento era malo y hediondo. Bajé cuatro kilos las dos primeras semanas. Seguí bajando lentamente, a pesar de los paquetes que me enviaba la organización. Las galletas de mantequilla de Olivia, las mermeladas hechas por Jesusa, las tortillas de Flor. Me lo robaban todo. Yo las dejaba hacer, total, era la única que estaría allí sólo seis meses. Las otras iban desde quince años a cadena perpetua. Yo era la excepción porque no estaba loca. No necesitaba medicamentos. Algunas los afanaban, vaciaban frascos de pastillas para llenarse el corazón. En mi caso, manejaba yo misma los sedantes que me daban. Los de la mañana, los botaba al agua corriendo. Los de la noche sí los tomaba, para dormir en medio de tamaño ruido. Llantos, peleas, gritos, paseos. Para algunas, la noche y el día se diferenciaban sólo por una camisola. Porque, no me lo creerán, también nos vestían. Para no agredir a nadie con la ropa, ni a nosotras mismas. De día, unas camisas largas de franela, de un celeste incoloro como el cielo más olvidado. De noche, unas camisas de algodón amarillas, no del amarillo oro que tanto me gusta sino de un amarillo sucio, como un color que no alcanzó a ser y quedó botado en el camino. Podíamos guardar sólo un chaleco por paciente. Me moría de frío. Las otras no. Por vez primera se me ocurrió que la temperatura del cuerpo estaba conectada con la lucidez mental. Siempre se estaban desvistiendo. Ya en cueros, hablaban solas o insultaban a los muros. Nadie padecía de resfrío. El único fue el mío. Se pegó a mi cuerpo como amante celoso. La tos y el romadizo me agotaban.
Por reglamento, debíamos salir al patio cada mañana. Tomar aire. Hacer un poco de ejercicio. Pero las carceleras eran reacias: que el clima, que un castigo, lo que fuera para eludirlo. Bueno, después de todo, resultaba atendible, manejar a las treinta pacientes juntas no era sencillo. Un par apenas podía caminar. Algunas se negaban a dejar sus camas, otras a vestirse. Entre nosotras la desnudez no importaba, pero afuera era otra cosa. Muchas de ellas divisaban el patio de los hombres y comenzaban a
actuar.
Abrían las piernas y los llamaban a gritos. Se descubrían los pechos. O se besaban entre ellas. Por decirlo de alguna forma: perdían la compostura. Una se tendía en los adoquines, se tiraba de la ropa y lamía las piedras. No había forma de volver a ponerla en pie. Otra se echaba al suelo de espaldas y dale y dale con revolcarse, de un costado primero, luego del otro. Como un cachorro en el jardín. Aunque allí el pasto no crecía. Ni una brizna.
En las mañanas hacíamos terapia en grupos de diez. Consistía en sentarse con una enfermera a coser las sábanas del hospital.
Terapia
porque nos mantenía ocupadas y porque nos daban un té a media mañana. Trabajo forzado, dije yo. Pero ninguna me escuchó. Se podía decir cualquier cosa, nadie contestaba. Una vida de puros monólogos. Al principio yo callaba, segura de que si una habla es para ser escuchada. A poco, empecé a copiarlas. No estaba mal, se podían decir cosas que ni sospechaba haberlas pensado, y resultaba un alivio. En ese sentido, era una prisión llena de libertades.
En las tardes permanecíamos en el pabellón hasta la hora de la cena, que era muy temprana. Antes de que se pusiera el sol. Lo que más cuidaban allí era la electricidad. Había una televisión en la sala. Nos permitían verla por dos horas después de la cena. El canal estaba fijo para evitar disputas. Siempre mostraban una telenovela y luego el noticiero. La más hipnotizada por la telenovela era la enfermera de turno, no se perdía palabra, ni un motín la habría despegado de la pantalla. Algunas internas, las menos dañadas, también la seguían. Casi siempre trataban de mujeres marginales que lograban triunfar. Cada una, a su manera, se identificaba. (Ay, mamacita, ¿no alcancé yo también a ser una de ellas?, no lo había pensado.) Los primeros días trataba de poner atención a las noticias, para sentir que había un mundo más allá del mío. Al anochecer, nos forzaban a meternos a la cama.
Lo que más me enloquecía era el olor.
Ese olor.
Y lo que más me mortificaba era la falta de silencio. Todo era estridente o gutural. No existían los tonos normales o las noches calladas. Siempre ruido, voces, gritos, agresiones, risas. Eso era la locura: la falta de silencio. Diré algo evidente: me sentía muy sola. Tenía miedo. De todo. De que me tocaran, de que me pegaran, de acostumbrarme. Y la pena. La pena era profunda porque lo había perdido todo.
Permitían visitas una vez a la semana. Traspasábamos la reja y nos metían a una sala grande y helada con piso de linóleo jaspeado verde y gris, con algunas sillas de metal esparcidas y con olor a medicamentos. Sólo media hora: la medida para no trastornar a las visitadas. El marido no iba a verme. A veces llegaba mi suegra, comprensiva y con gotas de cariño antiguo pegadas al abrigo. Un día me dijo que su hijo se iba a separar de mí. Que nunca lograríamos armar juntos una familia. Mi cuñada, más habladora ella, me contó que andaba con otra. Una mujer muy compuestita. Que se casarían. Averigüé si vivía en mi casa, en nuestra casa. Sí. Y que la traspasaría a su nombre, yo no era persona ante la ley. Pensé en la palma del jardín, mi único árbol y lo olí.
Mi abogado era uno de la organización. Podía verme en cualquier horario. Estaba muy contento de su logro: haber cambiado la cárcel por una breve estadía en el hospital psiquiátrico. Le preguntaba a veces si era bueno quedar catalogada como
loca.
Me cerrará muchas puertas, le decía. Menos que la de una condena regular, contestaba él: la insanidad puede ser temporal, la inclinación a delinquir es más permanente. Me consolaba con esas reflexiones. Más bien, trataba de consolarme. Yo, en respuesta, sonreía. Para no olvidar que la boca también servía para eso.
Nadie estaba protegido. El director de la institución era un viejo alcohólico. Llegó allí por castigo: o el psiquiátrico o la renuncia a la salud pública. Los otros dos médicos, unos sádicos de primera, actuaban a mansalva. Ante una protesta: camisa de fuerza, tranquilizantes a la vena. Y ya. La única presencia sana era la de los médicos jóvenes que estudiaban psiquiatría y hacían pasantías en el hospital. Ellos nos tomaban en serio y nos escuchaban sin castigarnos. Al llegar, yo me equivoqué. Pensé ese lugar como mi organización, como el mundo grande en donde se denunciaba, se ganaban peleas, se ejercía la valentía, se buscaban alianzas. Nada. Todo inútil. Todo inmóvil.
Sin embargo, yo sí estaba protegida. (A veces hasta me avergonzaba tanto privilegio.)
Lo supe a los pocos días. Temprano en la mañana hacíamos la cola para entrar al comedor. La carcelera nos contaba una por una. De pronto escuché una voz conocida. Sentí algo tibio adentro. ¿Todo bien por aquí? Era el tono seguro de alguien bien plantado. Elvira, la enfermera que conocí en casa de Olivia. Recordé entonces cuál era su trabajo. Buen porte, alba la blancura de su uniforme. Tan fuera de lugar en ese entorno. ¿Y es ésta la nueva interna, la del escándalo?, preguntó a la carcelera. Me tomó del brazo, me sacó de la cola y con aire de superioridad avisó que necesitaba un par de palabras conmigo. Con cara de póquer. Le seguí el ejemplo. Partí con ella como si nunca la hubiese visto.
Estoy apurada, me dijo cuando quedamos fuera del alcance de las demás. Trabajo en el pabellón opuesto, en el de los hombres. Dos edificios más allá. Soy la jefa pero igual no tengo razones para venir donde las presas. Entonces me llevó a una pequeña sala desconocida, en el mismo piso de mi pabellón, a un metro de la famosa reja. ¿Ves este teléfono? Se conecta directamente con las otras jefaturas. Úsalo sólo en caso de emergencia. Yo velaré por ti, ni te darás cuenta. Me daré unas vueltas cuando pueda.
Me pasó una barra de chocolate, la escondí en los calzones. (Más tarde, la devoré bajo las sábanas, siempre tenía hambre.)
Eso fue todo. Me dio un abrazo y partió.
M. era una mujer muy gorda que dormía a dos camas de la mía. Quizá la más extraviada de todas las internas. Quemó su casa y en el incendio murieron sus padres. El Estado la condenó a veinte años. Era ella quien traía las toallas cada mañana, que en verdad no eran toallas sino retazos de género áspero. (Donación de alguna fábrica textil, seguro. O peor, la compra del hospital a algún astuto que las vendía por toallas y se ganaba la diferencia.) M. era obediente y forzuda, cumplía su tarea sin hablar ni equivocarse. Si le preguntábamos por ella, no tenía la menor idea. Curiosa la mente humana: hacer tan bien un trabajo que no se sabe que se hace. Un día, en un control de rutina, apareció embarazada. Por más que se investigó, nunca se averiguó quién era el padre. Alguien que estuvo con ella entre el pabellón y las toallas. Le quitaron su trabajo y la encerraron. Como si fuera su culpa. Nosotras olvidamos el embarazo porque era tan gorda que no se le notaba. Una noche, sentí un llanto de recién nacido. Pensé que otra vez me entrampaba en las pesadillas con mi niña. Como el llanto persistió, me levanté. M. se revolcaba en un charco de sangre. En el hoyo del WC, un bebé. Era un niño grande y fuerte, rosadito y llorón. Actué por puro instinto. Corté el cordón con mis dientes para apartarlo de la madre totalmente ausente. Ya con el niño a salvo, me puse a gritar como una desquiciada. Nadie me escuchó (más tarde fue despedida la celadora de turno). De noche no había médicos y el hospital más cercano estaba a unos diez kilómetros. Usé por primera vez el teléfono escondido. Elvira llegó. La guardia, después de ella. Como un milagro, todo se resolvió en sus manos. Salvaron a M. y al niño. (Quisiera adoptarlo, le dije más tarde. Ni lo sueñes, respondió, no te aceptarán como madre.)
Cuando ya hubo partido la ambulancia, aprovechando el silencio de la noche, salí del piso por primera vez. Crucé la reja. Elvira me condujo a una salita lejos del pabellón. Nos sentamos en un sofá mullido. Me dio un café cargado, qué alegría, acceder a una de las cosas maravillosas de la antigua vida. Y nuevos chocolates (para la energía, me dijo Elvira, y para el placer, respondí).
Elvira quería saberlo todo sobre mí. La historia ya había recorrido mi estómago, se acercaba a la garganta, lista para ser expulsada.
Estábamos en un hotel de la capital. Nuestra institución recibiría un premio. Conmigo, dos médicos que investigaban el comercio de órganos. También un escritor sueco que recién publicaba un libro sobre el tema. Yo, sorprendida y contenta con toda la novedad que me rodeaba. Esta vez no nos premiaba una organización de mujeres sino un periódico inglés y una fundación europea. Era la primera conferencia que daban en el continente. Al costado del escenario, conversábamos entre nosotros minutos antes de dar inicio a la ceremonia. Entonces vi pasar a mi lado a una señora elegante, rubia y de tacones muy altos. Vestía enteramente de café claro. De
beige,
como dicen. Llevaba a una niña pequeña tomada de su mano. Caminaban en dirección opuesta a la mía, pude mirarlas un rato. Lo primero fue un sobresalto. La niña era la copia del único retrato de mi infancia que había en casa de mis padres. Para una Navidad, vino un fotógrafo de la ciudad y mi padre hizo retratar a cada uno de sus hijos. Más tarde recibimos las fotografías retocadas con color, transformadas en cuadros muy vivos. Fue una fiesta para nosotros, una obra de arte, una cosa única en nuestra historia infantil. Esos cuadros cuelgan de las paredes de nuestra sala desde siempre y para siempre. Durante las horas muertas de nuestros inviernos yo me miraba. Me contemplaba pensando lo linda que era entonces, más linda de lo que nunca fui después. Era demasiado conocida la imagen, no requirió ningún esfuerzo traerla a la memoria. Por eso, cuando vi en la niña el retrato de la sala de mi casa, fue como verme a mí misma. Así de claro, así de rotundo.
Sentí una enorme sorpresa. Sí, sólo sobresalto y sorpresa al principio. Después pude pensar. Al menos, eso creo. La niña era igual a mí y tenía la edad de mi hija muerta o desaparecida. Cuando ella nació, los pocos parientes que alcanzaron a verla se rieron del marido. Que aquí no había padre, dijeron, pura madre. Eso también lo recordé en esos instantes.
Me quedé inmóvil. Luego, fue como si una hecatombe me pulverizara. Y una convulsión me agarrara el cuerpo. No recuerdo haber vuelto a escuchar las voces de mis compañeros. Ni haberlos vuelto a ver. Todo se me enfocó: el respirar, la vista, el oído, el latir del corazón. Y no pensé más. Corrí y la tomé en mis brazos. Recuerdo aún su olor fresco a niña limpia.
La señora rubia se distrajo un instante saludando a alguien. Cuando reaccionó, yo salía con la niña abrazada. Cerca ya de la puerta lateral. Entonces oí un grito. Dos hombres recién aparecidos se apoderaron de la niña. Y de mí. Hubo un enorme revuelo. Aturdida, sentí con mucha fuerza el desgarro cuando me la quitaron. Perder ese olor y el calor de su cuerpecito. Me la robaron nuevamente, eso pensé. Y reaccioné como una leona herida. Alguien me inmovilizó. Vi la cara de la niña que lloraba y gritaba mamá. No lo resistí. Me puse a aullar como una demente. Del más puro dolor.