Partí a la tele preparada y con el miedo un poco disminuido por las prácticas, pero sólo un poco. Ya en el aire, con las luces y las cámaras sobre mí, la ansiedad comenzó a evaporarse hasta que se fue volando. Y si me apuran, diría que me gustó estar ahí. ¡Eso sí que no lo habría imaginado! Llegué a parecer uno de esos políticos que saben decir las cosas, pero la verdad es que ni lo pensé, las palabras me salían de adentro, a borbotones que no intenté frenar. Mi gran logro fue decir cosas lindas y conseguir la atención de medio país —era un programa importante— para que más tarde nos abrieran las puertas. Esa noche probé por primera vez la champaña. Celebramos como Dios manda Elvira, Olivia y yo. Entre trago y trago le expresé a Olivia mis sentimientos: que sin ella, esta organización que yo ahora presidía sería inexistente. Sin ti también, me respondió y volvió a llenar las copas.
Una de las cosas que me asombra y me duele de este continente, me dijo Olivia un día, prendiendo un cigarrillo, con ese gesto que se le ponía en la cara cuando hablaba de temas serios, es que, desde siempre, todo se desvanece. Las cosas y las personas. Mira este invento de las dictaduras militares, de los presos políticos desaparecidos. Y antes, la eliminación de los pueblos originarios, de los insurgentes en las guerras de la independencia, de los mineros y los obreros en las primeras huelgas. Y ahora, hasta los recién nacidos. Siempre se desaparece en este continente.
Bordándolo, una araña tejió cuidadosamente el encuentro entre tú y yo, me dijo Olivia un día, ¿o creíste que fue sólo el azar?
Me alojaba esa noche en la capital en casa de la madre de Olivia que, desde su confinamiento en el dormitorio, gustaba de saber su casa habitada, que alguien emplee y disfrute tantos metros cuadrados, solía decir. Le hacíamos compañía, sentadas en unos coquetos sillones color palo de rosa alrededor de su cama, cuando Olivia miró la hora en su reloj y se levantó dispuesta a partir. La acompañé al primer piso. Ya en la puerta de calle, con el abrigo en la mano, pareció cambiar de idea. ¿Sabes?, no pienso asistir a esa reunión, vamos, hagámonos un café, dijo, y nos instalamos en la mesa de la cocina. Encendió uno de sus inevitables cigarrillos.
Sin yo saberlo, al hacerla partícipe de mi historia con el príncipe le había dado cuerda a un mecanismo secreto que giraba dentro de esa cabeza rápida y un poco acelerada.
Entonces habló de la araña y del azar.
Y se sumergió en un largo relato.
Sucedió en los tiempos universitarios. Cuando las niñas bien se encontraban por fin con el otro lado, dijo con sarcasmo. Abriendo los ojos al mundo, lo vi. Era tan guapo, tenía los ojos negros más negros del universo. Su familia era campesina, como la tuya, pero su biografía era más cruel, más hambrienta, más helada. Vino a la ciudad para hacerse un porvenir pero le faltaban los instrumentos para forjárselo. Pensé que quizá con mi ayuda lo lograra. Entre mis estudios de Derecho y la efervescencia política, me dediqué a él. Deliciosa dedicación. Utilizó mis ojos para leer, mi mano para escribir, hasta que se los apropió. Pero, hiciese lo que hiciese, lo envolvía una suerte de desamparo. Le hablé por fin de los sindicatos, algo que atajara su vulnerabilidad. Que lo protegiera. Le enseñé los códigos del trabajo, si se convertía en un dirigente gremial no se lo llevarían por delante. Se organizó entonces una huelga general, no sé si la recuerdas, marcó un hito importante. Miles de trabajadores en la calle, sólo dos muertos. Uno de ellos fue él. Asesinado en mis propias narices, por culpa de los elementos que yo le había dado. Su mundo no me pertenecía, yo sabía de antemano que él nunca saldría de allí, pero insistí.
Luego de aquello, puse la máxima distancia posible entre mi país y yo. Me fui a Estados Unidos a hacer el posgrado. Nunca me he recuperado, soy una viuda, ¿sabes?
A veces lo veo a él en ti.
Somos un juego de espejos tú y yo. Tenemos una historia similar pero invertida. Un raro reflejo, ¿verdad?
Viví toda esa etapa rodeada de mujeres. Y como si todas cupiésemos en un gran abrazo, me sentía protegida por ellas. Pero a medida que avanzaba en mi vida pública, temí emprender una larga despedida: nunca encontraría a mi niña. A pesar de que el juicio contra mi hospital iba viento en popa y comenzaban a ventilarse los trapos sucios, no lográbamos dar con pruebas concretas y eficientes para el tribunal. Era nuestra palabra contra la de ellos. Nunca reconocerían el robo. Me preguntaba si estaría creciendo bien mi niña, si vivía de rica en casas como las que habíamos visitado con mi organización. Si sería una de esas niñitas que nos miraban extrañadas a Jesusa y a mí porque nos sentábamos en el salón con su madre pero sin pertenecer, de forma evidente, a esos salones.
Ya no lograba sentir sus manos, como si su calorcito de cachorro hubiera partido para siempre.
Y
ustedes se preguntarán, con justa razón, ¿y el marido?
Como era de esperar, se enojó. No le gustaba esta nueva vida mía. Ni él ni la casa eran ya lo más importante. Un día, corregía yo un documento sentada sobre la hierba del jardín, bajo la palma, cuando lo sentí. Se acercaba por detrás. Amenazante, sí. Pero sin machete ni cuchillo. Con las dos manos agarró mi cabeza. Me tomó del pelo, lo tiró hacia atrás con fuerza y dijo: Abre los ojos, estoy con otra, tú ya no me sirves.
Tenía razón. No me importó.
A veces no llegaba. Pero nunca me dejó del todo sola. Que yo era loca, sí. Pero también valiente.
Lo conocí mientras trabajaba con mi abuela costurera. Pertenecía al grupo de amigos de su sobrina. Eran gente de ciudad, pobre pero educada. Distintas de mí. Con vicios urbanos desconocidos hasta entonces. Vislumbré el empuje de la competencia brutal, la necesidad de surgir, las ganas de emerger, la rabia frente a los ricos. Eso ocurría poco en mis tierras. Siendo modesto, vivía mejor que yo. En su casa, los platos para comer eran todos iguales. Festejaban los cumpleaños y cualquier aniversario. Bebían licores. Bailaban. Decían bromas de tono subido frente a las mujeres. Eran más cariñosos y expresivos. Tenían más alegría que nosotros. Como si sus vidas fueran más cortas. La exprimían.
Él era un mujeriego. Y un buen mecánico. Había estudiado en la escuela técnica. Un trabajador especializado, con sueldo y sin ganas de casarse. Bailaba como los dioses. Se enamoró de mí porque me vio con el corazón tomado. No sabía de negativas. Me buscó, me persiguió, me festejó. Yo le dije un día que si se casaba conmigo, yo aceptaba ser su novia. Me dejaría besar y apretar. A los tres meses nos casamos. Lueguito estaba yo embarazada. Fue una buena cosa. Sería un buen padre. Era apegado a la familia, creía en ella. Y a mí, la familia me hacía falta. Me casé porque me gustó. Y porque ya era hora. Nunca lo amé como al príncipe pero lo amé. Nadie puede tener dos paraísos en una sola vida aquí en la tierra. Más tarde vi que la mayoría de las mujeres no alcanza a tener ni un cuarto de paraíso y yo tuve uno entero para mí. Era afortunada.
Nunca me arrepentí de haberme (asado.
Bailarines los dos, éramos los mejores. Ganábamos los concursos del barrio, lo pasábamos bien. Me contentaba hacer vida de mujer joven, una novedad. Embarazada, seguí bailando los sábados. Pensaba que mi niña sería bailarina. Su gente me aceptó sin restricciones. Me quisieron por dos cosas: por alegre y por agradecida. Que no me quejara de nada y no me peleara con nadie les gustó. Mi suegra era una mujer especial, daba la impresión de venir de otro lugar. Alguno más refinado. Se casó mal, decían sus hermanos. Pero adoraba a su viejo, lo acompañaba en todo. Y le gustaba leer. Se impresionó al ver mis libros, no los esperaba en mis manos. En nuestro medio se leía poco, muy poco. Bueno, nunca le conté de dónde procedían. Se los fui prestando, uno a uno. Luego hablábamos de ellos. Ni el suegro ni el marido se acomplejaban, les parecía incluso gracioso que leyéramos, cosa de mujeres. Hasta nos pedían opinión cuando en la tele se hablaba en difícil.
Eran muy católicos. Nunca les confesé la confusión que animaba mi cabeza. Un día me enseñaron imágenes, debía elegir algún santo para rezarle. Me quedé con una virgencita negra de mantos largos y llenos de brillo. Como un diamante. Ella fue siempre mi preferida.
Sólo una vez se vieron con mis padres, para la boda. Desde el tren, llegaron en un taxi que les pagó el marido. Asistieron a la iglesia y a la fiesta como pollos en corral ajeno. Pero ahí estaban, firmes y arregladitos, para desposar a su hija. Sólo yo sabía el tremendo sacrificio que hacían. La noche de bodas la pasé con ellos, partían de madrugada a la mañana siguiente. Los suegros y el marido se rieron de mí por esto pero respetaron mi decisión. No podía dejarlos solos en una casa extraña, eso sí que era mucho.
Cuando empezaron las dificultades, ellos fueron buenos conmigo. En medio de una fiesta familiar el marido dijo que ya no tenía mujer. Que me la pasaba en la calle y en reuniones. Y en hospitales. La suegra lo miró desdeñosa. Agradece tener una esposa con agallas, le dijo. El suegro le palmoteó el hombro con afecto: que no armara líos donde no los había. Suerte la mía que la palabra de ellos era ley. Más tarde pude conseguirle un nuevo trabajo: la jefatura de un taller mecánico grande, con obreros a su cargo. Por fin dejaba la construcción, que no era su oficio. Ellos le dijeron: agradece a tu mujer, los contactos no son cosa menor en la vida. Entonces me respetó más. En el fondo, algún orgullo le producía esta esposa que salía en la tele y que tenía oficina propia. Volvimos a bailar como antes. El primer sábado sentí a mi niña en mi vientre, bailando también. Me dio una fatiga. Más adelante la invitaba entre susurros a acompañarme. Hasta soñaba que alguna vez vería a una gran bailarina en un teatro importante y la reconocería.
Una noche le pregunté al marido qué haríamos si alguna vez la encontráramos, ya crecida. La abrazaría, contestó él, y le diría que soy su padre. Yo me preguntaba si sería eso posible. Quizá nuestras voces le resultaran familiares, tanto le hablamos durante el embarazo. Pero me nublaba la duda. El qué hacer me perseguía, como si cualquiera de esas tardes de vuelta al pueblo me la fuese a encontrar.
Al contar las bendiciones, decía mi mamá allá en el campo, que nunca rebasen la medida de un canasto. Si son demasiadas, se pierden. Lo recordé alguna noche de aquellas cuatro que pasé con mi niña en el hospital, sabiendo que de puro llena no debería ni contar. Tantas bendiciones tenía entonces. Mi hija, mi marido, mi juventud, mi educación. Los recuerdos del campo, la salud. Pero cuando empezaron las noches en la casa del pueblo, con el marido y sin ella, conociendo ya la calidad de su tibieza, el canasto comenzó a vaciarse. Despacio. Dulcemente.
A
veces, la incertidumbre juega a las escondidas con una. Eso era lo mejor de aquella vida, no saber dónde podía terminar lo que se comenzaba. Al hornear mis pastelillos y partir a venderlos al hospital, no tenía cómo saber lo que vendría. Y menos lo que ocurrió: me hice famosa.
Todo empezó frente a la primera condena de un médico por los tribunales. Un canal de televisión sacó la noticia de los robos
en la hora de las noticias.
Ya no como un hecho virtual, ya no una conversación sobre el tema ni una sospecha. Había concluido el primer juicio. Esto era una noticia viva y candente. Y como nosotras ya habíamos hecho las denuncias, la gente se volvía hacia nosotras. Subió y subió la sintonía del canal.
Robos de recién nacidos en nuestro país.
Les convino a ellos pero también a nosotras. El tema conmueve a cualquiera que tenga una alma, un pedacito de alma y basta. Ricos, pobres, buenos, malos. Los hijos son un tesoro para todos. Le costó al marido entenderlo. Que yo aceptara que otros profitaran de nuestro dolor. Lo decía por los de la tele. Todos queremos algo, contestaba yo, y si coincidimos, bien. Quiero parir el día de mañana y necesito saber que el bebé será mío. Aunque Dios se lo lleve, que sea mío. Pero él no entendía.
El canal de televisión nos filmó en un hospital con nuestros lienzos y pancartas y tomó al personal médico en acción, justo cuando nos echaron a patadas. También cuando la policía nos sacaba a la fuerza, propinando golpes e hiriendo a dos de mis compañeras. Al día siguiente la prensa publicó una fotografía de Jesusa con su pancarta:
Alerta, mujeres, que no les quiten a sus hijos.
Al lado, una mía:
En este hospital se roban niños.
Esa misma noche estábamos Jesusa y yo en la tele, en una edición especial del noticiero. Nos permitieron hablar sin censura y el programa se repitió a petición del público. Cada noche durante una semana aparecí yo en las noticias con alguna de nuestras mujeres. El testimonio de cada una empezaba igual: A mí me robaron a mi hijo. Y yo, detrás de ellas mientras hablaban. Como la avalista. No tardó en citarnos el Ministerio de Seguridad, a Jesusa y a mí. Algunos diarios decían que nos dejarían presas por calumnia. Por eso, muchísima gente se juntó en las afueras del edificio de gobierno aquel día. Olivia no me dejó sola ni un instante, ella como mi abogada. Ante la presión de la muchedumbre, el ministro no se atrevió a tocarnos. Incluso salió a los escalones del ministerio con nosotras para que toda la prensa reunida afuera viera cómo nos dejaba en libertad. A esas alturas, contábamos con datos duros y mucha investigación que dejaron al país horrorizado. Cayó el primer médico con sus ayudantes y los jueces se animaron a futuras condenas. El Colegio Médico salió en defensa de su gente. Se armó una discusión tremenda sobre la honestidad de los profesionales. Una escandalera. Los argumentos se fueron poniendo más y más difíciles para nosotras pero no importaba. Nuestro objetivo se iba cumpliendo.
La prensa y la televisión nos convirtió en heroínas. Desde entonces, dejamos la investigación a los organismos de gobierno y a algunas instituciones internacionales que se ocupaban de la infancia. Olivia fue muy importante en esta etapa. Todo pasaba por ella. Incluso consiguió ayuda psicológica para nosotras y también abogados que, sin cobrar, tomaron uno a uno nuestros casos.
El horror fue grande y extendido. Nos escribían de otros países y nos visitaban. Nos cedieron una oficina más grande y con más infraestructura en la capital. Nos turnábamos entre nosotras para dar abasto y no abandonar a las familias en los pueblos. Las solteras pasaron a ser las más útiles, se trasladaron con camas y petacas. Fue entonces que nombramos a Flor jefa de sede. Ya hablaré de ella, pues tiene un lugar especial en mi corazón. Fue quien me reemplazó el día en que yo fallé.