No sé bien qué vino después. Estaba inmovilizada, me retenía un hombre a cada lado. La mujer rubia me acusó, que quise robarle a su hija. Como una comedia de equivocaciones. Y yo grité de vuelta: es mi hija, es mi hija, me la robaron en el hospital, llamen a la policía. (Más tarde lo pensé:
yo
pidiendo por la policía, yo que la odio, que he sido víctima de ellos. ¡Cómo sería de absoluta mi certeza!) Me sacaron del salón en un dos por tres. ¡Fue todo tan rápido! Cuando un reportero trató de acercarse, los hombres que me sujetaban le quitaron la cámara. Claro, yo no sabía que ellos eran guardaespaldas ni que la señora era la esposa del ministro del Interior.
Jamás pensé que iría presa. Me había convencido de que en este país se puede tener justicia. Nadie alcanzó a enterarse de la situación, sólo los testigos oculares. El público, en los asientos, no vio nada. Todo pasó junto al escenario. Y a la puerta lateral. Cuando me llevaban, vi a Olivia. Peleaba para que la dejaran pasar. No lo logró. Me fui sola. Lamento tanto haberla hecho llorar. A mi niña.
¿Crees que es definitivamente tu hija?
Sí.
¿Estás segura?
Tan segura como que la perdí para siempre.
¿Por qué tan tajante?
Porque no sé cómo vivir en el mismo territorio con ella, sabiendo quiénes son sus padres, cuál es su casa, cuál su barrio. Estoy mejor aquí encerrada. No sé cómo vivir afuera sin dañarla. Sin dañarme.
¿Y los tribunales?
¡Elvira, Elvira! Hablas como Olivia. ¿Qué tribunales? ¿Con qué pruebas? ¡Es el ministro del Interior! No tengo fuerzas contra él. Sólo lograría aplastar a mi organización. Perder lo que hemos ganado.
Por eso mismo. Es una pelea más.
No. No. Estoy presa. Estoy presa por dentro y por fuera. Es mejor estar encerrada.
Nunca más vi al niño de M. ¡Qué lástima! Me hacía tanta ilusión. A ella sí, unos días después. Sonriente, perdida, volvió a hacerse cargo de las toallas. Nunca supo que tuvo un hijo. En un rincón de mi ser, la envidiaba, olvidarse de que se ha parido. Así de mal estaba yo. Resentida y amarga. Una de las locas, la más vieja de todas, era ciega. Se paseaba por entre las camas de la sala diciendo: De la ceguera, no me lamento jamás. ¡Jamás! Yo la escuchaba fascinada. Me preguntaba si habría
algo
que valiera la pena mirar. Mi niña. Aquellas tres sílabas, empapadas de desesperanza. MI-NI-ÑA. Me hervía la cabeza. Mejor encerrada. Estarán de acuerdo, ¿verdad?
Un domingo vinieron Flor y Jesusa de visita. Me encontraron pálida y delgada. No tenía nada que preguntarles ni que decirles. Las escuchaba a través de una capa plácida y nebulosa (eso es la lejanía).
Te estás saliendo del mundo.
Debes tener cuidado.
Ni siquiera te interesa la posibilidad de llevar a juicio al ministro. Olivia trabaja en eso y tú casi no la escuchas.
Las oía hablar de la prueba del ADN. Pero ni con eso… ¿qué juzgado en el país aceptaría irse contra los poderosos? Súbitamente desperté y las miré fijo, a ambas.
Formamos esta organización porque ya al comenzar estábamos heridas de muerte. Nos ayudó luchar juntas. Pero ¿qué pasa al final del camino, cuando se encuentra al ser perdido? Yo encontré a mi hija. ¿Qué harían cada una de ustedes en esta situación?
Pelear, respondió Jesusa.
Flor guardó silencio. Siempre dijo que prefería no encontrar a su hijo. Fue la única que se atrevió a decirlo. Que el daño sería inmenso. Que sustituir en su corazón el amor de los otros padres, el cuidado brindado, el hogar, no sólo era difícil. Era perjudicial.
La vida se me cortó en dos nuevamente, amigas, no quiero pelear.
Fue todo lo que dije.
No te conviertas en una paciente del psiquiátrico, fue todo lo que me dijo Flor.
Con el transcurrir de los días, me convencí de que estar presa era una bendición más que un castigo. No sabía cómo vivir y tampoco cómo resolver mi apatía y confusión. Mi matrimonio se había acabado. Quedaba mi organización, pero no volvería a presidirla. Tendría un papel secundario. Y peor que eso, no sabría cómo volver a trabajar allí. Había dejado de creer en la justicia. Así de simple. Y de irreversible. Debía tomar una determinación frente a lo sucedido: haber encontrado a mi hija. ¿Dejarla ir, sin más? ¿Recuperarla?
Miraba por la ventana y en vez de ventana aparecía su carita. Ante mi espanto, me rechazaba. Aquél era mi miedo más profundo: que se apartara de mis caricias, que se hubiera acostumbrado a la otra madre, que yo le pareciera poca cosa a su lado, que prefiriera su pelo rubio al mío. Volvía a mirar por la ventana y entonces aparecía la gran casa de ladrillos rojos, la que vio la adivina, y la ventana se transformaba en la única palma de mi jardín. Su construcción humilde. Mi pobreza. ¿Quién en su sano juicio no elegiría el lujo? El corazón se me apretaba de miedo, de puro miedo. De que llamara a su otra madre de noche, de que pidiera su otra cama, de que quisiera correr a la otra casa.
Los días me agobiaban como esas lluvias prolongadas y monótonas. Las respuestas también. Como los cielos de otoño, indecisos, cada hora me hacía cambiar de opinión. Pensaba todo el día, como una poseída, como una fanática, como mis compañeras de desventura: demente. A punto de sentirme legítimamente una de ellas.
A las diez de la mañana, mientras limpiaba los retretes, decidía cumplir bien mi pena, luego buscar trabajo, ser una ciudadana modelo, contratar al mejor abogado del mundo, recuperar a mi niña. A las doce, en la cola del almuerzo, optaba por la resignación. Debo empezar de nuevo, no puedo torcerle la mano al destino, tendré otros hijos, debo acatar la voluntad de Dios. A las tres de la tarde, sobre mi cama, tendida en el infortunio, no sabía qué querer. No tenía una gota de fuerza para decidir nada. Y una rara pereza me recorría el cuerpo. Un extrañamiento. Ay, si sólo pudiera cerrar los ojos, conseguir una mente en blanco. Recordé a mi gato de la infancia. Cuando regaloneaba conmigo y me lamía la cara, era mi gatito. Cuando se enfurecía o corría veloz por el campo, era un tigre, sus facciones, su color, sus rayas en la piel, sus garras, todo era de tigre, pero uno abortado. No alcanzó a ser tigre. Así me sentía yo.
El corazón nunca se aquietaba. Se me partía cada día y no sabía cómo pegarlo para acabar con la aflicción. Dijera mi cabeza lo que dijera, siempre merodeaba el dolor, siempre la rabia, siempre la pena. Como serpientes detrás de la mata. Alertas y sin reposo. Recordaba la terapia que nos brindaron en la organización. El psicólogo me advirtió: nunca dejará de doler. A veces te distraerás, otras te parecerá que el corazón se olvidó de tu pérdida. Pero algo pequeño ocurre y revive la herida. No esperes otra cosa. Debes aprender a existir, incluso a gozar, con esa herida allí, abierta o semiabierta. Nunca cerrada del todo.
Un día y otro día y otro más. Ay, mamacita, que volvía a poblarse la noche de aquellos tumores con forma de niña. Para aliviarme, traía el campo a mis ojos. Mis padres no supieron de mi condena. Así lo pedí yo. Ahorrarles esta calamidad. Tampoco leían la prensa. El ministro del Interior, astuto él, le bajó el perfil a la noticia. Pero igual hubo filtraciones. Los mismos que me alababan olvidaron la solidaridad. Se cansaron de mí. Fui decretada fuera de mis cabales y sentenciada a seis meses de prisión sin derecho a libertad condicional por necesidad de tratamiento psiquiátrico. Sin ese tratamiento, resultaba un peligro para la sociedad. (¿Yo? ¿Un peligro para la sociedad?) Me dio mucha vergüenza verme retratada así en los mismos periódicos que antes me convertían en heroína. ¡Cómo disfruta el público del árbol caído! Al salir del tribunal, hubo gente en la calle que me insultaba. Sentí la agresión y la venganza. Unos policías me metieron con fuerza y brutalidad a la furgoneta. Tampoco ellos tuvieron compasión. Me pregunté entonces
qué
habíamos hecho mi organización y yo. Qué miedos provocábamos, qué amenaza llegamos a significar, qué cimientos removimos.
Entonces, para respirar profundo cada mañana y agradecer esa respiración, me dije a mí misma: si te mientes cada día y finges indiferencia, llegará un amanecer en que te habrás vuelto indiferente. Prueba a hacerlo con paciencia. Al fin, hasta la voluntad duda y no sabe bien si la han convencido o no. Entonces, la mentira no se distingue, por lo tanto, no es más mentira. Porque la máscara se ha fundido con el rostro y ya son una misma cosa.
A los locos se les teme. A mí me inspiraban piedad. Su miseria era triste, tan triste.
Ser loco no es ser loco todo el día.
Curiosa enfermedad. Viene a ratos, luego se va. A veces, mis compañeras parecían sanas, hasta de cierta cordura, aunque de tanto vivir ahí nunca se era demasiado cuerda. Horrible institución la del psiquiátrico. Inútil, además. Tremendo era mantener una conversación sensata con alguien que al día siguiente no te reconocía. De repente se transformaban en otros seres humanos. Hablaban cosas incomprensibles. Algunas inventaban idiomas y entonces sí que no se entendía nada de nada. Son sobre todo los ojos los que cambian. No se fijan con intención, como en la cordura. Son ojos perdidos en otro mundo, uno que no se comparte. Qué solos están en esos momentos. Pero Elvira me decía que yo estaba más sola que ellos, porque yo me daba cuenta.
Difícil de entender, la locura.
Así será el infierno: sin redención. Para aquellas mujeres no la había. Y yo, a fuerza de ser tratada como loca, perdí las ganas de ser cuerda. Las visitas comenzaron a sobrarme. Empecé a olvidar las palabras sensatas, las que me gustaron tanto desde la infancia, las que aprendí con avidez en los diccionarios de Olivia. Por las que rogué más y más instrucción. (¡No te desanimes, mujer, si hay campesinos que incluso ganaron el Nobel!) Dejé de hablar. Dejé de lavarme. Cuando Elvira aparecía, siempre con una disculpa u otra para llevarme comida y aliento, yo fingía despertar. Por un ratito, le pegaba un manotazo al desgano.
Pero ella no se dejó engañar. Reconocía el letargo. Sabía de esa mañosa entrega que mataba poco a poco. Sabía que me estaba hundiendo. Y actuó.
C
omo por arte de magia, aparecieron unos fondos, una donación para armar biblioteca y cineteca en el hospital. (Hasta hoy sospecho que el dinero venía de la madre de Olivia.) Elvira convenció a la jefa de mi sección sobre mi
talento.
Como nunca di una razón de queja, ésta aceptó. Total, era difícil que una de sus presas/locas se luciera en algo y ésta era una oportunidad.
Volví a los libros. Y con ellos, de a poquito, a la curiosidad. ¡Cuántas cosas se ocultaban entre dos delgadas tapas de cartón! Había algunos en una sala agonizante. Trajeron más. Y una máquina para ver películas. Todo el material se concentraba en un pabellón anexo al mío. La reja pasó a ser un elemento del pasado. La cruzaba a diario. Salía a los jardines, a otros pabellones, a las oficinas de la administración. Poco a poco gané libertad. Llegaron películas. Algunas modernas, otras antiguas y muy divertidas. Cada día le tocaba a un pabellón la sesión de cine. Llegaba yo puntualmente con el enfermero que trasladaba las cosas, destinado a acompañarme a todos lados. El cine empezó a tener más y más público. Y más custodia. El desorden que se armaba a veces era brutal. En las escenas de terror o de sexo, los internos o internas lloraban. O gritaban. O hacían gestos obscenos. En los pabellones de hombres debió prohibirse la masturbación durante las películas. Un día dejé la cinta andando y salí a hacer un trámite. De vuelta en la sala, al menos diez de los hombres se masturbaban frente a la pantalla. El semen lo salpicaba todo. Me espanté. Les dije a los enfermeros que pararan la película. Claro, fue un horror para mí, para nadie más. Con el paso de los días, hubo que
ganarse
el derecho al cine. Fue un premio que ayudó a los enfermeros a controlar más de una situación difícil. «Si no paras te quedas sin cine»: una frase más efectiva que un tranquilizante. Los internos habían visto algunas de las películas. En sus pasadas vidas. La nostalgia, entonces, arrasaba.
Los libros eran más difíciles de promover. El nivel de educación jugaba en contra de ellos. También los problemas de concentración. Empecé a pedir libros con imágenes. Revistas con fotografías. Aquéllas sí tuvieron éxito. A poco andar armé un club de lectores. Uno de lo más humilde, no se imaginen un club como en la ciudad. Lo componían pacientes bien comportados que se juntaban a leer en voz alta dos veces por semana. Creo que era una buena terapia. Logré que se les sirviera un té con galletas en medio de la sesión. Quién sabe si iban por los libros o por el té (siempre, siempre querían comer, a toda hora, lo que fuera). No importaba. Algunos pacientes, sobre todo hombres, eran profesionales que alguna vez leyeron mucho. Con esto recobraban algo de sus pasados. Y un poco de dignidad, junto con romper el aburrimiento. Es que, como producto de la falta de futuro, todos se aburrían. (No lo había pensado antes: los que se aburren son casi siempre los que no tienen la capacidad de parir algún proyecto, por pequeño que sea, los que no creen en el día de mañana.) Las medidas que usaba el hospital eran defensivas y burocráticas. Dentro del personal, nadie guardaba motivación por salvar a un enfermo. Por hacer la diferencia. Por eso me decían a todo que sí. Había fondos. Mientras se siguieran las instrucciones, mientras se medicara, mientras se mantuviera el orden. Por lo tanto, lo que yo hiciera daba lo mismo.
Variaron mis días. Dejé de mirar por horas el vacío. Incluso me cambié de ropa. No podía andar por todo el hospital en camisón. Ahora tenía un motivo para ducharme. Para vestirme. De los harapos —cuyo olor me daba náuseas— a un delantal café claro. A veces incluso a mi propia ropa. Trabajaba casi iodo el día en mis programas. Ya jugaba otro rol. No constituía peligro para nadie. Las carceleras ni me acompañaban. Olvidaron que yo era una presa. Cómo no, si andaba por el hospital libre como un pájaro.
Estaba peinando a la Bizca. Le gustaba tanto que le trenzara el pelo. Castaño, ralo, muy dañado, algunas canas prematuras. Cantaba arias de ópera cuando sentía mis manos en su cabeza. En algún pasado remoto había sido una mujer educada. Estaba allí por intento de asesinato, a sus suegros. Ya habíamos comido —carne dura con papas, siempre papas— y veíamos la tele en nuestra sala. De repente, interrumpieron la telenovela. Un flash noticioso. Todas las que miraban se indignaron, la telenovela era sagrada. En la pantalla, muy excitado, un periodista anunciaba un acto de terrorismo: habían secuestrado a una hija del ministro del Interior. (¿Una hija del ministro? Mi hija. Luego me pregunté cuántas hijas tendría. Supuse que si fueran varias, no habría robado la mía.) Indecisa, solté el mechón de pelo de la Bizca. Luego lo pensé bien y abandoné la sala, haciéndome la distraída. Como ya nadie me vigilaba, partí a la salita del teléfono. También había allí un aparato para llamar al exterior. Me comuniqué con Olivia.