Tres meses después de la muerte de María de Luxemburgo se solicitó una nueva dispensa al Papa.
La boda se celebró el 5 de julio. Cuatro días antes, Carlos había decidido la confiscación de Aquitania y Ponthieu por rebelión y falta de homenaje. El Papa Juan XXII, tal como creía que era su misión siempre que se suscitaba un conflicto entre dos soberanos, escribió al rey Eduardo solicitándole que fuera a prestar homenaje para eliminar al menos uno de los puntos en litigio. Pero el ejército de Francia estaba ya en pie de guerra y se concentraba en Orleans, mientras que en los puertos se equipaba una flota para atacar las costas inglesas.
Al mismo tiempo, el rey de Inglaterra había ordenado algunas levas en Aquitania, y messire Ralph Basset reunía sus mesnadas y el conde de Kent volvía a Francia, para ejercer en el ducado la tenencia que le había encomendado su hermanastro.
¿Se ponía en marcha el ejército? No, porque todavía era necesario que monseñor de Valois corriera a Bar-sur-Aube para tratar con Leopoldo de Habsburgo de la elección al Sacro Imperio, y cerrar un tratado por el cual Leopoldo se comprometía a no presentar su candidatura, mediante determinadas sumas de dinero, pensiones y rentas fijadas ya para el caso de que Valois fuera elegido emperador. Roger Mortimer seguía esperando...
Por fin, el 1º de agosto, con un calor sofocante que cocía a los caballeros en sus corazas como en una marmita, Carlos de Valois, soberbio, pesado, con cimera y cota de oro por encima de su armadura, se hizo subir al caballo. A sus lados llevaba a su segundo hijo, el conde de Alençon, a su sobrino Felipe de Evreux, nuevo cuñado del rey, al condestable Gaucher de Châtillon, a lord Mortimer de Wigmore y a Roberto de Artois, que, montado en un caballo adecuado a su estatura, sobrepasaba a todo el ejército.
Monseñor de Valois, al partir para esta campaña, su segunda en Guyena, que había querido, decidido y casi inventado, ¿estaba alegre, feliz, o simplemente satisfecho? Nada de eso. Estaba rabioso, ya que Carlos IV se había negado a firmar su nombramiento de lugarteniente del rey en Aquitania. Si alguno tenía derecho a este título, ¿no era Carlos de Valois? ¡Y en qué situación quedaba ante el conde de Kent, ese galancete, ese bebé... que había recibido la tenencia del rey Eduardo!
Carlos el Hermoso, que era incapaz de decidir nada, tenía también negativas bruscas y obstinadas para rehusar lo que se le pedía como más evidentemente necesario. Carlos de Valois echó pestes de firme aquel día y no ocultaba a sus acompañantes la pobre opinión que tenía de su sobrino y soberano. En realidad, ¿valía la pena de tomarse tanto trabajo en gobernar el reino en nombre de aquel bobo coronado, de aquel ganso?
El anciano condestable Gaucher de Châtillon, que mandaba teóricamente el ejército, ya que Valois no tenía nombramiento oficial, plegaba sus párpados de tortuga bajo el yelmo pasado de moda. Era un poco sordo, pero a los setenta y cuatro años todavía hacía buena figura sobre el caballo.
Lord Mortimer había comprado las armas en casa de Tolomei. Bajo la levantada visera del casco se veían brillar sus ojos de duros reflejos, del mismo color que el acero. Como marchaba, por culpa de su rey, en contra de su país, llevaba una cota de guerra de terciopelo negro, en señal de luto. Jamás olvidaría la fecha de partida: era el 1º de agosto de 1324, festividad de San Pedro ad Vincula, y hacía un año, día por día, que se había escapado de la Torre de Londres.
La alarma sorprendió al joven conde Edmundo de Kent echado sobre el enlosado de una habitación del castillo, donde buscaba en vano encontrar algún frescor. Estaba medio desnudo, solamente con calzas de seda, el torso al descubierto, los brazos apartados, inmóviles, abatido por el calor bordelés. Su galgo favorito jadeaba a su lado.
El primero en oír el toque de alarma fue el perro. Se levantó sobre las patas delanteras, hocico al aire, y sus orejas comenzaron a agitarse. El joven conde de Kent despertó de su duermevela, se estiró y comprendió en seguida que el alboroto lo producía el repiqueteo de todas las campanas de La Réole. Se puso en pie, cogió su camisa de fina batista que había echado en su asiento, y se la puso rápidamente.
Oyó pasos que se apresuraban hacia la puerta. Messire Ralph Basset, el senescal, entró seguido de varios señores locales: el sire de Bergerac, los barones de Budos y de Mauvezin, y el sire de Montpezat, por quien —así al menos lo creía él para vanagloriarse— había estallado la guerra.
El senescal Basset era realmente muy pequeño; el joven conde de Kent se sorprendía cada vez que lo veía aparecer. Estaba redondo como un tonel y siempre a punto de encolerizarse, hinchado el cuello y saltones los ojos.
El senescal no era del agrado del galgo, que en cuanto lo veía comenzaba a ladrar.
—¿Se trata de un incendio o de los franceses, messire senescal? —preguntó el conde de Kent.
—¡Los franceses, los franceses, monseñor! —exclamó el senescal, casi asombrado por la pregunta—. Venid a ver; ya se les divisa.
El conde de Kent se inclinó hacia un espejo de estaño para poner en orden su cabello rubio sobre las orejas, y siguió al senescal. Con su camisa blanca abierta por el pecho, sin espuelas ni sombrero, entre los barones vestidos con mallas de hierro y completamente armados, daba una extraña impresión de intrepidez y gracia, incluso de falta de seriedad.
El intenso alboroto de las campanas le sorprendió al salir del torreón y el fuerte sol de agosto lo ofuscó. El galgo se puso a dar aullidos.
Subieron hasta la cima de la Thomasse, gran torre circular construida por Ricardo Corazón de León. ¿Qué no había construido aquel antepasado? El recinto de la Torre de Londres, el Château-Gaillard en Normandía, la fortaleza de La Réole...
El Garona, ancho y reverberante, corría al pie del collado casi cortado a pico, y su curso dibujaba meandros a través de la gran llanura fértil, donde se perdía la mirada hasta la lejana línea azul de los montes de Agen.
—No distingo nada —dijo el conde de Kent, que esperaba ver las vanguardias francesas en los alrededores de la ciudad.
—Si, monseñor —le respondieron gritando para dominar el ruido de las campanas—. A lo largo del río, arriba, hacia Sainte-Bazeille.
El conde de Kent, entornando los ojos y poniendo la mano a manera de visera, consiguió distinguir una cinta centelleante paralela a la del río. Le dijeron que era el reflejo del sol en las corazas y en los caparazones de los caballos.
¡Y continuaba el estrépito campanil! Los campaneros debían de tener los brazos molidos. En las calles de la ciudad, y sobre todo alrededor del Ayuntamiento, la población se agitaba hormigueante. ¡Qué pequeños parecían los hombres desde las almenas de la ciudadela! Eran como insectos. Por todos los caminos que conducían a la ciudad se apresuraban los campesinos llenos de miedo, unos tirando de su vaca, otros empujando a sus cabras o aguijoneando a los bueyes de sus yuntas. Abandonaban los campos corriendo; en seguida llegaría la gente de los pueblos con sus bultos cargados a la espalda o apretados en las carretas, y se alojarían como pudieran en una ciudad superpoblada por la tropa y los caballeros de Guyena...
—No podemos empezar a contar los franceses hasta dentro de dos horas y no estarán delante de las murallas antes de llegar la noche —dijo el senescal.
—Es mala época para hacer la guerra —dijo el sire de Bergerac que, ante el avance francés, había tenido que huir unos días antes de Sainte-Foy-la-Grande.
—¿Por qué no es buena época? —preguntó el conde de Kent, mostrando el limpio cielo y la campiña que se extendía a sus pies.
Hacía un poco de calor, es verdad, pero, ¿no era eso mejor que la lluvia y el barro? Si esta gente de Aquitania hubiera conocido las guerras de Escocia, se guardaría muy bien de quejarse.
—Porque están cerca de la vendimia, monseñor —dijo el sire de Montpezat—, porque los villanos gemirán al ver pisoteadas sus cosechas y nos tendrán mala voluntad.
El conde de Valois sabía lo que se hacía; ya en 1294 actuó de esta manera; devastarlo todo para cansar al país lo mas pronto posible.
El duque de Kent se encogió de hombros. El país bordelés no producía sólo unas cuantas barricas y, hubiera o no guerra, se podía seguir bebiendo el clarete. En lo alto de la Thomasse corría una pequeña brisa inesperada que penetraba por la camisa abierta del joven príncipe y se deslizaba agradablemente por la piel. ¡Que maravillosa sensación podía proporcionar a veces el mero hecho de vivir!
Acodado en las tibias piedras de la almena, el conde de Kent se sumió en sus ensueños. A los veinte años era lugarteniente del rey para todo un ducado, es decir, poseía todos los poderes reales, y figuraba en su persona al mismo rey. Si decía «quiero», nadie le replicaba. Podía ordenar «¡ahorcadlo!»... No tenía intención de decirlo, pero podía hacerlo. Y sobre todo estaba lejos de Inglaterra, de la corte de Westminster, de su hermanastro Eduardo II y de sus caprichos, coletas y sospechas; lejos de los Despenser. Aquí se encontraba por fin dueño de sí mismo y dueño de todo lo que le rodeaba. A su encuentro venía un ejército, sobre el que cargaría y al que vencería sin ninguna duda. Un astrólogo le había anunciado que entre los veinticuatro y los veinticinco años realizaría las más brillantes acciones, que le darían gran notoriedad... Sus sueños de la infancia se convertían de pronto en realidad. Una gran llanura, corazas y poder soberano...
No, nunca se había sentido tan feliz. La cabeza le bailaba un poco debido a la embriaguez que le venía de sí mismo, de la brisa que rozaba su pecho y de aquel amplio horizonte...
—¿Vuestras órdenes, monseñor? —preguntó messire Basset, que comenzaba a impacientarse.
El conde de Kent se volvió y miró al pequeño senescal con un matiz de altivo asombro.
—¿Mis órdenes? —dijo—. Haced sonar las trompetas, messire senescal, y que todo el mundo se ponga a caballo. Vamos a adelantarnos y cargar.
—¿Pero con que, monseñor?
—¡Pardiez, con nuestras tropas, Basset!
—Monseñor, apenas contamos con doscientas armaduras y, según nuestros informes nos vienen al encuentro mas de mil quinientas. ¿No es verdad, messire de Bergerac?
El sire Reginaldo de Pons de Bergerac aprobó con la cabeza. El rechoncho senescal tenía el cuello mas hinchado y rojo que de costumbre; la verdad es que estaba inquieto, a punto de estallar ante tal inconsciente ligereza.
—¿No hay noticia de los refuerzos? —dijo el conde de Kent.
—No, monseñor, nada se sabe. Vuestro hermano el rey, y perdonad mi frase, nos deja caer.
Hacía cuatro semanas que esperaban estos famosos refuerzos de Inglaterra; y el condestable de Burdeos, que tenía tropas, no las movía pretextando que había recibido órdenes del rey Eduardo de ponerse en camino en cuanto llegaran los refuerzos. El joven conde de Kent no era tan soberano como parecía...
Esta espera y esta falta de hombres —cabía pensar si los refuerzos anunciados habían embarcado siquiera— permitieron a monseñor de Valois pasearse a través del país, desde Agen a Marmande y desde Bergerac a Duras, como si lo hiciera por un parque de paseo. ¡Y ahora que Valois estaba allí, a la vista, con su gran cinta de acero, no se podía hacer nada!
—¿Ésa es también vuestra opinión, Montpezat? —preguntó el conde de Kent.
—Con pesar debo deciros que si, monseñor, con todo pesar —respondió el barón de Montpezat mordiéndose los negros bigotes.
—¿Y vos, Bergerac? —preguntó de nuevo Kent.
—Estoy llorando de rabia —dijo Pons de Bergerac con el fuerte acento, muy cantarino, común a los señores de la región.
Edmundo de Kent se abstuvo de interrogar a los barones de Budos y de Fargues de Mauvezin, ya que estos no hablaban francés ni inglés, sino solamente gascón, y Kent no entendía una palabra. Sus rostros, por otra parte, expresaban bien a las claras su pensamiento.
—Entonces, haced cerrar las puertas, messire senescal, y preparémonos para el asedio. Cuando lleguen los refuerzos cogerán a los franceses por la espalda, y tal vez sea mejor así —dijo el conde de Kent para consolarse.
Acarició con la punta de los dedos la frente de su galgo, y se volvió a acodar en las tibias piedras para observar el valle. Un viejo adagio decía: «Quien tiene la Reole, tiene la Guyena. » La conservaría el tiempo que hiciera falta.
Para la tropa, el avance demasiado fácil es casi tan agotador como la retirada. El ejército de Francia, sin encontrar resistencia que le obligara a detenerse, aunque fuera sólo una jornada para tomar aliento, marchaba sin descanso desde hacia mas de tres semanas, exactamente veinticinco días. El gran ejército, con sus pendones, armaduras, escuderos, arqueros, carretones, forjas y cocinas, además de los mercaderes y rameras que lo seguían, se extendía a lo largo de mas de una legua. Los caballos sangraban en la cruz y no pasaba un cuarto de hora sin que se desherrara alguno. Muchos caballeros habían tenido que renunciar a llevar las corazas, que, a causa del calor, les producían llagas o forúnculos en las junturas. La gente de a pie arrastraba sus pesados zapatos claveteados. Además, las hermosas ciruelas de Agen, que en los árboles parecían maduras, habían purgado a los sedientos y rapaces soldados; se les veía abandonar la columna a cada momento y bajarse las calzas a lo largo del camino.
El condestable Gaucher de Châtillon dormitaba sobre el caballo. Sus cincuenta años de oficio en las armas y ocho guerras o campañas le habían dado cierta costumbre.
—Voy a dormir un poco —decía a sus dos escuderos.
Y estos regulaban el paso de sus monturas y se colocaban a ambos lados del condestable para sostenerlo en caso de que se deslizara de lado; y el viejo jefe, apoyando los riñones en el arzón, roncaba bajo el yelmo.
Roberto de Artois sudaba sin adelgazar y extendía a veinte pasos su olor a fiera. Había hecho amistad con uno de los ingleses que seguían a Mortimer, aquel barón de Maltravers, que se parecía a un caballo, y le había ofrecido que marchase en su pendón, ya que el barón era gran jugador y estaba siempre dispuesto, en las paradas, a manejar el cubilete de los dados.
Carlos de Valois seguía encolerizado. Rodeado de su hijo Alençon, de su sobrino Evreux, de los dos mariscales Mateo de Trye y Juan des Barres, y de su primo Alfonso de España, echaba pestes contra todo: contra el clima intolerable, el tufo de las noches y la hoguera de los días, las moscas y el alimento demasiado grasiento. El vino que le servían no era mas que aguapie propio para villanos. ¿No estaban en un país famoso por sus caldos? ¿Dónde escondía, pues, la gente sus buenos toneles? Los huevos tenían mal gusto, la leche estaba agria. Monseñor de Valois sentía a veces náuseas y, desde hacía unos días, notaba en el pecho un dolor sordo que lo inquietaba. Además, la gente de a pie no avanzaba, ni tampoco las grandes bocas de fuego suministradas por los italianos, cuyos patines parecían pegarse en el suelo. ¡Ah, si se pudiera hacer la guerra solamente con caballería!