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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (14 page)

BOOK: La loba de Francia
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Mientras hablaban los jurados, se oyó el silbido de una bala y el desplome de un armazón. El galgo del conde de Kent se puso a aullar, y su dueño lo hizo callar con un gesto tranquilo.

Hacía varios días que Edmundo de Kent sabía que tendría que irse. Se obstinaba en resistir sin ningún motivo razonable, y sus menguadas tropas, deprimidas por el asedio, eran incapaces de aguantar un asalto; e intentar una nueva salida contra un adversario que estaba solidamente atrincherado hubiera sido una locura. Y ahora los habitantes de La Réole amenazaban con rebelarse.

Kent se volvió hacia el senescal Basset.

—¿Creéis que llegarán los refuerzos de Burdeos, messire Ralph? —preguntó.

El mariscal no creía nada. Agotada su resistencia, no vacilaba en acusar al rey Eduardo y a sus Despenser de haber dejado a los defensores de La Réole en un abandono que parecía mucho una traición.

Los sires de Bergerac, de Budos y de Montpezat tampoco mostraban semblante apacible. Nadie quería morir por un rey que se despreocupaba de sus mejores servidores y pagaba tan mal la fidelidad.

—¿Tenéis una bandera blanca, messire senescal? —dijo el conde de Kent—. Izadla, pues, en la cima del castillo.

Minutos después callaron las lombardas, y sobre el campamento francés cayo ese silencio de sorpresa que acoge a los hechos largo tiempo esperados. Salieron parlamentarios de La Réole que fueron conducidos a la tienda del mariscal de Trye, quien les comunicó las condiciones generales de la rendición. La ciudad, naturalmente, sería entregada; además, el conde de Kent tendría que firmar y proclamar la entrega del ducado al teniente del rey de Francia. No habría saqueo ni prisioneros, sino solamente rehenes y una indemnización de guerra que fijarían. Por otra parte, el conde de Valois rogaba al conde de Kent que aceptara aquel día compartir su mesa.

Se preparó un gran festín en la tienda bordada con las flores de lis francesas, donde vivía monseñor de Valois desde hacia casi un mes. El conde de Kent llegó con sus mejores armas, aunque pálido y esforzándose en ocultar, bajo una máscara de dignidad, su humillación y desesperación. Iba escoltado por el senescal Basset y varios señores gascones.

Los dos tenientes reales, el vencedor y el vencido, se hablaron con cierta frialdad, llamándose, sin embargo, «monseñor sobrino mío», y «monseñor tío mío», como personas para quienes la guerra no rompe los lazos familiares.

Monseñor de Valois hizo sentar a la mesa al conde de Kent frente a su asiento. Los caballeros gascones comenzaron a hartarse, como si no hubieran tenido ocasión de hacerlo desde hacía semanas.

Todos se esforzaban en ser corteses y cumplimentar al adversario por su valentía. El conde de Kent fue felicitado por su fogosa salida que había costado un mariscal a los franceses, y Kent respondió señalando la gran consideración que le merecía su tío por su dispositivo de asedio y el empleo de la artillería de fuego.

—¿Oís, mesfire condestable y vosotros, monseñores, lo que declara mi noble sobrino...? Que sin nuestras lombardas, la ciudad hubiera resistido cuatro meses. ¡Acordaos de esto!

Kent y Mortimer se observaban por encima de los platos, copas y jarros.

En cuanto acabó el banquete, los principales jefes se encerraron a redactar el acta de tregua, cuyos artículos eran numerosos. Kent estaba dispuesto a ceder en todo, salvo en ciertas fórmulas que podían poner en duda la legitimidad del poder del rey de Inglaterra, así como la inscripción del senescal Basset y del sire de Montpezat a la cabeza de la lista de los rehenes, ya que, como éstos últimos habían secuestrado y colgado a oficiales del rey de Francia, su suerte estaba bien clara. Pero Valois exigía que le entregaran al senescal y al responsable de la revuelta de Saint-Sardos.

Lord Mortimer, que participaba en las negociaciones, sugirió tener una entrevista privada con el conde de Kent, a lo que se opuso el condestable. ¡No se podía permitir que un tránsfuga del campo adversario discutiera la tregua! Pero Roberto de Artois y Carlos de Valois tenían confianza en Mortimer. Los dos ingleses se apartaron a un rincón de la tienda.

—¿Tenéis gran interés, my Lord, en volver en seguida a Inglaterra? —preguntó Mortimer.

Kent no respondió.

—...¿Y afrontar a vuestro hermano el rey Eduardo cuya injusticia bastante conocéis —continuó Mortimer—, y que os reprochará esta derrota que los Despenser os han preparado? Porque vos habéis sido traicionado, my Lord, no lo podéis ignorar. Nosotros sabíamos que os habían prometido refuerzos que no han salido siquiera de Inglaterra. ¿Y no es una traición la orden dada al senescal de Burdeos de que no fuera en vuestra ayuda antes de la llegada de tales refuerzos? No os sorprendáis de verme tan bien informado; se lo debo a los banqueros lombardos... ¿Os habéis preguntado la causa de tan infame negligencia? ¿No veis su objetivo?

Kent seguía callado, con la cabeza ligeramente inclinada y contemplándose las manos.

—Si hubierais vencido aquí, my Lord, os hubierais hecho temible a los Despenser —prosiguió Mortimer— por vuestra importancia en el reino. Han preferido que os desacreditarais con una derrota, aun a costa de Aquitania, lo cual importa poco a los hombres que no se preocupan mas que de robar una tras otra las baronías de las Marcas. ¿Comprendéis ahora el motivo que me obligó hace tres años a rebelarme por Inglaterra contra su rey, o por el rey contra él mismo? ¿Quién os asegura que en cuanto regreséis no se os acusará de traición y os encerrarán en un castillo? Todavía sois joven, my Lord, y no sabéis de lo que es capaz esa mala gente.

Kent se echó atrás los rubios cabellos, y respondió:

—Comienzo, my Lord, a conocerlos a mi costa.

—¿Os repugnaría ofreceros como primer rehén con la garantía, naturalmente, de recibir trato de príncipe? Ahora que se ha perdido Aquitania, y me temo que para siempre, lo que tenemos que salvar es el reino, y desde aquí lo podemos hacer mejor.

El joven miró con sorpresa a Mortimer.

—Hace dos horas todavía era teniente de mi hermano el rey ¿y me invitáis ya a rebelarme?

—Sin que lo parezca, my Lord, sin que lo parezca. Las grandes acciones se deciden en unos instantes.

—¿Cuanto tiempo me concedéis?

—No hace ninguna falta, my Lord, puesto que ya habéis decidido.

No fue pequeño el éxito de Roger Mortimer cuando el joven conde Edmundo de Kent, al sentarse de nuevo a la mesa, anunció que se ofrecía como primer rehén.

Mortimer, inclinándose hacia él, le dijo:

—Ahora tenemos que salvar a vuestra cuñada y prima la reina. Merece nuestro amor, y nos puede ser de la mayor ayuda.

Segunda parte: Isabel en amores
I.- La mesa del Papa Juan

La iglesia Saint-Agricol acababa de ser enteramente reconstruida. La catedral de Doms, la iglesia de los Hermanos Menores, la de los Frailes Predicadores y la de los Agustinos habían sido agrandadas y renovadas. Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén se habían construido una magnífica encomienda. Más allá de la plaza Change se levantaba una nueva capilla a San Antonio, y se estaban echando los cimientos de la futura iglesia de Saint-Didier.

El conde de Bouville recorría desde hacía una semana Aviñón sin reconocerla, sin encontrar en ella los recuerdos que había dejado. Cada paseo, cada trayecto le causaba sorpresa y maravilla.

¿Cómo había podido cambiar tan enteramente de aspecto una ciudad en ocho años?

Porque no sólo eran nuevos santuarios los que habían surgido de la tierra o se les había remozado la fachada a los antiguos, que mostraban sus flechas, ojivas, rosetones y sus bordados de piedra blanca, dorados ligeramente por el sol de invierno y por los que silbaba el viento del Ródano; también por todas partes se elevaban palacios principescos, habitaciones de prelados, residencias de burgueses enriquecidos, casas de compañías lombardas, almacenes y tiendas. Por doquier se oía el ruido incesante, parecido a la lluvia, del martillo de los canteros, de millones de golpes dados por el metal contra la tierna roca y por los cuales se edifican las ciudades. Por todas partes, una inmensa muchedumbre, apartada frecuentemente por el cortejo de algún cardenal; por todas partes una muchedumbre activa, vivaz, atareada, que marchaba sobre los cascotes, el serrín y el polvo calizo. Es signo de riqueza ver los zapatos bordados de los poderosos ensuciarse con los restos que deja la albañilería.

No, Hugo de Bouville no reconocía nada. El mistral le echaba a los ojos, al mismo tiempo que el polvo de los trabajos, un constante deslumbramiento. Las tiendas, que se honraban todas con ser proveedoras del Padre Santo o de las eminencias de su sagrado colegio, rebosaban de las mas suntuosas mercancías de la tierra: espesos terciopelos, sedas, telas de oro y pesadas pasamanerías, joyas sacerdotales, cruces pectorales, báculos, anillos, copones, custodias, patenas, además de platos, cucharas, cubiletes y jarros grabados con las armas cardenalicias, se apiñaban en los aparadores del sienés Tauro, del comerciante Corboli y del maestro Cachette, todos ellos plateros.

Se necesitaban pintores para decorar todas aquellas naves y bóvedas, aquellos claustros y salas destinadas a las audiencias; los tres Pedros: Pedro de Puy, Pedro de Carmelere y Pedro Gaudrac, ayudados por sus numerosos discípulos extendían el oro, azul y carmín y sembraban los signos del zodiaco alrededor de las escenas de los dos Testamentos. Hacían falta escultores; el maestro Macciolo de Spoletto tallaba en roble o en nogal las efigies de los santos que después pintaba o recubría de oro. Y en las calles saludaban con profunda reverencia a un hombre que no era cardenal, pero que iba siempre escoltado por ayudantes y servidores cargados de toesas y grandes rollos de vitela. Este hombre era Guillermo de Coucouron, jefe de todos los arquitectos pontificios, que, desde el año 1317, reconstruía a Aviñón invirtiendo la fabulosa suma de cinco mil florines de oro.

En esta metrópoli religiosa las mujeres iban mejor vestidas que en cualquier otra parte del mundo. Era un encanto para la mirada verlas salir de los oficios, atravesar las calles, recorrer las tiendas, reunirse en plena calle, frívolas y sonrientes, con sus mantos forrados, entre los señores apresurados y el paso vivo de los clérigos. Algunas de estas damas iban a sus anchas del brazo de un canónigo o de un obispo, y ambas faldas avanzaban al compás, barriendo el blanco polvo de las calles.

El Tesoro de la Iglesia hacía prosperar todas las actividades humanas. Se había tenido que construir nuevos burdeles y ensanchar el barrio de las prostitutas, ya que no todos los frailes y frailecillos, clérigos, diáconos y subdiáconos, que frecuentaban a Aviñón tenían que ser forzosamente santos. Los cónsules habían hecho colgar severas ordenanzas: «Está prohibido a las mujeres públicas y alcahuetas permanecer en las calles decentes, ataviarse con los adornos de las mujeres honestas, llevar velo en público y tocar en las tiendas el pan y los frutos, bajo pena de verse obligadas a comprar las mercancías que hayan tocado. Las cortesanas casadas serán expulsadas de la ciudad, y denunciadas a los jueces si vuelven.»

Sin embargo, a pesar de las ordenanzas, las cortesanas vestían los mejores vestidos, compraban los frutos más hermosos, caminaban por las calles de más categoría; y se casaban sin dificultad; tan prósperas eran y tan solicitadas. Miraban con altanería a las llamadas mujeres honestas, quienes no se portaban mejor que las otras, con la sola diferencia de que la suerte les había proporcionado amantes de más alto rango.

No solamente se transformaba Aviñón, sino toda la región que la rodeaba. Al otro lado del puente Saint-Benezet, en la orilla de Villeneuve, el cardenal Arnaldo de Via, sobrino del Papa, estaba construyendo una enorme villa colegial. Y a la torre de Felipe el Hermoso la llamaban «la torre vieja», porque databa de treinta años. ¿Habría existido todo esto sin Felipe el Hermoso, que había impuesto que el papado residiera en Aviñón? Nuevas iglesias y nuevos castillos surgían de la tierra en Bedarrides, Châteauneuf y en Noves.

Bouville sentía cierto orgullo personal, no solamente porque habiendo tenido durante muchos años el cargo de chambelán de Felipe el Hermoso, se sentía vinculado a todos los actos de este rey, sino también porque a él se debía en parte la designación del Papa actual. ¿No había sido él quien hacía nueve años, después de una agotadora carrera en busca de los cardenales diseminados entre Carpentras y Orange, había propuesto al cardenal Duèze como candidato de la corte de Francia? Los embajadores se creen fácilmente únicos promotores de sus misiones cuando estas tienen éxito. Y Bouville, mientras iba al banquete que el Papa Juan XXII ofrecía en su honor, hinchaba el vientre creyendo hinchar el pecho, se sacudía los blancos cabellos sobre el cuello de su manto de piel, y hablaba en voz bastante alta a sus escuderos, por las calles de Aviñón.

Una cosa parecía bien determinada: la Santa Sede no volvería a Italia. Se habían acabado las ilusiones abrigadas durante el pontificado anterior. Era inútil que gritaran los patricios romanos y amenazaran a Juan XXII con crear un cisma y elegir a otro Papa, que ocuparía verdaderamente el trono de San Pedro. El antiguo burgués de Cahors había sabido responder a los príncipes de Roma, concediéndoles sólo cuatro capelos de los dieciséis que había impuesto desde su coronación. Todos los demás habían sido para los franceses.

—Ya veis, messire conde —había dicho el papa Juan a Bouville días antes en la primera audiencia, y expresándose con aquel soplo de voz con el que gobernaba a la cristiandad...—, ya veis, hay que gobernar con los amigos en contra de los enemigos. Los príncipes que gastan tiempo y fuerzas para ganarse sus adversarios, descontentan a sus partidarios verdaderos y sólo se hacen falsos amigos, dispuestos siempre a traicionarles.

Para convencerse de la intención del Papa de permanecer en Francia, bastaba ver el castillo que acababa de construir sobre el terreno del antiguo obispado, y que dominaba la ciudad con sus almenas, torres y barbacanas. El interior estaba dividido en espaciosos claustros, salas de recepción y departamentos espléndidamente decorados de azul, tachonados de estrellas como el cielo. Había dos ujieres en la primera puerta, otros dos en la segunda, cinco en la tercera y catorce más en las restantes. El mariscal del palacio mandaba a cuarenta correos y sesenta y tres sargentos de armas.

«Todo esto no parece un establecimiento provisional», se decía Bouville, siguiendo al mariscal, que había salido a recibirlo hasta la puerta del palacio y lo guiaba a través de las salas.

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