La loba de Francia (16 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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Para muchos teólogos, tales creencias olían a azufre infernal. Sentado a la mesa se encontraba también un gran cisterciense llamado Jacobo Fournier
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, antiguo abad de Fontfroide, conocido por «el cardenal blanco», que empleaba todos los recursos de su ciencia apologética para sostener y justificar las audaces tesis del Padre Santo.

Juan XXII prosiguió:

—No os inquietéis, pues, messire conde, por la herejía de los moros. Protejamos nuestras costas contra sus navíos, pero dejémoslos al juicio del Señor Todopoderoso, cuyas criaturas son, después de todo, y que sin duda tiene sus designios acerca de ellos. ¿Quién puede afirmar lo que les sucede a las almas de los que no están tocados por la gracia de la Revelación?

—Van al Infierno —dijo inocentemente Bouville.

—¡El Infierno, el Infierno! —susurró el frágil Papa encogiéndose de hombros—. No habléis de lo que ignoráis. Y no queráis hacerme creer —somos viejos amigos, Bouville— que monseñor de Valois pide a mi tesoro un millón doscientas mil libras para salvar a los infieles. Por otra parte, se que el conde de Valois ya no tiene tanto interés en su cruzada.

—A decir verdad, Padre Santo —dijo Bouville vacilando un poco— ...sin estar lo informado que vos estáis, me parece, sin embargo...

«¡Oh, qué mal embajador! —pensó el papa Juan—. Si yo estuviera en su lugar, haría creer que Valois había reunido ya sus pendones, y no cedería por menos de trescientas mil libras.»

Dejó que Bouville se confundiera lo bastante.

—Diréis a monseñor de Valois —declaró por fin— que el padre Santo renuncia a la cruzada; y como monseñor es hijo obediente y respetuoso de las decisiones de la Santa Iglesia, se que obedecerá.

Bouville se sentía muy desgraciado. Cierto es que todo el mundo deseaba renunciar a la cruzada, pero no de ese modo, en dos frases y sin contrapartida.

—No dudo, Padre Santo —respondió Bouville—, que monseñor de Valois os obedezca, pero ha comprometido, además de su propia autoridad, grandes sumas.

—¿Cuánto necesita monseñor de Valois para no sufrir demasiado por haber comprometido su autoridad personal?

—No lo sé, Padre Santo —dijo Bouville enrojeciendo—. Monseñor de Valois no me ha encargado que responda a tal pregunta.

—¡Sí, sí! Lo conozco bastante para saber que lo ha previsto. ¿Cuánto?

—Ha adelantado mucho a los caballeros de sus propios feudos para equipar a sus mesnadas...

—¿Cuánto?

—Se ha preocupado de esa nueva artillería de pólvora...

—¿Cuanto, Bouville?

—Ha hecho grandes pedidos de toda clase de armas...

—No soy hombre de guerra, messire, y no os pido la cuenta de las ballestas. Os pido solamente que digáis la cifra que monseñor de Valois desea para resarcirse.

Al mismo tiempo sonreía al ver en ascuas a su interlocutor. Y el mismo Bouville no podía reprimir una sonrisa al ver atravesadas sus grandes astucias como si fueran una espumadera. ¡había que decir la cifra! Adoptó una voz tan susurrante como la del Papa para decir:

—Cien mil libras...

Juan XXII movió la cabeza y dijo:

—Es lo que acostumbra a exigir el conde Carlos. Hasta me parece que los florentinos tuvieron que darle más en otro tiempo para librarse de la ayuda que les había prestado. A los sieneses les costó menos para que consintiera en abandonar su ciudad. En otra ocasión, el rey de Anjou tuvo que arrancarse la misma suma para agradecerle un auxilio que no le había solicitado. Es un procedimiento financiero como otro cualquiera... Sabed, Bouville, que vuestro Valois es un ladrón.

Vamos, llevadle la buena noticia... ¡Le daremos sus cien mil libras y nuestra bendición apostólica!

Estaba satisfecho de que le costase solo esta suma, Y Bouville se sentía feliz al ver cumplida su misión. ¡Le era muy penoso discutir con el soberano pontífice como si fuera cualquier negociante lombardo! Pero el Santo Padre tenía estas reacciones, que no eran exactamente de generosidad, sino una simple estimación del precio que había de pagar por su poder.

—¿Os acordáis, messire conde —continuó el Papa—, cuando me trajisteis aquí mismo cinco mil libras de parte del conde de Valois para asegurar en el cónclave la elección de un cardenal francés?

La verdad es que aquel dinero fue colocado a buen interés.

Bouville se enternecía siempre con sus recuerdos. Volvía a ver aquella pradera brumosa al norte de Aviñón, aquel prado del Pontet, y reconstruía mentalmente la curiosa entrevista que habían mantenido los dos, sentados en un murete.

—Sí, me acuerdo, Padre Santo —dijo—, ¿Sabéis que cuando os vi acercaros creí que me habían engañado, que vos no erais cardenal, sino un joven clérigo a quien habían disfrazado para enviarlo en vuestro lugar?

El cumplido hizo sonreír al Papa Juan. También el se acordaba.

—¿Y qué se ha hecho de aquel joven Guccio Baglioni, aquel italiano que trabajaba en la banca, que os acompañaba entonces, y que luego me enviasteis a Lyon, donde tan bien me sirvió durante el cónclave murado? Lo hice paje mío. Creía que lo volvería a ver. Ha sido el único que me sirvió en otro tiempo y que no ha venido a solicitar una gracia o un cargo.

—No lo sé, Padre Santo, no lo sé. Regresó a su Italia natal, y tampoco yo he tenido noticias suyas.

Bouville se había turbado al responder, y esa turbación no pasó inadvertida al Papa.

—Si no recuerdo mal, había tenido un mal asunto de matrimonio, o de falso matrimonio, con una hija de la nobleza a la que había hecho madre. Los hermanos de ella lo perseguían. ¿No es así?

Sí, el Padre Santo se acordaba bien. ¡Ah, que memoria tenía!

—Me sorprende —insistió el Papa Juan—, que estando protegido por vos y por mi, y ejerciendo el oficio de banquero, no lo haya aprovechado para hacer fortuna. ¿Nació el hijo que esperaba? ¿Vive?

—Sí, sí, nació —dijo apresuradamente Bouville—. Vive con su madre en el campo.

Cada vez se mostraba más turbado.

—Me dijeron... ¿quién me lo dijo?... —prosiguió el Papa— que esa joven había sido nodriza del pequeño rey póstumo que dio a luz la señora Clemencia de Hungría durante la regencia del conde de Poitiers. ¿Es cierto eso?

—Sí, sí, Padre Santo, creo que fue ella.

Se advirtió un estremecimiento en las mil arrugas que surcaban la cara del Papa.

—¡Cómo! ¿Lo creéis solamente? ¿No erais curador del vientre de la señora Clemencia? ¿Y no estabais a su lado cuando tuvo la desgracia de perder a su hijo? Deberíais saber con seguridad quien era la nodriza.

Bouville se sintió enrojecer. Debió haber desconfiado cuando el Padre Santo pronunció el nombre de Guccio Baglioni, y debió haber pensado que ocultaba una segunda intención tras aquel recuerdo. La digresión del Papa había sido más hábil que la suya propia, cuando se había referido al concilio de Valladolid y a los moros de España para llegar al tema de las finanzas del conde de Valois. Seguramente el Papa debía de tener noticias de Guccio, pues sus banqueros, los Bardi, trabajaban con los Tolomei de Siena.

Los diminutos ojos grises del Papa no se apartaban de los de Bouville, y las preguntas continuaban:

—¿No tuvo la señora de Artois un gran proceso en que debisteis testimoniar? ¿Que hubo de verdad, querido sire conde, en aquel asunto?

—Nada más, Padre Santo, que lo que aclaró la justicia. Habladurías y malevolencias de los que se quiso justificar la señora Mahaut.

Terminaba el banquete, y los escuderos, pasando los aguamaniles y las bacías, echaban agua sobre las manos de los convidados. Se acercaron dos caballeros nobles para empujar ligeramente hacia atrás el asiento del Padre Santo.

—Sire conde —dijo el Papa—, me ha satisfecho en extremo volveros a ver. Debido a mi avanzada edad, no sé si tendré esta alegría de nuevo...

Bouville, que se había levantado, respiró mejor. Parecía llegado el momento de la despedida, que pondría fin a aquel interrogatorio.

—...Por lo tanto, antes de partir —continuó el Papa—, quiero concederos la mayor gracia que se puede dispensar a un cristiano. Voy a confesaros, yo mismo. Acompañadme a mi habitación.

II.- Penitencia para el Padre Santo

—¿Pecado de la carne? Ciertamente, ya que sois hombre... ¿Pecados de gula? Basta veros.

Estáis gordo... ¿Pecados de orgullo? Sois gran señor... Pero vuestro mismo estado os obliga a la frecuencia en vuestras devociones; así, todos estos pecados, que son en el fondo comunes a la naturaleza humana, los confesáis y se os absuelven regularmente antes de acercaros a la Sagrada Mesa.

¡Extraña confesión en la que el primer vicario de la Iglesia romana pronunciaba a la vez las preguntas y respuestas! Su voz suave quedaba en ocasiones cubierta por gritos de pájaros, ya que el Papa tenía en su habitación un papagayo encadenado y, revoloteando en una jaula, cotorras, canarios y esos pequeños pájaros rojos de las islas llamados cardenales.

El pavimento de la pieza era de baldosas pintadas sobre las que se habían extendido alfombras de España. Las paredes y asientos estaban tapizados de verde, y las cortinas de las ventanas y del lecho eran de lino verde. Sobre este color de follaje, de bosques, los pájaros ponían manchas coloradas, como flores. En un ángulo se había instalado una sala de baño, con una bañera de mármol. El guardarropa, al lado de la habitación, estaba abarrotado de colgadores con capas blancas, mucetas granate y ornamentos sacerdotales.

El gordinflón de Bouville, al entrar, había hecho el gesto de arrodillarse, pero el Padre Santo le hizo sentar a su lado en uno de los sillones verdes. La verdad es que no se podía tratar a un penitente con mayor consideración. El antiguo chambelán de Felipe el Hermoso estaba aturdido y tranquilizado al mismo tiempo, ya que sentía miedo de confesar —él, que era un gran dignatario y al soberano pontífice—, todas las manchas de su vida, las pequeñas escorias, los malos deseos, las villanas acciones, el poso que va quedando en el fondo del alma con los días y los años. Ahora bien, el Padre Santo parecía considerar estos pecados como de poca monta, propios, a todo lo más, de la competencia de humildes sacerdotes. Pero Bouville no se había dado cuenta, al levantarse de la mesa, de las miradas intercambiadas por el cardenal Gaucelin Duèze, el cardenal Pouget y el «cardenal blanco». Estos conocían bien la treta habitual del papa Juan: la confesión después de la comida, de la que se servía para entrevistarse a solas con un interlocutor importante, y que le permitía informarse de los secretos de Estado. ¿Quién podía negarse a esta inesperada propuesta, tan halagadora como aterradora? Todo se combinaba para ablandar las conciencias: la sorpresa, el temor religioso y los primeros efectos de la digestión.

—Lo esencial para un hombre —prosiguió el Papa— es haber desempeñado bien el papel que Dios le ha encomendado en este mundo, y en este aspecto sus faltas le son severamente castigadas.

Habeis sido, hijo mío, chambelán de un rey, y otros tres os han encargado las más altas misiones.

¿Habéis sido siempre fiel cumplidor de las tareas que os han encomendado?

—Creo, padre, quiero decir Padre Santo, que me he entregado con celo a mis tareas, y en todo lo posible he sido leal servidor de mis soberanos...

Se interrumpió de pronto al darse cuenta de que no estaba allí para hacer su propio elogio.

Cambió de tono y prosiguió:

—Debo acusarme de haber fracasado en ciertas misiones que hubiera podido llevar a buen término... Es decir, Padre Santo: no siempre he tenido la mente despejada y, a veces, me he dado cuenta demasiado tarde de los errores cometidos.

—No es pecado tener en ocasiones poca viveza mental; eso nos puede ocurrir a todos y es exactamente lo contrario del espíritu de malicia. Pero, ¿no habéis cometido, en vuestras misiones, o incluso por ellas mismas, faltas graves, tales como falso testimonio... homicidio...?

Bouville movió la cabeza de derecha a izquierda, indicando negación.

Sin embargo, los pequeños ojos grises, sin cejas ni pestañas, brillantes y luminosos en el rostro arrugado, permanecieron fijos sobre él.

—¿Estáis seguro? Ahora tenéis ocasión de purificar por completo vuestra alma. ¿Nunca habéis dicho falso testimonio? —preguntó el Papa.

Bouville se sintió de nuevo inquieto. ¿Qué significaba esa insistencia? El papagayo lanzó un grito ronco desde el palo de la jaula, y Bouvílle se sobresaltó.

—A decir verdad, Padre Santo, una cosa me inquieta el alma, pero no sé si es pecado, ni que nombre darle. Os juro que no he cometido homicidio, pero no he sabido impedirlo. Y luego tuve que decir falso testimonio, pero no podía obrar de otra manera.

—Contadme eso, Bouville —dijo el Papa.

Ahora fue él quien tuvo que recobrarse:

—Confesadme ese secreto que tanto os pesa, hijo mío.

—Cierto es que me pesa —dijo Bouville—, y más aún desde la muerte de mi buena esposa Margarita, con la que lo compartía. Frecuentemente pienso que si me muriera sin haberlo confiado a nadie...

De repente se le saltaron las lágrimas.

—¿Cómo no he pensado antes en confiároslo, Padre Santo? Ya os lo decía: con frecuencia soy lento de pensamiento... Fue después de la muerte del rey Luis X, primogénito de mi señor Felipe el Hermoso...

Bouville miró al papa y se sintió ya casi aliviado. Por fin iba a poder descargar su alma de aquel peso que llevaba desde hacía ocho años. Sin ninguna duda, había sido el peor momento de su vida, y desde entonces el remordimiento no le había dado tregua. ¿Por qué no había venido antes a confesar todo eso al Papa?

Ahora Bouville hablaba con facilidad. Contó que, habiendo sido nombrado curador del vientre de la reina Clemencia, después del fallecimiento de Luis el Turbulento, había temido que la condesa Mahaut de Artois cometiera una acción criminal contra la reina y el hijo que llevaba en su seno. En aquel tiempo, monseñor Felipe de Poitiers, hermano del rey fallecido, reclamaba la regencia en contra del conde de Valois y del duque de Borgoña.

Ante ese recuerdo, Juan XXII levantó por un instante la mirada hacia las pintadas vigas de madera del techo, y por su estrecha cara pasó una expresión soñadora. Porque había sido él quien había ido a anunciar a Felipe de Poitiers la muerte de su hermano, que conocía por aquel joven lombardo llamado Baglioni.

Bouville temió que la condesa cometiera un crimen, un nuevo crimen, ya que eran muchos los que decían que ella había envenenado a Luis el Turbulento. La condesa tenía toda la razón para odiarlo, puesto que acababa de confiscarle su condado; pero, desaparecido Luis, tenía también buenas razones para desear que el conde de Poitiers, su yerno, ascendiera al trono. El único obstáculo era el hijo que llevaba en su seno la reina; que naciera y que fuera varón.

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