La loba de Francia (19 page)

Read La loba de Francia Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sin esta guerra de Aquitania —continuó la reina—, sin las cartas del Papa, sin esta misión cerca de mi hermano, estoy segura de que me hubiera ocurrido una gran desgracia.

—Sabía, señora, que era el único medio. Creed que no me gustaba esta guerra contra el reino.

Si acepté participar en esta empresa y hacer el papel de traidor... porque rebelarse para defender el propio derecho es una cosa, pero pasarse al ejército adversario es otra...

Le dolía su campaña de Aquitania y quería disculparse.

—...fue porque sabía que el Único medio de liberaros era debilitar al rey Eduardo. Fui yo quien concebí vuestra venida a Francia, señora, y no he parado hasta conseguirlo.

La voz de Mortimer estaba animada de una vibración grave. Los párpados de Isabel se entrecerraron. Su mano arregló maquinalmente una de sus trenzas rubias que enmarcaban su rostro como asas de ánfora.

—¿Que herida es ésa que tenéis en el labio, que yo no conocía? —preguntó.

—Un regalo de vuestro esposo, señora, un golpe de mangual que me asestaron los de su partido dentro de la armadura cuando me derribaron en Shrewsbury, donde fui muy desgraciado.

Desgraciado, señora, menos por mí mismo, menos por haber arriesgado mi vida y por la prisión sufrida, que por haber fracasado en llevaros la cabeza de los Despenser, después del combate librado por vos.

Eso no era toda la verdad; la salvaguardia de sus dominios y prerrogativas había pesado tanto en las decisiones militares del barón de las Marcas como el deseo de servir a la reina.

Pero en ese momento estaba sinceramente convencido de haber actuado sólo por defenderla.

E Isabel lo creyó. ¡Había deseado tanto poder creerlo! ¡Había esperado tanto que se levantara un día un campeón de su causa! Y ahora ese campeón estaba allí ante ella, con su gran mano delgada que había llevado la espada, y la señal en el rostro, ligera pero indeleble, de una herida sufrida por ella. Con su negro vestido parecía arrancado de un libro de caballería.

—¿Os acordáis, amigo Mortimer... os acordáis de la endecha del caballero de Graélent?

Frunció sus espesas cejas. ¿Graélent? Le sonaba el nombre, pero no se acordaba del asunto.

—Está en un libro de María de Francia, libro que me robaron, como todo lo demás —prosiguió Isabel—. Ese Graélent era un caballero tan fuerte, tan hermosamente leal, y su fama era tan grande, que la reina de aquel tiempo se enamoró de el sin conocerlo. Lo mandó buscar, y las primeras palabras que le dijo cuando lo tuvo delante, fueron: «Amigo Graélent, nunca he amado a mi esposo; pero a vos os amo tanto como se puede amar, y soy vuestra.»

Se asombró de su audacia y de que su memoria le hubiera traído tan a propósito las palabras que expresaban exactamente sus sentimientos. Durante varios segundos le pareció que el sonido de su voz se prolongaba en sus tímpanos. Esperaba ansiosa y turbada, confusa y ardiente, la respuesta de este nuevo Graélent.

«¿Puedo confesarle ahora que la amo?», se preguntaba Roger Mortimer como si no fuera esto lo único que podía decir. Pero hay terrenos en que los hombres más bravos en la batalla se muestran singularmente inhábiles.

—¿Habéis amado alguna vez al rey Eduardo? —dijo.

Los dos se sintieron igualmente decepcionados. ¿Era necesario, en aquel momento, nombrar a Eduardo? La reina se incorporó ligeramente en su asiento.

—Creí amarlo —dijo—. Me esforcé en hacerlo, con sentimientos preconcebidos; luego, conocí en seguida con que hombre me había unido. Ahora le odio, con un odio tan intenso que sólo puede desaparecer con él... o conmigo. ¿Sabéis que durante largos años creí que el disgusto de Eduardo hacia mí provenía de un defecto de mi naturaleza? ¿Sabéis, amigo Mortimer, puesto que debo confesároslo todo, y por otra parte vuestra esposa lo sabe bien, que las últimas veces que se esforzó en frecuentar mi cama, cuando concebí a mi última hija, me impuso que el joven Hugh lo acompañara hasta mi lecho, y para poder cumplir su acto de esposo tenía que acariciarse antes con él, diciéndome que debía amar a Hugh como a el mismo, puesto que estaban tan unidos que no eran más que uno? Entonces fue cuando lo amenacé con escribir al Papa...

El furor había enrojecido la cara de Mortimer. Era un golpe contra su honor e igualmente contra su sentimiento amoroso. Eduardo era verdaderamente indigno de ser rey. ¡Cuándo se podría gritar a todos sus vasallos: «¡Mirad quién es vuestro soberano, ved ante quien os arrodilláis y habéis prestado homenaje! ¡Retractaos de vuestro juramento!» ¿Y no era injusto, habiendo en el mundo tantas mujeres infieles, que este hombre tuviera una esposa tan virtuosa? ¿No merecía que ella se hubiera entregado al primero que llegara, para envilecerlo? ¿Pero había permanecido ella absolutamente fiel? ¿Había llenado algún secreto amor tan desesperante soledad?

—¿Y nunca os habéis abandonado a otros brazos? —preguntó Mortimer con voz ya celosa, esa voz que complace tanto, que emociona tan intensamente a la mujer, al comienzo de un sentimiento, y que cansa tanto al final de una relación.

—Jamás —respondió.

—¿Ni siquiera en los de vuestro primo el conde de Artois, que parecía mostraros esta mañana bien claramente que estaba enamorado de vos?

Ella se encogió de hombros.

—Ya conocéis a mi primo Roberto; para él cualquier caza es buena. No le importa que sea reina o pícara. Un día lejano, en Westmoustiers, le confié mi desamparo y él se ofreció a consolarme; nada más. Por otra parte, ya le habéis oído decir: «¿Y seguís con vuestra castidad, prima mía...?» No, gentil Mortimer, mi corazón está desoladamente vacío... y muy cansado de estarlo.

—¡Ah, y yo no me he atrevido a deciros, señora, que desde hace mucho tiempo vos erais la única dama de mis pensamientos! —exclamó Mortimer.

—¿Es verdad eso, mi dulce amigo? ¿Hace mucho tiempo?

—Creo, señora, que desde la primera vez que os vi. Pero me dí cuenta claramente un día en Windsor, al ver cómo se os saltaban las lágrimas por alguna afrenta que os había hecho el rey Eduardo. ¿Creéis que en la prisión no había ni día ni noche en que no pensara en vos, y que la primera pregunta que hice al escaparme de la Torre...?

—Lo sé, amigo Roger, lo sé; me lo dijo el obispo Orletón; entonces me sentí dichosa de haberos ayudado con mi tesoro para que recuperarais la libertad; no por el oro, que nada suponía, sino por el peligro que era grande. Vuestra evasión acrecentó mis tormentos...

Mortimer se inclinó profundamente, arrodillándose casi, para indicar su gratitud.

—¿Sabéis, señora —dijo con tono todavía más grave—, que desde que pisé tierra francesa hice voto de vestirme de negro hasta recobrar a Inglaterra, y... no tocar mujer hasta libertaros?

Alteraba ligeramente los términos iniciales de su voto, y confundía a la reina con el reino.

Pero a los ojos de Isabel cada vez se identificaba mas con Graélent, Parsifal, Lanzarote...

—¿Y habéis mantenido vuestro voto? —preguntó la reina.

—¿Lo dudáis?

Ella le dio las gracias con una sonrisa, con un vaho que subió a sus grandes ojos azules, y con la mano tendida, una mano frágil que fue a posarse como un pájaro en la del gran barón. Se entreabrieron los dedos, se enlazaron, se cruzaron...

—¿Creéis que tenemos derecho? —dijo ella tras un silencio—. Prometí fidelidad a mi esposo, por malo que sea. Y vos tenéis una esposa a la que no Se le puede hacer ningún reproche. Hemos contraído lazos ante Dios. Y yo he sido dura con los pecados ajenos...

¿Quería defenderse de sí misma o deseaba cargar el pecado sobre él?

Mortimer se levantó.

—Ni vos ni yo, reina mía, nos casamos a gusto nuestro. Pronunciamos el juramento; pero en elecciones que no habíamos hecho nosotros. Obedecimos a decisiones de nuestras familias y no a la voluntad de nuestro corazón. Para almas como las nuestras...

Se interrumpió. El amor que teme ser nombrado empuja a las acciones más extrañas; el deseo da grandes rodeos para requerir sus derechos. Mortimer estaba en pie delante de Isabel, y sus manos seguían enlazadas.

—¿Queréis, reina mía, que nos hermanemos? ¿Aceptáis intercambiar nuestra sangre para que yo sea siempre vuestro apoyo, y vos siempre mi dama?

Su voz temblaba ante aquella inspiración repentina y desmesurada que había tenido; y los hombros de la reina se estremecieron. Porque había brujería, pasión y fe al mismo tiempo, y una mezcla de todas las cosas divinas y diabólicas, caballerescas y carnales a la vez en lo que acababa de proponer. Era el ligamen de sangre de los hermanos de armas y el de los amantes legendarios, el ligamen de los Templarios traído de Oriente por las cruzadas, el ligamen de amor que unía a la esposa mal casada con el amante elegido, y a veces por encima del marido mismo, a condición de que el amor fuera casto... ó que se creyera que lo sería. Era el juramento de los cuerpos, más poderoso que el de las palabras y que no se podía romper, retractar ni anular. Las dos criaturas humanas que lo pronunciaban quedaban más unidas que los mellizos, debían protegerse en todo y no podían sobrevivirse. «Deben de estar hermanadas»..., se decía de ciertas parejas, con un pequeño estremecimiento de temor y de envidia.

—¿Podría solicitaros todo? —dijo Isabel con voz muy baja.

Mortimer respondió cerrando los párpados.

—Me entrego a vos —dijo él—. Podéis exigirme lo que os plazca, y no darme más que lo que vos queráis. Mi amor será lo que vos deseéis. Puedo acostarme a vuestro lado, desnudos ambos, y no tocaros si me lo habéis prohibido.

No respondían estas palabras al deseo de los dos, sino a una especie de rito de honor que se debían, conforme a las tradiciones caballerescas. El amante se obligaba a mostrar la fuerza de su alma y la pujanza de su respeto. Se ofrecía a la prueba cortés, cuya duración se dejaba a la decisión de la amante; dependía de ella que durara siempre o que fuera abolida inmediatamente.

—¿Consentís, reina mía? —dijo.

Ahora fue ella la que respondió bajando los párpados.

—¿En el dedo? ¿En la frente? ¿En el corazón? —preguntó Mortimer.

Podían hacerse una incisión en el dedo, dejar que su sangre goteara en un vaso, mezclarlas y beber por turno. Podían hacerse una incisión en la frente, al nacimiento de los cabellos, y juntando las cabezas, intercambiar mutuamente sus pensamientos...

—En el corazón —respondió Isabel.

Era la respuesta que él deseaba.

Cantó un gallo en los alrededores, y su grito rasgó la noche silenciosa. Isabel pensó que el día que iba a levantarse sería el primero de primavera.

Roger Mortimer se abrió la cota, la dejó caer al suelo y se arrancó la camisa. Ante la mirada de Isabel apareció con el torso desnudo, bombeado.

La reina se desprendió el corpiño; con un movimiento flexible de los hombros sacó de las mangas sus brazos finos y blancos, y descubrió sus senos, a los que cuatro maternidades no habían hecho caer; su gesto tenía un orgullo decidido, casi desafiante.

Mortimer se sacó la daga de la cintura, e Isabel el largo alfiler, terminado en una perla, que retenía sus trenzas, y las asas de ánfora cayeron con suave caída. Mortimer, sin apartar la mirada de los ojos de la reina, con mano firme, se hirió en la piel; la sangre corrió, como un minúsculo arroyo rojo a través de su vello castaño. Isabel hizo lo mismo con el alfiler, en el nacimiento del seno izquierdo, y la sangre brotó como el jugo de un fruto. El miedo al dolor, más que el dolor mismo, le crispó por un instante la comisura de los labios. Luego ella avanzó un paso hacia Mortimer y apoyó sus senos contra su torso levantándose sobre las puntas de los pies para juntar las dos heridas. Cada uno de ellos sintió el contacto de la carne que se aproximaba por primera vez y de aquella sangre tibia que les pertenecía a los dos.

—Amigo —dijo ella—, os entrego mi corazón y tomo el vuestro, que me hace vivir.

—Amiga —respondió él—, lo retengo con la promesa de guardarlo en lugar del mío.

No se desprendieron; prolongaron indefinidamente este extraño beso de los labios que se habían abierto voluntariamente en el pecho. Sus corazones, repercutiendo uno en el del otro, batían al unísono, rápidos y violentos. Tres años de castidad de él y quince de espera amorosa de ella.

—Apriétame fuerte, amigo —murmuró ella.

Su boca se elevó hacia la blanca cicatriz que dividía el labio de Mortimer, y sus dientes de pequeño carnicero se entreabrieron para morder.

El rebelde de Inglaterra, el evadido de la Torre de Londres, el gran señor de las Marcas galesas, el antiguo Gran juez de Irlanda, Lord Mortimer de Wigmore, amante de la reina Isabel desde hacía dos horas, acababa de salir triunfante, pletórico de sueños, por la escalera privada.

La reina no tenía sueño. Tal vez más adelante se apoderaría de ella el cansancio; por el momento estaba deslumbrada, estupefacta como si un cometa continuara girando alrededor de ella.

Contemplaba con emocionada gratitud el lecho revuelto. Saboreaba la sorpresa de la felicidad hasta entonces desconocida. Nunca había imaginado que se pudiera aplastar la boca contra un hombro para ahogar un grito. Permanecía en pie cerca de la ventana, cuyos postigos pintados había abierto.

Sobre París surgía el día, brumoso y mágico. ¿Era verdad que había llegado la víspera por la tarde?

¿Había existido hasta esa noche? ¿Era esta misma ciudad la que había conocido en su infancia? El mundo nacía de repente.

El Sena corría, gris, a los pies de palacio, y allá, en la otra orilla se levantaba la vieja Torre de Nesle. Isabel se acordó de pronto de su cuñada Margarita de Borgoña. Un gran pánico se apoderó de ella: «¿Qué hice entonces? —pensó— ¿Qué hice...? ¡Si hubiera sabido...!»

Todas las mujeres enamoradas desde el comienzo de los tiempos le parecían criaturas elegidas, hermanas suyas... «¡He tenido el placer, que vale más que todas las coronas del mundo, y no lamento nada...!» Estas palabras, este grito que Margarita, ahora muerta, le había lanzado desPués del juicio de Maubuisson, ¡cuántas veces se lo había repetido Isabel sin comprenderlo! Y, por fin, esa mañana de primavera, la fuerza de un hombre, la alegría de tomar y ser tomada, se lo había hecho comprender. «Seguramente, hoy no la denunciaría.» Y, de repente, sintió remordimiento y vergüenza de aquel acto que había creído de justicia real y ahora le parecía el único pecado de su vida.

VI.- Aquel hermoso año de 1325

Para la reina Isabel la primavera del año 1325 fue encantadora. Se maravillaba de las soleadas mañanas en las que centelleaban los tejados de la ciudad; millares de pájaros piaban en los jardines; las campanas de todas las iglesias, conventos, monasterios, incluso la campana mayor de Notre-Dame, parecía dar horas de felicidad. Las lilas embalsamaban las noches, bajo un cielo estrellado.

Other books

Project Maigo by Jeremy Robinson
Ask Me No Questions by Patricia Veryan
Taming The Biker - A MC Biker Romantic Suspense Story by Alexandra, Cassie, Middleton, K.L.
A Touch of Dead by Charlaine Harris
The Creeping by Alexandra Sirowy
Notas a Apocalipsis Now by Eleanor Coppola