—Una desgracia, mi buen sobrino; era un verdadero padre para tí... —dijo en voz baja.
—Y para vos, mi buena tía, es un buen golpe —respondió en el mismo tono—. Tenéis casi la edad de Carlos; la edad en que se muere...
La gente salía y entraba de la sala. Isabel se dio cuenta de pronto de que el obispo Stapledon había desaparecido, o, más exactamente, estaba a punto de desaparecer, ya que lo vio atravesar la puerta con ese movimiento untuoso, furtivo y seguro que tienen los eclesiásticos para pasar entre los grupos. Tras él caminaba el canónigo Hirson, canciller de Mahaut. La giganta siguió también con la mirada aquella salida, y las dos mujeres se sorprendieron en su común observación...
Isabel se hizo en seguida inquietantes preguntas. ¿Qué tendrían que decirse Stapledon, enviado de sus enemigos, y el canciller de la condesa? ¿Y cómo se conocían si Stapledon había llegado la víspera? Era evidente que los espías de Inglaterra habían trabajado para Mahaut. «Tiene toda la razón para quererse vengar y perjudicarme —pensaba Isabel—. En otro tiempo denuncié a sus hijas... ¡Ojalá Roger estuviera aquí! ¿Por qué no habré insistido para que viniera?»
Los dos eclesiásticos no tuvieron dificultad en reunirse. El canónigo Hirson se había hecho designar el enviado de Eduardo.
—Reverendissimus sanetissimusque Exeteris episcopus? —Le había preguntado—. Ego canonicus et comitissae Artesíensis cancellarius sum.
—¿Muy reverendo y santo obispo de Exeter? Yo soy canónigo y canciller de la condesa de Artois.
Tenían la misión de encontrarse en la primera ocasión. Y ésta acababa de presentarse.
Ahora, sentados uno junto al otro en el derrame de una ventana, en el retiro de la antecámara, con el rosario en la mano, conversaban en latín, como si rezaran las plegarias de los agonizantes.
El canónigo Hirson poseía la copia de una carta muy interesante de cierto obispo inglés que firmaba «ó», dirigida a la reina Isabel, carta que había sido robada a un comerciante italiano mientras dormía en una posada de Artois. Este obispo «ó» aconsejaba a la destinataria que no regresara por el momento, que se hiciera el mayor número de partidarios que pudiera en Francia, y que reuniera a mil caballeros y desembarcara con ellos para expulsar a los Despenser y al dañino obispo Stapledon. Thierry de Hirson llevaba una copia. ¿Deseaba conocerla monseñor Stapledon?
Pasó un papel de la muceta del canónigo a las manos del obispo, quien le echó una mirada y reconoció el estilo hábil y preciso de Adan Orletón. Si Lord Mortimer —añadía el obispo— se pone al frente de esta expedición, toda la nobleza inglesa se les unirá en pocos días.
El obispo Stapledon se mordió la punta del pulgar.
—Ille baro de Mortuo Mari concubinus Isabellae reginae aperte est.
—Ese barón Mortimer vive en abierto concubinato con la reina Isabel.
¿Quería pruebas el obispo? Hirson se las proporcionaría cuando quisiera. Bastaba con interrogar a los sirvientes, hacer vigilar las entradas y salidas del palacio de la Cité, preguntar simplemente su opinión a los familiares de la corte.
Stapledon se metió la carta en el vestido, debajo de la cruz pectoral.
Entretanto, monseñor de Valois había nombrado a los ejecutores de su testamento. Su gran sello, formado de un semillero de flores de lis rodeado de la inscripción «Caroli regis Franciae filii, comitis Vales¡ et Andegav¡ae», se había impreso en la cera dejada caer sobre los lazos que pendían por debajo del documento. Los asistentes empezaban a abandonar la habitación.
Carlos, hijo del rey de Francia, conde de Valois y de Anjou.
—Monseñor, ¿puedo presentar a vuestra alta y santa persona a mi sobrina Beatriz, dama de compañía de la condesa? —dijo Thierry de Hirson a Stapledon, mientras señalaba a la hermosa morena, de mirada caída y caderas ondulantes, que se acercaba a ellos.
Beatriz de Hirson besó el anillo del obispo; luego, su tío le dijo unas palabras en voz baja.
La joven volvió al lado de la condesa Mahaut, y le susurró:
—Es cosa hecha, señora.
Y Mahaut, que se encontraba cerca de Isabel, adelantó su gran mano para acariciar la frente del joven príncipe Eduardo.
Luego, todos regresaron a París. Roberto de Artois y el canciller porque tenían que ocuparse en las tareas del gobierno; Tolomei porque así se lo exigían sus asuntos; Mahaut porque, una vez puesta en marcha su venganza, no tenía que hacer nada allí; Isabel porque deseaba hablar cuanto antes con Mortimer; y las reinas viudas porque no hubieran sabido donde alojarlas. Incluso Felipe de Valois tuvo que regresar a París para administrar el gran condado cuyo propietario ya era de hecho.
Al lado del moribundo no quedaron más que su tercera esposa y su hija mayor, la condesa de Hainaut; sus hijos más jóvenes y sus sirvientes. No mucha más gente que alrededor de un pequeño caballero de provincia; cuando su nombre y sus actos habían agitado el mundo desde el Océano hasta las orillas del Bósforo.
Y al día siguiente, y al otro, monseñor de Valois continuaba respirando. El condestable Gaucher lo había visto claro: la vida continuaba revolviéndose en aquel cuerpo fulminado.
Durante aquellos días toda la corte se trasladó a Vincennes para el homenaje que el joven príncipe Eduardo, duque de Aquitania, iba a rendir a su tío Carlos el Hermoso.
Después, un día en París una parte de un andamio cayó muy cerca de la cabeza del obispo Stapledon; al día siguiente, se quebró una pasarela bajo los cascos de la mula del clérigo que lo seguía; y una mañana, al salir de su alojamiento a la hora de la primera misa, se encontró frente a frente con Gerarde de Alspaye, antiguo lugarteniente de la Torre de Londres, y con el barbero Ogle.
Los dos hombres parecían pasear preocupados; pero ¿se sale de casa a esa hora simplemente para oír cantar a los pájaros? En un rincón había también un pequeño grupo de hombres silenciosos, entre los cuales Stapledón creyó reconocer la larga cara de caballo del barón Maltravers. Un grupo de hortelanos que obstruía el paso de la calle permitió al obispo alcanzar precipitadamente su puerta. Aquella misma tarde, sin despedirse de nadie, emprendía la ruta de Boulogne, para embarcarse secretamente.
Además de la copia de la carta de Orletón, llevaba suficientes pruebas para acusar de complot y traición a la reina Isabel, a Mortimer, al conde de Kent y a todos los señores que los rodeaban.
En una casa solariega de la Isla-de-Francia, a una legua de Rambouillet, Carlos de Valois, abandonado por casi todos y recluido en su cuerpo como si estuviera ya en la tumba, seguía viviendo. El que había sido llamado segundo rey de Francia, solo estaba atento al aire que penetraba en sus pulmones con ritmo irregular, a veces con angustiosas pausas. Y continuaría respirando ese aire, del que se nutre toda criatura durante largas semanas todavía, hasta diciembre.
Hacía ocho meses que la reina Isabel vivía en Francia; había conocido la libertad y reencontrado el amor. Y había olvidado a su esposo, el rey Eduardo. Este solo existía en su pensamiento de una manera abstracta, como una mala herencia dejada por una antigua Isabel que había dejado de existir; él había caído en las zonas muertas del recuerdo. No recordaba ya, cuando se esforzaba en avivar sus resentimientos, el olor del cuerpo de su marido, ni el color exacto de sus ojos. Sólo entreveía la imagen vaga y confusa de una mandíbula demasiado larga bajo una barba rubia y el ondulado y desagradable movimiento de su espalda. Si el recuerdo se esfumaba, el odio, por lo contrario, permanecía tenaz.
La precipitada vuelta del obispo Stapledon a Londres justificó todos los temores de Eduardo, y le demostró que debía hacer regresar a su mujer con la mayor urgencia. Pero era necesario actuar con habilidad y, como decía Hugh, el Viejo, adormecer a la loba si querían que volviera a la madriguera. Por lo tanto, las cartas de Eduardo, durante algunas semanas, fueron las de un esposo amante, afligido por la ausencia de su Compañera. Los mismos Despenser participaron en este ardid, dirigiendo a la reina protestas de devoción y uniéndose a las súplicas del rey para que les concediera la alegría de su pronto regreso. Eduardo había encargado igualmente al obispo de Winchester que usara de toda su posible influencia cerca de la reina.
Pero el 1º de diciembre todo cambió. Ese día Eduardo fue Víctima de una de aquellas cóleras repentinas y dementes, una de aquellas rabias tan poco reales, que a él le daban ilusión de autoridad. El obispo de Winchester acababa de transmitirle la respuesta de la reina: rehusaba volver a Inglaterra por el temor que le inspiraban los manejos del joven Hugh; y además, había hecho partícipe de este temor a su hermano el rey de Francia. No hizo falta más. El correo que Eduardo dictó en Westminster, durante cinco horas de una tirada, iba a sumir en la estupefacción a las cortes de Europa.
En primer lugar escribió a la reina. Ahora no era ya cuestión de «dulce corazón».
Señora —escribió Eduardo—, frecuentes veces os hemos mandado, tanto antes del homenaje como después, que, por el gran deseo de teneros a nuestro lado y la molestia que supone vuestra larga ausencia, regresarais a nos a toda prisa, sin excusa alguna.
Antes del homenaje estabais dispensada por el curso de los trabajos; pero después nos habéis mandado decir por el honorable padre obispo de Winchester que no regresaríais por duda y temor de Hugh Despenser; lo cual nos ha extrañado grandemente; porque vos le habéis hecho y el os ha hecho elogios en mi presencia, principalmente en el momento de vuestra partida, con promesas especiales y otras pruebas de confiada amistad, y después en vuestras cartas particulares, que él nos ha mostrado.
Sabemos bien, y vos lo sabéis igualmente, señora, que el dicho Hugh nos ha concedido siempre todo el honor que ha podido; y vos sabéis también que nunca os ha hecho ninguna villanía desde que sois mi compañera, a no ser una sola vez, casualmente, y por culpa vuestra; recordadlo, si os place.
Nos desagradaría mucho, ahora que se ha rendido homenaje a nuestro querido hermano el rey de Francia y con el que estamos en tan buena amistad, que fueseis vos, a quien enviamos en misión de paz, causa de algún distanciamiento entre nosotros, y por razones inexactas.
Por eso os mandamos, encargamos y ordenamos que, cesando en vuestras excusas y fingidos pretextos, regreséis a toda prisa a nuestro lado.
En cuanto a vuestros gastos, cuando hayáis vuelto, como debe volver toda mujer a su señor, ordenaremos de tal manera que nada os falte y nada pueda deshonraros.
Queremos también y os mandamos que hagáis venir con la mayor premura a nuestro muy querido hijo Eduardo, ya que tenemos grandes deseos de verlo y hablarle.
El honorable padre en Dios Wautier
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, obispo de Exeter, nos ha informado que algunos de nuestros enemígos y desterrados, que estaban junto a vos, lo acecharon para hacerle daño en el cuerpo, si hubieran tenido tiempo, y que, para escapar de tales peligros, se apresuró a venir a nuestro lado, con la fe y fidelidad que nos debe. Os decimos esto para que sepáis que el dicho obispo, al partir tan repentinamente de vuestro lado, no lo hizo por otras razones.
Dado en Westminster el primer día de diciembre de 1325.
EDUARDO
Su furor estallaba al comienzo de la misiva, seguía la mentira, y el veneno estaba sabiamente colocado al final.
Dirigió otra carta, más corta, al joven duque de Aquitania: Muy querido hijo: Aunque seáis joven y de tierna edad, recordaréis bien lo que os encargamos y mandamos al despedirnos en Douvres, y lo que nos respondisteis entonces; lo cual mucho os agradecimos, y no traspaséis o contravengáis en ningún punto lo que os encargamos entonces.
Y puesto que ya habéis rendido vuestro homenaje, presentaos ante nuestro muy querido hermano el rey de Francia, vuestro tío, y despedíos de él, y regresad a nuestro lado en compañía de nuestra muy querida compañera la reina vuestra madre, si ella viene en seguida.
Y si ella no viene, regresad a toda prisa sin más demora, porque tenemos muchos deseos de veros y hablaros; y no dejéis de hacerlo de ninguna manera, ni por vuestra madre ni por nadie.
Nuestra bendición.
Las cartas mostraban, además de un cierto desorden irritado en las frases, que la redacción no había sido confiada al canciller ni a ningún secretario, sino que era obra del propio rey. Casi se podía oír la voz de Eduardo dictando estos mensajes. No se olvidó de Carlos IV el Hermoso. La carta que le dirigió repetía, casi palabra por palabra, todos los conceptos de la enviada a la reina.
Habéis oído por gente digna de fe que nuestra compañera la reina de Inglaterra no se atreve a venir a nuestro lado por temor de su vida y por la duda que tiene sobre Hugh Despenser.
Ciertamente, muy amado hermano, no debe dudar de él ni de ningún otro hombre que viva en nuestro reino; porque, por Dios, no hay Hugh ni ningún otro hombre que viva en nuestro territorio que le desee mal y, si lo supiéramos, lo castigaríamos de tal forma que los demás tomarían ejemplo, cosa que nos permite nuestro poder, gracias a Dios.
Por eso, muy querido y muy amado hermano, os rogamos especialmente, en vuestro honor y en el nuestro, y en el de nuestra dicha compañera, que hagáis cuanto os sea dable para que ella venga a nuestro lado lo mas de prisa que pueda, porque estamos muy apenados al vernos sin su compañía, y de ninguna manera la hubiéramos dejado partir si no hubiera sido por la gran seguridad y confianza que teníamos en vos y en vuestra buena fe para hacerla volver a voluntad nuestra.
Eduardo exigía igualmente la vuelta de su hijo y denunciaba las tentativas de asesinato contra el obispo de Exeter, imputables a los «enemigos y desterrados del otro lado del mar».
Ciertamente, la cólera de ese primer día de diciembre debió de ser fuerte, y las bóvedas de Westminster debieron de devolver durante largo rato vocingleros ecos. Porque con el mismo motivo y en igual tono, escribió Eduardo a los arzobispos de Reims y de Ruan, a Juan de Marigny, obispo de Beauvais, a los obispos de Langres y de Laon, todos ellos padres eclesiásticos; a los duques de Borgoña y de Bretaña, así como a los condes de Valois y de Flandes, pares laicos; al abad de SaintDenis, a Luis de Clermont-Borbon, gran camarero; a Roberto de Artois, a Miles de Noyers, presidente de la Cámara de Cuentas, y al condestable Gaucher de Châtillon.