Ciertamente, un príncipe moribundo es un hombre más pobre que el más pobre siervo de su reino. Porque el siervo no tiene que morir en público; su mujer y sus hijos pueden engañarle sobre la inminencia de su muerte; no se ve rodeado de un boato que le señala su desaparición; no se le exige que deje, in extremis, constancia de su propio fin. Precisamente eso era lo que esperaban de Valois todos los grandes personajes reunidos. ¿No es el testamento la confesión que uno hace de su propia muerte? Una pieza destinada al porvenir de los demás... Su secretario particular esperaba, preparados tintero, vitela y pluma. ¡Vamos, había que empezar... o mejor dicho, acabar! Más que el esfuerzo físico, era difícil el esfuerzo del renunciamiento... El testamento empezaba como una plegaria...
—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...
Carlos de Valois había hablado. Parecía que rezaba.
—Escribid, pues, amigo —dijo al secretario—. Oid bien lo que os voy a dictar. Yo, Carlos...
Se interrumpió, porque era una sensación dolorosa y aterradora oír su voz pronunciando su nombre por última vez. ¿No es el nombre el símbolo mismo de la existencia del ser y de su unidad?
Valois hubiera deseado acabar aquí, porque nada le interesaba ya. Pero todas las miradas estaban fijas en él. Por última vez tenía que actuar para los demás, de quienes se sentía ya tan profundamente separado.
—Yo, Carlos, hijo del rey de Francia, conde de Valois, de Alençon, de Chartres y de Anjou, hago saber que, sano de espíritu aunque enfermo de cuerpo...
Si bien las frases quedaban parcialmente desfiguradas y la lengua se enredaba en ciertas palabras, a veces las más sencillas, la mecánica cerebral continuaba, en apariencia, funcionando con normalidad. Pero este dictado se efectuaba en una especie de desdoblamiento, como si él fuera su propio oyente; le parecía estar en medio de un brumoso río; su voz se dirigía a la orilla de la que se alejaba, y temblaba al pensar lo que ocurriría al tocar la otra orilla.
—...y rogando a Dios clemencia, temeroso del castigo de mi alma el día del Juicio Final, dispongo aquí de mí y de mis bienes, y hago testamento y mi última voluntad de la manera abajo escrita. En primer lugar entrego mí alma a Nuestro Señor Jesucristo y a su misericordiosa Madre, y a todos los Santos...
A una señal de la condesa de Hainaut, el sirviente limpió la saliva que corría por la comisura de los labios de Valois. Todas las conversaciones se interrumpieron, e incluso se evitaban los rozamientos de las telas. Los asistentes parecían sorprendidos de que en aquel cuerpo inmóvil, reducido, deformado por la enfermedad, conservara el pensamiento tanta precisión e incluso rebuscara la formulación de las frases.
Gaucher de Châtillon murmuró a uno de los que estaban a su lado:
—No morirá hoy.
Juan de Torpo, uno de los médicos, hizo una mueca negativa. Para él, monseñor de Valois no llegaría al amanecer. Pero Gaucher insistió:
—He visto a otros, he visto a otros, y os digo que en ese cuerpo hay vida todavía.
La condesa de Mahaut, con el dedo sobre la boca, rogó al condestable que callara; Gaucher era sordo, y no se daba cuenta del volumen de su susurro.
Valois continuaba su dictado:
—Quiero que depositen mi cuerpo en la iglesia de los Hermanos Menores de Paris, entre las sepulturas de mis dos primeras esposas...
Su mirada buscó el rostro de la tercera esposa, la viviente, bien pronto condesa viuda. En su vida habían pasado tres mujeres. La segunda, Catalina, fue la que más había querido, tal vez debido a su mágica corona de Constantinopla. Una belleza, Catalina de Courtenay, digna de llevar un título de leyenda. Valois se asombraba de que en su desgraciado cuerpo, medio inerte y a punto de anularse, hubiera un vago y difuso estremecimiento de los antiguos deseos que transmiten la vida.
Reposaría, pues, al lado de Catalina, al lado de la emperatriz de Bizancio, y al otro lado tendría a su primera esposa, Margarita, hija del rey de Nápoles, ambas convertidas en polvo desde hacía mucho tiempo. ¡Qué extraño es que pueda persistir el recuerdo de un deseo cuando ya no existe el cuerpo que lo inspiraba! ¿Y la resurrección...? Pero estaba la tercera esposa, la que lo miraba y había sido también una buena compañera. Tendría que dejarle algún fragmento carnal.
—Item, quiero que depositen mi corazón en la dicha ciudad, en el lugar donde mi compañera Mahaut de Saint-Pol elija su sepultura, y mis entrañas en la abadía de Chaalis, ya que el derecho a repartir mi cuerpo se me otorgó por bula de nuestro Padre Santo...
Vaciló, en busca de la fecha que no recordaba, y añadió:
...anteriormente.
¡Qué orgulloso se había sentido de esta autorización, concedida solamente a los reyes, de poder distribuir su cadáver, como se reparten las reliquias! Sería tratado como rey hasta en la tumba. Pero ahora pensaba en la resurrección, única esperanza que les queda a los que están en la última etapa. Si las enseñanzas de la religión eran ciertas, ¿cómo se las arreglaría el en esta resurrección? Las entrañas de Chaalís, el corazón donde eligiera Mahaut de Saint-Pol y el cuerpo en la iglesia de París... ¿Se levantaría delante de Catalina y de Margarita con el pecho vacío y el vientre lleno de paja y recosido con cáñamo? ¡Qué gran confusión si resucitaran juntos todos los antepasados, y todos los descendientes, y los asesinos frente a sus víctimas, y todas las queridas, y todos los traidores... ! ¿Se levantaría ante él Marigny?
—...Item, dejo a la abadía de Chaalis sesenta libras tornesas para que celebren mi aniversario.
El paño limpió de nuevo su barbilla. Durante un cuarto de hora enumeró todas las iglesias, abadías, fundaciones pías situadas en sus feudos, dejándoles cien libras, cincuenta, ciento veinte o una flor de lis para embellecer un relicario. Enumeración monótona, salvo para él, pues cada nombre pronunciado le recordaba un campanario, una ciudad, un burgo, de los que seguiría siendo señor durante horas o días. El color de una muralla, la silueta de una espadaña, la sonoridad de unos cantos rodados de una calle empinada, los perfumes de un área de mercados, todas las cosas poseídas por última vez, al nombrarlas. Los asistentes se distraían, como en las misas largas. Sólo Juana la Coja, que sufría de estar tanto tiempo sobre sus piernas desiguales, escuchaba con atención. Sumaba, calculaba. A cada cifra levantaba hacia su marido, Felipe de Valoís, su rostro agraciado, aunque afeado por los malos pensamientos de la avaricia. Todos estos legados cercenaban la herencia.
En el derrame de una ventana, Isabel cuchicheaba con Roberto de Artois: pero la inquietud que revelaba el rostro de la reina nada tenía que ver con la fúnebre circunstancia.
—Desconfiad de Stapledon, Roberto —murmuraba—. Ese obispo es la peor criatura del diablo, y Eduardo no lo ha enviado más que para causar molestias a mí o a los que me apoyan. Nada tenía que hacer él hoy aquí, pero se ha impuesto, porque ha recibido la orden, dice, de escoltar a mi hijo en todas partes. Me espía... La última carta me ha llegado abierta, y con el sello vuelto a pegar...
Se oyó la voz de Carlos de Valois:
—Item, lego a la condesa mi compañera, el rubí que me regaló mi hija de Blois. Item, le dejo el mantel bordado que fue de mi madre la reina María...
Los ojos indiferentes o distraídos durante el enunciado de las pías donaciones se pusieron brillantes ahora que se trataba de joyas. La condesa de Blois arqueó las cejas y expresó cierta decepción. Su padre le podía haber devuelto el rubí que ella le había regalado.
—Item, el relicario que tengo de San Eduardo...
Al oír el nombre de Eduardo, el joven príncipe de Inglaterra levantó sus largas cejas. Pero no, el relicario iba también a Mahaut de Châtillon.
—Item, dejo a Felipe, mi primogénito, un rubí y todos mis arneses y armas, con excepción de una cota de mallas, trabajo de Acre, y la espada con la que combatió el señor de Harcourt, que dejo a Carlos, mi hijo segundo. Item, a mi hija de Borgoña, mujer de mi hijo Felipe, la más hermosa de todas mis esmeraldas.
Las mejillas de la Coja se colorearon ligeramente, y dio las gracias con una inclinación de cabeza que pareció una inconveniencia. Se podía tener la seguridad de que haría examinar las esmeraldas por un joyero para encontrar la más bella.
—Item, a Carlos, mi hijo segundo, todos mis caballos y palafrenes, mi cáliz de oro, una fuente de plata y un misal.
Carlos de Alençon se echó a llorar, estúpidamente, como si sólo se diera cuenta de la agonía de su padre y de la pena que le causaba, cuando lo citaba el moribundo.
—Item, dejo a Luis, mi tercer hijo, toda mi vajilla de plata...
El niño estaba pegado a las faldas de Mahaut de Châtillon, quien le acarició la frente, con tierno gesto.
—Item, quiero y ordeno que todo lo que reste de mi capilla sea vendido para hacer rogar por mi alma... Item, que todos los efectos de mi guardarropa sean distribuidos entre los criados de mi habitación...
Junto a las ventanas abiertas hubo un discreto rumor, y las cabezas se asomaron. Tres literas acababan de entrar en el patio de la casa solariega, que estaba cubierto de paja para amortiguar el paso de los caballos. De una gran litera, ornamentada con esculturas doradas y cortinas bordadas con los castillos de Artois, descendió la condesa de Mahaut, pesada, monumental, grises los cabellos bajo el velo, acompañada de Juana de Borgoña, viuda del rey Felipe el Largo. Seguían a la condesa su canciller, el canónigo Thierry de Hirson, y su dama de compañía, Beatriz, sobrina de éste. Mahaut llegaba de su castillo de Conflans, cerca de Vincennes, de donde no salía en aquellos tiempos hostiles a ella.
La segunda litera, toda blanca, era la de la reina Clemencia de Hungría, viuda de Luis el Turbulento.
De la tercera litera, modesta, con sencillos cortinajes de cuero negro, salía con gran dificultad y ayudado sólo por dos criados, maese Spinello Tolomei, capitán general de los Lombardos de París.
Por los pasillos de la casa solariega avanzaban dos ex reinas de Francia que se habían sucedido en el trono, dos mujeres jóvenes de la misma edad, de treinta y dos años, vestidas enteramente de blanco, según era costumbre en las reinas viudas, rubias y hermosas las dos, que parecían dos hermanas gemelas. Y delante de ellas caminaba, sobrepasándolas toda la cabeza, la terrible condesa Mahaut, de la que todos sabían, aunque no se habían atrevido a testimoniarlo, que había matado al marido de una para que reinara la otra. Por último, arrastrando la pierna, esparcidos los blancos cabellos sobre el cuello y marcado el rostro por el paso del tiempo, avanzaba el viejo Tolomei, que había estado mezclado, poco o mucho, en todas las intrigas. Porque la edad lo ennoblece todo y el dinero es el verdadero poder del mundo; porque sin Tolomei, monseñor de Valois no hubiera podido casarse con la emperatriz de Constantinopla; porque sin Tolomei, la corte de Francia no hubiera podido enviar a Bouville en busca de la reina Clemencia de Nápoles, ni mantener sus procesos Roberto de Artois ni casarse con la hija del conde de Valois; porque sin Tolomei, la reina de Inglaterra no hubiera podido reunirse con su hijo, se tuvieron con el viejo Lombardo, que había visto, prestado y callado tanto, consideraciones que solo se tienen con los príncipes.
Los asistentes se apretaban contra las paredes y se apartaban para dejar libre la puerta.
Bouville se puso a temblar cuando le rozaron las faldas de Mahaut.
Isabel y Roberto intercambiaron una muda interrogación. ¿La entrada de Tolomei en compañía de Mahaut significaba que el viejo zorro toscano trabaja también para el adversario? Pero Tolomei, con una discreta sonrisa, tranquilizó a sus clientes. Esa llegada simultánea no era más que un azar de la ruta.
La entrada de Mahaut había producido turbación en los asistentes. Valois dejó de dictar al ver aparecer a su antigua y gigantesca adversaria, que empujaba ante si a las dos viudas blancas, como si llevara a pacer a dos corderas. Luego Valois vio a Tolomei, su mano válida, en la que brillaba el rubí que pasaría al dedo de su primogénito, se agitó delante de su cara, y dijo:
—Marigny, Marigny...
Creyeron que perdía el juicio. Pero no; la vista de Tolomei le recordaba a su común enemigo. Sin la ayuda de los Lombardos jamás hubiera podido Valois deshacerse del coadjutor.
Entonces, Mahaut de Artois dijo:
—Dios os perdonará, Carlos, ya que vuestro arrepentimiento es sincero.
—¡La muy zorra! —dijo Roberto de Artois en voz bastante alta para que le oyeran los vecinos—.
¡Y se atreve a hablar de remordimientos!
Carlos de Valois, sin hacer caso de la condesa de Artois, hizo señal al Lombardo para que se acercara. El viejo sienés llegó hasta el borde de la cama, levantó la mano paralizada de Valois y la besó. Valois no sintió aquel beso.
—Rogamos por su curación, monseñor —dijo Tolomei.
¡Curación! ¡Era la única palabra confortadora que había oído Valois entre toda aquella gente de la que nadie ponía en duda su muerte y que esperaban su último suspiro como una formalidad necesaria! ¡Curación! ¿Le decía eso el banquero por complacerle o lo pensaba de verdad? Se miraron, y el moribundo vio en el único ojo abierto de Tolomei, en aquel ojo oscuro y astuto, una expresión de amistad. ¡Al fin encontraba una mirada que no lo consideraba eliminado!
—Item, ítem. —prosiguió Valois, apuntando con el dedo al secretario—, quiero y mando que todas mis deudas sean pagadas por mis hijos.
¡Ah! Para Tolomei estas palabras eran un buen regalo, más valioso que todos los rubíes y relicarios. Felipe de Valois, Carlos de Alençon, Juana la Coja y la condesa de Blois pusieron cara de desolación. ¡En buena hora había llegado aquel Lombardo!
—Item, a Aubert de Villepion, mi chambelán, una suma de doscientas libras tornesas; otro tanto a Juan de Cherchemont, que fue mi canciller antes de serlo de Francia; a Pedro de Montguillon, mi escudero...
Monseñor de Valois continuaba ostentando aquella largueza que tan cara le había costado a lo largo de su vida. Quería recompensar regiamente a los que le habían servido. Doscientas, trescientas libras... no eran legados enormes, pero, como se trataba de cuarenta o cincuenta, además de las donaciones pías... ¡No iba a bastar el oro del Papa, ya bastante disminuido, ni un año de rentas del patrimonio Valois! ¡Carlos sería prodigio hasta después de muerto!
Mahaut se acercó al grupo inglés. Saludó a Isabel con una mirada de antiguo odio, sonrió al pequeño príncipe como si fuera a morderlo, y por último miró a Roberto.