La loba de Francia (20 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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Cada jornada aportaba su brazada de placeres: justas, fiestas, torneos, partidas de caza y de campo. La capital tenía aspecto próspero, y en todas partes se notaba un gran deseo de divertirse.

Se gastaba profusamente en diversiones públicas, a pesar de que el presupuesto del Tesoro había señalado el año anterior una pérdida de trece mil seiscientas libras, cuya causa,« según reconocían todos, había sido la guerra de Aquitania. Para conseguir ingresos, multaron con doce, quince y cincuenta mil libras a los obispos de Ruan, Langres y Lisieux, respectivamente, por las violencias cometidas contra sus cabildos o la gente del rey; de tal forma estos prelados, demasiado autoritarios, habían cubierto el déficit militar. Además, se ordenó a los Lombardos una vez más que volvieran a comprar su derecho de burguesía.

Así se alimentaba el lujo de la corte; todos se daban prisa en divertirse y gozaban de ese primer placer que consiste en darse como espectáculo a los demás. Y lo que ocurría en la nobleza ocurría en la burguesía y hasta en el bajo pueblo; todos gastaban más allá de sus medios en cosas que sólo concernían a la alegría de vivir. Hay años de esta clase, en los que el destino parece sonreír: son un reposo, un respiro, en medio de las dificultades de los tiempos... Se vende y se compra lo que se llama superfluo, como si fuera superfluo adornarse, seducir, conquistar, entregarse a los derechos del amor, probar las cosas raras que son fruto del ingenio humano, aprovechar todo lo que la providencia o la naturaleza ha dado al hombre para que se deleite por su excepcional condición en el universo.

Naturalmente, se quejaban; pero no por miserables, sino por no poder saciar todos sus deseos. Se quejaban de ser menos ricos que los más ricos, de no tener tanto como los que lo tenían todo. La estación era excepcionalmente benigna; los negocios, milagrosamente prósperos. Se había renunciado a la cruzada, no se hablaba de poner en pie al ejército ni de rebajar el valor de la libra; el Consejo privado se ocupaba de impedir el despoblamiento de los ríos; y los pescadores de caña, instalados en hileras en las dos orillas del Sena, se calentaban al suave sol de mayo.

Se respiraba amor en aquella primavera; y hubo más matrimonios, y también más bastardos que desde hacía mucho tiempo. Las jóvenes estaban alegres y cortejadas; los muchachos, decididos y jactanciosos. Los viajeros no tenían bastantes ojos para descubrir las maravillas de la ciudad, ni garganta suficientemente amplia para saborear todo el vino de las posadas, ni noches bastante largas para apurar tantos placeres que se les ofrecían.

¡Ah, cuanto se recordaría aquella primavera! Claro está que había enfermedades, duelos, madres que llevaban al cementerio a sus hijos pequeños, paralíticos, maridos engañados debido a la ligereza de las costumbres, tenderos robados que acusaban a la ronda de no vigilar, incendios que dejaban a familias sin hogar, algunos crímenes; pero todo eso era imputable sólo a la desgracia, y no al rey o su Consejo.

Era una suerte vivir aquel 1325, ser joven o estar en el tiempo activo de la existencia, o simplemente tener salud. Y era una gran tontería no apreciarlo bastante, y no agradecer a Dios lo que otorgaba. El pueblo de París hubiera saboreado más aquella primavera de 1325 de haber sabido la forma en que iba a envejecer. Un verdadero cuento de hadas que, cuando se les contara, apenas creerían los niños concebidos durante esos meses exquisitos entre sábanas perfumadas con espliego. ¡Mil trescientos veinticinco! ¡Hermosa época! ¡Y que poco tiempo había de pasar para que se le llamara «el buen tiempo»!

¿Y la reina Isabel? La reina Isabel parecía resumir en su persona todo el prestigio y todas las alegrías. La gente se volvía a su paso, no solo porque era la soberana de Inglaterra e hija del gran rey cuyos edictos financieros, hogueras y terribles procesos se habían olvidado, para recordar sólo sus sabias ordenanzas, sino también porque era hermosa y parecía satisfecha.

El pueblo decía que hubiera llevado mejor la corona que su hermano Carlos el Hermoso, príncipe muy gentil pero grotesco, y se preguntaba si había sido buena la ley promulgada por Felipe el Largo que prohibía a las mujeres ocupar el trono. ¡Qué necios eran los ingleses al causar molestias a tan gentil reina!

Isabel, a los treinta y tres años, exhibía un esplendor con el que ninguna mozuela, por lozana que fuera, podía rivalizar. Las más famosas bellezas de la juventud francesa quedaban ensombrecidas cuando aparecía ella. Y todas las jovencitas aspiraban a parecérsele y la tomaban como modelo: copiaban sus vestidos, sus gestos, sus trenzas levantadas, su forma de mirar y de sonreír.

Una mujer enamorada se distingue en el andar, hasta por detrás; los hombros, caderas y paso de Isabel expresaban su felicidad. Casi siempre iba acompañada por Lord Mortimer, quien había conquistado a la ciudad desde la llegada de la reina. La gente, que el año anterior lo consideraba sombrío, orgulloso, demasiado altivo para ser un desterrado, y que encontraban en su virtud cierto aire de reproche, descubrió de pronto en Mortimer un hombre de gran carácter y seducción, muy digno de ser admirado. Se dejó de considerar lúgubre su vestimenta negra, realzada solamente por algunos broches de plata; en su manera de vestir no veían ahora más que la elegante ostentación de un hombre que lleva luto por su patria perdida.

Aunque no tenía ninguna misión oficial cerca de la reina, lo que hubiera significado una provocación demasiado clara al rey Eduardo, en realidad Mortimer dirigía las negociaciones. El obispo de Norwich sufría su ascendiente; Juan de Cromwell no se recataba de declarar que se había hecho injusticia al barón de Wigmore, y que había sido una locura del soberano haberse enajenado la amistad de un señor de tan altos méritos; el conde de Kent se había hecho gran amigo de Mortimer, y no decidía nada sin su consejo.

Era sabido y admitido que Lord Mortimer se quedaba después de cenar con la reina, quien, según ella, requería «su consejo». Todas las noches, al salir del departamento de Isabel, sacudía por el hombro a Ogle, el antiguo barbero de la Torre de Londres, ascendido a ayuda de cámara, que lo esperaba dormitando sobre un cofre. Pasaban por encima de los servidores dormidos a lo largo de los pasillos, quienes ni siquiera se quitaban de la cara el faldón de su manto, acostumbrados como estaban a aquellos pasos familiares.

Aspirando con expresión triunfal el fresco de la madrugada, llegaba Mortimer a su alojamiento de Saint-Germain-des-Pres, donde lo recibía el rubio y atento Alspaye, a quien él creía... ¡ingenuos amantes!... único confidente de su relación con la reina.

Ahora estaba claro que ésta no regresaría a Inglaterra hasta que pudiera hacerlo Mortimer.

El ligamen que se habían jurado se hacía, de día en día y de noche en noche, cada vez más estrecho, más sólido; y la pequeña cicatriz blanca en el pecho de Isabel, donde él ponía los labios antes de dejarla, como si fuera un ritual, seguía siendo la huella visible del intercambio de sus voluntades.

Aunque una mujer sea reina, su amante siempre es su dueño; Isabel de Inglaterra, capaz de hacer frente sola a las discordias conyugales, a las traiciones de un rey, al odio de una corte, se estremecía cuando Mortimer posaba la mano sobre su hombro, se sentía desfallecer cuando él salía de su habitación, y llevaba cirios a las iglesias para agradecer a Dios haberle permitido un pecado tan maravilloso. Cuando Mortimer estaba ausente, aunque sólo fuera por una hora, se lo figuraba sentado a su lado, y le hablaba en voz baja. Todas las mañanas, al despertar, antes de llamar a sus servidoras, se deslizaba en el lecho hacia el lugar donde momentos antes había estado su amante.

Una matrona le había enseñado ciertos secretos útiles para las damas que buscan placer fuera del matrimonio. Y en los círculos de la corte se susurraba, sin reproche alguno, que la reina Isabel estaba en amores, como si se hubiera dicho que estaba en el campo, o mejor aún, extasiada.

Los preliminares del tratado, que alguien había hecho durar, fueron prácticamente firmados el 21 de mayo por Isabel y su hermano, con el consentimiento reticente de Eduardo, quien recuperaba su dominio de Aquitania pero con la amputación de Agen y Bazadais, es decir, las regiones que el ejército francés había ocupado años atrás y además, mediante el pago de sesenta mil libras. Valois se había mostrado inflexible en esto. Fue necesaria hasta la mediación del Papa para llegar a un acuerdo, supeditado a la expresa condición de que Eduardo fuera a rendir homenaje, lo cual le repugnaba visiblemente, ahora no sólo por motivos de prestigio, sino por razones de seguridad. Se convino entonces un subterfugio que pareció satisfacer a todos. Sería fijada una fecha para este famoso homenaje; luego, Eduardo, en el último momento, fingiría estar enfermo, lo cual, por otra parte, apenas sería mentira, ya que ahora con sólo pensar en poner el pie en Francia se apoderaba de él una gran ansiedad, palidecía, se ahogaba, perdía pulsaciones y debía acostarse, jadeante durante una hora. Entregaría entonces a su primogénito, el joven Eduardo, los títulos y posesiones de duque de Aquitania, y lo enviaría en su lugar a prestar juramento.

Todos creían salir gananciosos con esta combinación. Eduardo eludía la obligación de un viaje temido; los Despenser evitaban el peligro de perder su influencia sobre el rey; Isabel recobraba a su hijo preferido, cuya separación le hacía sufrir; y Mortimer veía el refuerzo que suponía para sus futuros proyectos la presencia del príncipe heredero en el partido de la reina.

Este partido no dejaba de crecer, incluso en la misma Francia. Eduardo se asombraba de que, a fines de aquella primavera, varios de sus barones hubieran tenido necesidad de ir a visitar sus posesiones francesas, y se inquietaba todavía más al saber que ninguno volvía. Por otra parte, los Despenser tenían varios espías en París, que informaban a Eduardo sobre la actitud del conde de Kent, sobre la presencia de Maltravers al lado de Mortimer, y sobre la oposición que se centraba en la corte de Francia alrededor de la reina. La correspondencia oficial entre los dos esposos seguía siendo cortés, e Isabel, en largos mensajes donde explicaba la lentitud de las negociaciones, llamaba a Eduardo «dulce corazón». Pero Eduardo había ordenado a los almirantes y sherifs de los puertos que interceptaran a todos los mensajeros de cualquier condición que llevaran cartas enviadas a quienquiera que fuese, por la reina, el obispo de Norwich o toda otra persona del séquito. Estos mensajeros tenían que ser enviados ante el rey bajo fuerte escolta. Pero, ¿se podía detener a todos los lombardos que circulaban con letras de cambio?

En París, un día que Roger Mortimer caminaba por el barrio del Temple, acompañado de Alspaye y Ogle, le pasó rozando un bloque de piedra caído de un edificio en construcción. Se salvó de morir aplastado por el ruido que hizo el bloque al chocar con una tabla del andamiaje. Consideró el hecho como simple accidente; pero tres días después, al salir de casa de Roberto de Artois, cayó una escalera delante de su caballo. Mortimer fue a entrevistarse con Tolomei, que conocía el París secreto mejor que nadie. El sienés hizo venir a uno de los jefes de los compañeros albañiles del Temple, que habían conservado su inmunidad a pesar de la dispersión de los caballeros de la Orden; y cesaron los atentados contra Mortimer.

Hasta dirigían desde los andamios grandes saludos, quitándose los gorros, al señor inglés vestido de negro. Sin embargo, Mortimer adoptó la costumbre de ir fuertemente escoltado y de hacer probar su vino con un cuerno de narval, precaución contra el veneno. Se ordenó a los truhanes que vivían a expensas de Roberto de Artois que abrieran bien los ojos y las orejas. Las amenazas que rodeaban a Mortimer no hicieron más que intensificar el amor que la reina Isabel sentía por él.

Y de repente, a comienzos de agosto, poco antes del tiempo señalado para el homenaje inglés, monseñor de Valois, tan sólidamente instalado en el poder que se llamaba el «segundo rey», se desplomó a los cincuenta y cinco años.

Desde hacía varias semanas estaba muy colérico, se irritaba por todo.

Particularmente, tuvo un fuerte arrebato al recibir del rey Eduardo la inesperada proposición de casar a sus dos hijos más jóvenes, Luis de Valois y Juana de Inglaterra, que frisaban en los siete años. ¿Había comprendido Eduardo el error cometido dos años antes, al rehusar el matrimonio de su primogénito, y pensaba atraer de esa manera a Valois a su juego? Monseñor Carlos, con una reacción incomprensible, había considerado esta proposición como un segundo insulto, y se encolerizó tanto que empezó a romper los objetos de su mesa. Al mismo tiempo, demostraba gran actividad en los asuntos de gobierno, se impacientaba por la lentitud del Parlamento en aprobar las disposiciones, y discutía con Miles de Noyers las cifras proporcionadas por la Cámara de Cuentas; luego se quejaba de la fatiga que le producían estas tareas.

Una mañana que estaba en consejo e iba a rubricar un acta, dejó caer la pluma de ganso que le tendían y manchó de tinta la cota azul de que iba vestido. La mano le quedó colgando al lado de la pierna, y los dedos se le volvieron de piedra. Se sorprendió del silencio que se hacía alrededor de él, y no se dio cuenta de que caía del asiento.

Lo levantaron, fijos los ojos hacia la izquierda, en lo alto de las órbitas; la boca torcida hacia el mismo lado, y sin conocimiento. Tenía la cara muy colorada, casi violeta, y se apresuraron a ir en busca de un médico para que lo sangrara. Al igual que le había ocurrido once años antes a su hermano Felipe el Hermoso, Valois acababa de ser golpeado en la cabeza, en los engranajes misteriosos de la voluntad. Creyeron que se moría, y en su palacio, a donde lo llevaron, toda la casa empezó a gimotear como si estuviera ya de duelo.

Sin embargo, después de unos días en que daba muestras de estar vivo más por la respiración que por el pensamiento, recuperó a medias el conocimiento. Recobró la palabra, aunque vacilante, mal articulada, sin aquella energía y altisonancia que la caracterizaban anteriormente; la pierna derecha no le obedecía, ni tampoco la mano que había dejado caer la pluma.

Inmóvil en su asiento, ahogado por el calor de las mantas, con las que creían conveniente arroparlo, el ex rey de Aragón, ex emperador de Constantinopla, conde de Romaña, el par francés perpetuo candidato al Imperio de Alemania, el dominador de Florencia, el vencedor de Aquitania y organizador de cruzadas, pensaba de repente que todos los honores que un hombre puede alcanzar no son nada cuando se apodera de él la debilidad del cuerpo. Él, que desde su infancia no había tenido más ansiedad que la de conquistar los bienes de la tierra, descubría de pronto otras angustias.

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