La loba de Francia (15 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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Y para saber de quienes se había rodeado el Papa para gobernar le bastaba a Bouville oír los nombres de los dignatarios que, en la sala de festines, llena de tapices de seda, acababan de sentarse a la larga mesa resplandeciente con la vajilla de oro y plata.

El cardenal arzobispo de Aviñón, Arnaldo de Via, era hijo de una hermana del Papa. El cardenal canciller de la Iglesia Romana, es decir, el primer ministro del mundo cristiano, era Gauzelin Duèze, hombre ancho y fuerte, bien enfundado en la púrpura, hijo de Pedro Duèze, hermano del Papa, al cual Felipe V había ennoblecido. Sobrino también del Papa era el cardenal Raimundo Le Roux. Otro sobrino, Pedro de Vichy, administraba la casa pontificia, daba las órdenes de pago y mandaba a los dos paneteros y cuatro sumilleres, a los encargados de las caballerizas y de la herrería, a los seis camareros, treinta capellanes, dieciséis confesores para los peregrinos de paso, a los encargados de las campanas, los barrenderos, acarreadores de agua, lavanderas, médicos, boticarios y barberos.

No era menos «sobrino» entre los sentados a la mesa pontificia el cardenal Bertrand du Pouget, legado itinerante en Italia, de quien se susurraba... —¿de quién no se susurraba algo allí? —que era hijo natural de Jacobo Duèze, del tiempo en que, cumplidos los cuarenta años, no había salido aun de su Quercy natal.

Todos los parientes del Papa Juan, hasta los primos de los primos hermanos, vivían en su palacio y compartían su comida; incluso dos de ellos habitaban en el entresuelo secreto, debajo del comedor. Todos ocupaban cargos, uno incluido en los cien caballeros nobles, otro limosnero, otro maestro de la cámara apostólica, que administraba todos los beneficios eclesiásticos, anatas, diezmos, subsidios caritativos, derechos de registro e impuestos de la Sagrada Penitenciaría. Más de cuatrocientas personas, cuyo gasto anual sobrepasaba los cuatro mil florines, formaban esta corte.

Ocho años antes, cuando el cónclave de Lyon había elevado al trono de San Pedro a un viejo agotado, transparente, de quien se creía, incluso se confiaba, que entregaría el alma a la semana siguiente, el tesoro pontificio estaba vacío. En ocho años este viejo, que avanzaba como sí fuera una pluma empujada por el viento, había administrado tan bien las finanzas de la Iglesia, había multado tan bien a los adúlteros, sodomítas, incestuosos, ladrones, criminales, malos sacerdotes u obispos culpables de violencias, había vendido tan caras las abadías y vigilado con tanta precisión los ingresos de todos los bienes eclesiásticos, que se había asegurado las mayores rentas del mundo y había podido reedificar una ciudad. Podía alimentar con largueza a su familia y reinar por ella. No escatimaba donativos a los pobres ni obsequios a los ricos; ofrecía a sus visitantes joyas y santas medallas de oro que le proporcionaba su abastecedor habitual, el judío Boncoeur.

Empotrado, más bien que sentado, en su butaca de inmenso respaldo, con los pies apoyados en dos espesos cojines de oro, el papa Juan presidía aquella larga mesa que era a la vez consistorio y comida de familia. Bouville, a su derecha, lo miraba fascinado. ¡Cómo había cambiado el Padre Santo desde su elección! No en su aspecto físico; el tiempo no había dejado su huella en aquel delgado y arrugado rostro, cuyo cráneo se tocaba con un bonete forrado de piel; ni en sus pequeños ojos de ratón, sin cejas ni pestañas, ni en su boca extremadamente estrecha, cuyo labio superior se adentraba ligeramente en la encía sin dientes. Juan XXII llevaba sus ochenta años mejor que otros los cincuenta; lo demostraban sus manos lisas, apenas apergaminadas, cuyas junturas movía con entera libertad. El cambio se había operado en su actitud, frases y tono de voz. Aquel hombre, que debía su capelo a una falsificación de la firma real, y su tiara, a dos años de sordas intrigas y corrupción electoral, rematados con un mes de simulación de una enfermedad incurable, parecía haber adquirido una nueva alma por la gracia del vicariato supremo. Alcanzada la cima de las ambiciones humanas, sin desear ya nada para él, empleaba todas sus fuerzas, toda la terrible mecánica cerebral que lo había llevado a tan alto puesto, para el bien de la Iglesia, tal como él lo concebía. ¡Y qué actividad desarrollaba! ¡Cuánto se arrepentían de su elección los cardenales, que habían creído que moriría pronto o que dejaría a la curia gobernar en su nombre! Juan XXII les hacía llevar una vida dura. Un gran soberano de la Iglesia en verdad.

Se ocupaba de todo, lo resolvía todo. El mes de marzo anterior no había vacilado en excomulgar al emperador de Alemania, Luis de Baviera, destituyéndolo al mismo tiempo y abriendo al Sacro Imperio esa sucesión por la que tanto trabajaban el rey de Francia y el conde de Valois. Intervenía en todas las diferencias de los príncipes cristianos, recordándoles, como era su misión de pastor universal, sus deberes de paz. Ahora se preocupaba del conflicto de Aquitania, y en las audiencias concedidas a Bouville había delineado ya las modalidades de su acción.

Rogaría a los soberanos de Francia e Inglaterra que prolongaran la tregua firmada por el conde de Kent en La Réole, que expiraba ese mes de diciembre. Monseñor de Valois no emplearía los cuatrocientos hombres de armas y los mil ballesteros de refresco que el rey Carlos IV le había enviado aquellos últimos días a Bergerac. El rey Eduardo sería invitado imperativamente a rendir homenaje al rey de Francia en el más breve plazo. Los dos soberanos deberían dejar en libertad a los señores gascones que tenían respectivamente, sin tener ningún rigor con ellos por haber tomado el partido adversario. Por último, el Papa iba a escribir a la reina Isabel para que hiciera lo Posible por restablecer la concordia entre su esposo y el conde de Kent. Ni el Papa Juan ni Bouville se hacían ninguna ilusión sobre la influencia que la desgraciada reina tuviera sobre el rey. Pero el hecho de que el Padre Santo se dirigiera a ella, le concedería cierto crédito, y sus enemigos vacilarían en seguir maltratándola. Luego, Juan XXII aconsejaría que ella fuera a París, siempre en misión conciliatoria, con el fin de presidir la redacción del tratado que no dejaría a Inglaterra del ducado de Aquitania más que una pequeña franja costera con Saintes, Burdeos, Dax y Bayona. Así, los deseos políticos del conde de Valois, las maquinaciones de Roberto de Artois y los secretos deseos de Lord Mortimer iban a recibir una gran ayuda del Papa.

Bouville, una vez lograda la primera parte de su misión, podía comer con buen apetito el guisado de anguilas, deleitoso, perfumado, untuoso, que le acababan de servir en la escudilla de plata.

—Las anguilas provienen del estanque de Martigues —indicó el Papa a Bouville—. ¿Os gustan?

El gordinflón de Bouville, que tenía la boca llena, no pudo contestar más que con una mirada de aprobación.

La cocina pontificia era suntuosa, e incluso las minutas del viernes constituían un exquisito regalo. Sobre rutilantes platos desfilaban en procesión atunes frescos, bacalaos de Noruega, lampreas y esturiones aderezados de veinte maneras y acompañados de diferentes salsas. El vino de Arbois corría en los cubiletes como si fuera oro. Los caldos de Borgoña, del Lot o del Ródano acompañaban las distintas clases de queso.

El Padre Santo se contentaba con una cucharada de pastel de lucio y un cubilete de leche. Se le había metido en la cabeza que el Papa sólo debía tomar alimentos blancos.

Bouville tenía que tratar de un segundo problema, más delicado, por cuenta de monseñor de Valois. Un embajador debe abordar indirectamente las cuestiones espinosas; así, Bouville pensó que obraba diplomáticamente al decir:

—Padre Santo, la corte de Francia siguió con suma atención el concilio de Valladolid, presidido hace dos años por vuestro legado, donde se ordenó que los clérigos dejaran a sus concubinas...

—...bajo pena, si no lo hacían —prosiguió el Papa Juan con voz rápida y ahogada—, de ser privados a los dos meses de la tercera parte de sus beneficios; de otro tercio, a los dos meses siguientes; y de quedar desposeídos del todo, al cabo de seis. El hombre, messire conde, es pecador aunque sea sacerdote, y sabemos que no conseguiremos suprimir todo pecado. Pero al menos los que se obstinen en pecar llenarán nuestros cofres, que sirven para hacer el bien. Y muchos evitarán hacer públicos sus escándalos.

—Y así los obispos dejarán de asistir al bautismo y al matrimonio de sus hijos ilegítimos, como tienen la costumbre de hacer ahora.

Bouville enrojeció de pronto. ¿Estaba bien hablar de hijos ilegítimos delante del cardenal Pouget? Acababa de cometer una falta; pero nadie parecía haberse dado cuenta. Bouville se apresuró, pues, a continuar:

—¿A qué se debe, Padre Santo, que se haya decretado castigo mas fuerte contra los sacerdotes cuyas concubinas no son cristianas?

—La razón es muy sencilla, sire conde —respondió el Papa Juan—. El decreto se dirige principalmente a España, donde hay gran cantidad de moros y donde nuestros clérigos reclutan con mucha facilidad compañeras a las que nada les reprime fornicar con la tonsura.

Se volvió ligeramente en el gran asiento, y en sus labios se dibujó una breve sonrisa, había comprendido a donde quería llegar el embajador del rey de Francia. Y ahora esperaba, con gesto desafiante y divertido a la vez, que messire de Bouville hubiera terminado de animarse con un trago y dijera con aire falsamente natural:

—Cierto es, Padre Santo, que ese concilio ha promulgado sabios edictos que nos serán de gran servicio en la cruzada. Porque en nuestros ejércitos llevaremos muchos clérigos y limosneros que se adentrarán en país moro; sería penoso que dieran ejemplo de mala conducta. 

Había pronunciado la palabra «cruzada». Tras lo cual, Bouville respiró mejor.

El Papa Juan cerró los ojos y juntó las manos.

—Sería igualmente penoso —respondió con calma— que proliferase la misma licencia en las naciones cristianas mientras sus ejércitos están ocupados en ultramar. Porque es un hecho comprobado, messire conde, que cuando los ejércitos van a luchar lejos, y se ha sacado de los pueblos a los guerreros más valientes, florece toda clase de vicios en esos reinos, como si con la fuerza se hubiera alejado también el respeto debido a las leyes de Dios. Las guerras son grandes ocasiones de pecar... ¿Sigue monseñor de Valois decidido a hacer esa cruzada con la que quiere honrar a nuestro pontificado?

—Padre Santo, los diputados de la pequeña Armenia...

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el Papa apartando y aproximando sus pequeñas manos—. Fui yo quien envié esos diputados a monseñor de Valois.

—De todas partes nos informan que los moros, en las orillas...

—Ya lo sé. Los informes me llegan al mismo tiempo que a monseñor de Valois.

A lo largo de la gran mesa se habían interrumpido las conversaciones. El obispo Pedro de Mortemart, que acompañaba a Bouvílle en su misión y del que se decía que sería nombrado cardenal en el primer consistorio, abría los oídos y todos los sobrinos, primos, prelados y dignatarios hacían otro tanto. Las cucharas se deslizaban por el fondo de los platos como si lo hicieran por encima de terciopelo. El soplo particularmente seguro, pero sin timbre, que salía del Padre Santo era difícil de entender, y se requería mucha costumbre para captarlo desde lejos,

—Messire de Valois, a quien quiero con amor muy paternal, nos ha hecho conceder el diezmo; pero hasta ahora este diezmo solo ha servido para apoderarse de Aquitania y para sostener su candidatura al Sacro Imperio. Son empresas muy nobles, pero no se llaman cruzadas. No estoy seguro de consentir el año próximo este diezmo, y menos aun, messire conde, los subsidios suplementarios que me pide para la expedición.

Bouville recibió un duro golpe. Si eso era todo lo que debía llevar a París, Carlos de Valois iba a enfurecerse de veras.

—Padre Santo —respondió, esforzándose en mantenerse tranquilo—, el conde de Valois y el rey Carlos creían que erais sensible al honor que la cristiandad pudiera sacar de...

—El honor de la cristiandad, mi querido hijo, es vivir en paz —interrumpió el Papa, palmoteando ligeramente la mano de Bouville.

—¿No es nuestro deber llevar a los infieles la verdadera fe y combatir en ellos la herejía?

—¡La herejía! ¡La herejía! —respondió el Papa Juan como en un susurro—. Ocupémonos primero de extirpar la que florece en nuestras naciones, sin preocuparnos de apretar los abscesos en la cara del vecino cuando la lepra corroe la nuestra. La herejía es mi mayor preocupación, y me cuido bien de perseguirla. Mis tribunales funcionan y, para acosarla, necesito la ayuda de todos mis clérigos y de todos los príncipes cristianos. Si la caballería de Europa toma el camino de Oriente, el diablo tendrá campo libre en Francia, España e Italia. ¿Cuanto hace que están en paz los cátaros, albigenses y espirituales? ¿Por qué he fragmentado la gran diócesis de Toulouse, que era su guarida, y he creado dieciséis nuevos obispados en la de Languedoc? ¿Y no guiaba la herejía a vuestros «pastorcillos», cuyas bandas llegaron hasta aquí hace muy pocos años? Un mal como ese no se extirpa en una sola generación. Para acabar con él hay que esperar a los hijos de los nietos.

Todos los prelados presentes podían dar testimonio del rigor con que Juan XXII perseguía la herejía. Había dado la consigna de mostrarse suave, mediante el consiguiente pago, con los pequeños pecados de la naturaleza humana, pero castigaba con la hoguera los errores del espíritu.

Por la cristiandad circulaba un dicho de Bernardo Delicieux, monje franciscano que había querido luchar contra la Inquisición dominicana y había tenido la audacia de ir a predicar en Aviñón: «Si San Pedro y San Pablo volvieran a este mundo y fueran interrogados por los acusadores, no podrían evitar que se les tachara de herejes.» Delicieux fue condenado a reclusión perpetua.

Pero, al mismo tiempo, el Padre Santo difundía ciertas ideas extrañas, nacidas de su vivaz inteligencia que, emitidas desde el solio pontificio, provocaban gran conmoción entre los doctores de las facultades de teología. Así, se había pronunciado contra la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que, aunque no obligada como dogma, era un principio generalmente aceptado.

Cuando más, admitía que el Señor hubiera purificado a la Virgen antes de su nacimiento, pero en un momento, declaraba, difícil de precisar. Por otra parte, Juan XXII no creía en la Visión Beatífica, por lo menos hasta el día del Juicio Final, negando con esto, que hubiera aún ningún alma en el paraíso y, por consiguiente tampoco en el infierno.

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